En 1785, cuando Mozart contaba con 29 años, terminó de componer el primero de sus dos conciertos para piano en modo menor. Una obra dramática que marcará un acentuado punto de inflexión en toda la literatura pianística, dada sus extensas proporciones como su profunda dimensión trágica.
Por Gregorio Benítez
Mozart y Viena
Wolfgang Amadeus Mozart se estableció en la capital austríaca en 1781, permaneciendo allí sus últimos diez años de vida. La ciudad imperial fue su salida ante el ambiente asfixiante que experimentaba en su Salzburgo natal. ‘En Salzburgo no hay lugar para mi talento’, afirmaba el joven tras volver a regañadientes a su localidad de nacimiento desde París, instado férreamente por su padre. Mozart volvía muy disgustado por lo que sabía que le esperaba. En aquel tiempo, la ciudad no tenía teatro y su vida musical era muy exigua. Pese a todo, Salzburgo parecía la única opción ante una estancia parisina en la que no se habían cumplido sus expectativas profesionales y en la cual sus conciertos no tuvieron un éxito particularmente reseñable. A todo ello había que sumar la repentina pérdida de su madre, hecho que enfatizaba esa sensación de fracaso en su periplo por la capital gala.
Salzburgo era sinónimo de subyugarse ante los imperativos del arzobispo Colloredo y Viena equivalía a liberarse del tutelaje de su padre y de cualquier otro mandato. Viena era la ciudad de la música, de los teatros y del piano, ofreciendo fabulosas oportunidades para convertirse en un artista independiente gracias —también— a su excepcional actividad operística. Sin embargo, no todo sería un camino de rosa pues, a su llegada a Viena, se encontrará con una ópera dominada por músicos muy respetados, a la vez que ambiciosos, de los que José II se había rodeado precisamente para dinamizar el panorama musical de la urbe.
Mozart se ganó el apoyo solícito del emperador, quien le mostraría su estima personal, pero la influencia de algunos de sus numerosos rivales propició que su tarea musical se diversificara en distintos campos; granjeándose una gran fama en su fecunda faceta de pianista, improvisador y compositor para piano. Algo parecido ocurriría en el terreno docente, donde llegaría a ser uno de los profesores de este instrumento más solicitados en los círculos de la nobleza y la alta burguesía. Precisamente en la metrópoli austríaca, y alejado de las esferas operísticas, conocería alrededor de 1784 a Franz Joseph Haydn. Posiblemente, junto a Johann Christian Bach —al quien había conocido en Londres con tan solo 8 años— y el padre Martini —con quien había hecho lo mismo en Bolonia a la edad de 14—, Haydn fue una de las personalidades que una huella más fuerte dejó en el compositor, tornándose esta admiración mutua en la amistad más valiosa de toda su vida.
Los conciertos para piano
Al contrario que Haydn, cuya formación para tecla era eminentemente clavecinística, el contacto con el piano en Mozart es muy temprano. Si Haydn no se había decantado por el instrumento de manera explícita hasta sus últimas cinco sonatas, jugando un rol decisivo en esto su viaje a Londres de 1790; Mozart se enfila de manera decidida desde 1777 hacia las posibilidades expresivas del piano. El concierto para piano —un concepto relativamente novedoso en aquel tiempo— será un laboratorio para especular con los nuevos recursos del instrumento, generando un campo de cultivo idóneo para dar rienda suelta a su inventiva y modelar unas singulares innovaciones que sentarían las bases de la concepción moderna de este género.
No obstante, sería totalmente erróneo atribuir la paternidad del concierto para piano a Mozart, del mismo modo que tampoco fue el creador de la ópera o la sinfonía. Aun así, no es del todo desacertado aseverar que en cualquiera de las vertientes de la composición musical que se adentrara, Mozart logró trascender los límites existentes; sondeando nuevas ideas hasta entonces desconocidas.
Mozart era un pianista verdaderamente extraordinario con una activa carrera en solitario y, por tanto, necesitaba nuevas obras para sus conciertos. Antes de él, los conciertos para piano eran partituras menos ambiciosas, de proporciones mucho más sucintas, con una orquestación bastante reducida, y donde se establecía un delicado equilibrio entre el conjunto instrumental y el protagonismo de un solista. Estos conciertos premozartianos tendían a poseer una disposición más rígida, con secciones claramente definidas por los recurrentes pasajes orquestales que —a modo de ritornelos— se intercalaban entre las apariciones del solista, ofreciendo este esquema una simplicidad formal que contrastaría con la riqueza estructural posteriormente introducida por Mozart.
Así pues, sus veintisiete conciertos para piano escritos entre 1767 y 1791 no solo sobresalen por su cantidad y excelente calidad, sino por encontrarse en una etapa muy temprana de la existencia del género y del piano mismo; siendo una valiosa herramienta para observar el desarrollo del estilo clásico. Sus primeros cuatro conciertos finalizados con apenas 11 años fueron adaptaciones de sonatas barrocas, siguiendo el paradigma de los conciertos de teclado del momento. En cambio, las sofisticadas últimas páginas de este género completadas por Mozart vislumbran nuevos albores, y es que, a medida que estos compases se gestaban, la historia de la música alcanzaba nuevos horizontes inexplorados.
El Concierto para piano y orquesta núm. 20 en Re menor
Cuando Beethoven abandonó definitivamente Bonn y llegó a Viena, el Concierto en Re menor ocupaba ya un lugar prominente dentro de su repertorio. Este concierto poseía un magnetismo sin parangón, y es que en él se anticipaba el pathos de Don Giovanni o el Réquiem, ambas obras escritas en la trágica tonalidad de Re menor. En Viena, Mozart compuso otra media docena de conciertos que suponen un nuevo capítulo en su biografía. Igualmente, durante este período —y de una forma u otra, a lo largo de toda su vida— la ópera nunca estuvo lejos de su mente, formando la espina dorsal de su psique creativa. El Concierto en Re menor es consecuencia de todo esto, de una madurez que supo fusionar a la perfección lo concertante y lo sinfónico, preludiando con su rebeldía una vertiente expresiva adyacente del Romanticismo.
Estrenado el 11 de febrero de 1785 por el compositor dirigiendo e interpretando la parte solista, y con la tinta aún húmeda sobre los atriles de la orquesta al ser terminado justo el día de antes, la obra fue presentada en uno de los conciertos de abono que el propio Mozart producía. Mención especial en este concierto es el magnífico juego dialogante llevado a cabo entre el solista y los instrumentos de viento; rasgo inequívoco de la calidad de los instrumentistas de viento madera de los que gozó Mozart durante su etapa vienesa. Ejemplo de esto último es su primer movimiento, un híbrido entre la forma sonata y el concierto con ritornelos, que se inicia con una obertura con ecos de teatralidad operística, donde el siniestro tema principal impera con su impulsivo toque asincopado. Esta inquietud rítmica que impregna toda la introducción se extiende hasta la aparición del solista, quien presenta un tema elegíaco. El piano habla de manera dolorosa, entonando una voz de lamento antes de que una atribulada transición desemboque en un apacible tema B. La nerviosa agitación previa da paso ahora a un clima bucólico, la antítesis del tema principal, que trae un afecto de idílica amabilidad mozartiana con una sencilla canción que rompe con todo lo anterior. El desarrollo, que actúa como un ansioso enfrentamiento entre solista y orquesta, sirve para reconducir el discurso musical a la turbulenta oscuridad inicial, estando toda la reexposición inmersa en la estremecedora atmósfera del comienzo. El tema B asimila toda esta tormentosa escena al oscurecerse y dejar de lado su candidez, dando paso a la tradicional cadenza donde el solista muestra todas sus habilidades. Mozart no nos dejó escrita ninguna para su Concierto núm. 20, siendo en la actualidad la que hizo Beethoven la más extendida entre los concertistas. El movimiento se cierra con la orquesta retomando los aires anhelantes del principio, quedándose sin aliento en un elocuente diminuendo que extingue el estado de ánimo dominante hasta entonces.
Mozart tituló al movimiento lento de su concierto como Romanza, denominación que se solía emplear para composiciones sencillas y de connotación sentimental, en las que solía haber una o dos secciones contrastantes. El segundo movimiento no es una excepción, pues se encuentra articulado sobre un patrón distribuido como ABACA. Los bloques principales poseen un tono calmado, donde prevalecen los suaves contornos melódicos de un dulce tema que —con sus encantadores fraseos— dota de una naturaleza ensoñadora a cada instante musical. Por su parte, después de una exquisita sección B, la parte C —un presto en Sol menor— genera una brusca tensión que sacude violentamente al oyente por su amenazador tumulto; exigiendo al solista desplegar un alto grado de destrezas técnicas sobre el teclado que en otros conciertos de Mozart se reservaba para los movimientos externos.
El espectro del Sturm und Drang regresará con furia en el último movimiento, Allegro assai. Al igual que ocurría con el final de su concierto predecesor, el K 459, el piano anuncia el tema en solitario y da paso a un elaborado pasaje orquestal. Mientras que en el concierto K 459 todo está imbuido de júbilo, este rondó está alejado del tono luminoso propio de los rondós de conciertos escritos hasta la fecha, siendo una página con la misma intensidad dramática que el primer movimiento. Se inicia vigorosamente con un arpegio ascendente en el piano que resulta toda una declaración de intenciones. Este tema se alternará con otras ideas contrastantes, con algunos intercambios efímeramente joviales con los vientos; sin embargo, el conflicto permanecerá en el aire hasta llegar a una breve cadenza del piano, que a su vez dará paso a la coda final. Es ahí donde nos encontramos con un asombroso giro argumental, al modular toda la narración musical a la brillante tonalidad de Re mayor. La alegre melodía de los vientos es retomada con optimismo por el piano, recogiendo el testigo un animado tutti orquestal que resolverá inesperadamente el relato musical de manera feliz.
Deja una respuesta