Con frecuencia, nos encontramos con obras maestras que han trascendido los límites de las salas de conciertos para permanecer en la retina sonora de la cultura colectiva. El segundo concierto para piano de Rajmáninov es una de ellas.
Su celebridad no tardó en llegar desde su estreno, pero sería especialmente a partir de la década de los 40 del siglo pasado cuando esta popularidad creció como la espuma al ser utilizada como banda sonora en la película Brief encounter de David Lean; viéndose sometida —desde entonces— a innumerables versiones. Ninguna de ellas logró nunca eclipsar a la creación genuina del compositor ruso, pues sus inmortales melodías y exquisiteces armónicas, unidas al suntuoso dominio de la orquestación y de la escritura pianística, la encumbraron como uno de los grandes hitos de toda la historia de la música.
Por Gregorio Benítez
Rajmáninov: mucho más que una promesa
Posiblemente, no haya existido el compositor que pueda desligar su producción musical de su biografía, tanto personal como artística. Rajmáninov no es, ni mucho menos, una excepción, sino —más bien— uno de los compositores en los que su corpus creativo se encuentra más intrínsecamente unido a sus propias vivencias. El segundo concierto es un caso paradigmático de esta aseveración, y para entender correctamente cómo las circunstancias personales influyeron en su génesis hay que indagar en una serie de acontecimientos previos que marcaron la deriva del gran pianista, compositor y director eslavo.
En 1897 Rajmáninov contaba con 27 años y era ya reconocido ampliamente en la esfera artística de su país natal como una de las promesas más sobresalientes del panorama musical del vasto imperio zarista. Para ser exactos, era considerado mucho más que una mera promesa, ya que cinco años antes había compuesto su ópera en un acto Aleko, estrenada en el teatro Bolshói, y con la que obtendría un enorme éxito además de valerle la concesión de la medalla de oro del Conservatorio de Moscú. Entre los asistentes al evento se encontraba Chaikovski, auténtico peso pesado de la música rusa que, con sus ostensibles aplausos, influyó de manera directa en la calurosa acogida moscovita. Precisamente, será a Chaikovski a quien dedique un año más tarde —con motivo de su muerte— una de sus partituras más aclamadas por crítica y público como el sentido Trío élégiaque opus 9. Sin embargo, todo comenzaría a desmoronarse a partir de ese señalado 1897.
En 1895, el joven compositor se encontraba profundamente inmerso en la gestación de su primera sinfonía. El proceso le llevó diez intensos meses, desde enero hasta octubre de ese mismo año, para lo cual se aisló en su residencia estival de Ivanovka, dejando de lado otros compromisos profesionales. Sus arduas jornadas de trabajo le llevaban hasta la extenuación más extrema, depositando –—en la que debía ser su obra más importante hasta la fecha— unas altísimas expectativas. Todas las esperanzas estaban puestas en su estreno, llevado a cabo en San Petersburgo bajo la batuta de Alexander Glazunov ese año de 1897; pero la primera representación sería un rotundo fracaso. La sinfonía desagradó particularmente a la crítica petersburguesa; una crítica que orbitaba en torno al fuerte influjo pedagógico y estético de Rimski-Kórsakov (máxima autoridad musical de la nación desde la muerte de Chaikovski), y que se mostraría terriblemente severa con aquella creación sinfónica.
El opus 18: mucho más que un concierto
A pesar de que Rajmáninov acusó de inaptitud e incompetencia a Glazunov, llegándose a especular incluso con que hubiera llegado a dirigir beodo, el suceso repercutió de manera muy negativa en la autoestima del compositor. Ahora, ese joven músico, que había encadenado logro tras logro, se vería sumergido en un estado depresivo que iría in crescendo. Su ópera Aleko siguió recogiendo buenas reseñas,y en su recién estrenada faceta como director de orquesta obtuvo un recibimiento muy positivo, tanto en Rusia como durante su primera visita a Londres. No obstante, nada de esto parecía paliar su agravamiento anímico, dándose a la bebida y sintiendo una enorme sequía creativa a lo largo de tres años, en los que una feroz autocrítica —de cariz muy destructivo— apenas le permitió escribir un par de piezas y exiguos bocetos.
Sería precisamente de algunos de los borradores redactados a finales de este desalentador trienio, desde donde surgirían las protoideas de una obra que estaba llamada a ser mucho más que un concierto para piano. Así, Rajmáninov —por asesoramiento de una tía— se puso en manos del doctor Nikolái Dahl, amigo de la familia, además de ser un magnífico melómano y músico diletante. El Dr. Dahl, quien era reconocido por sus tratamientos de psicoterapia e hipnoterapia, llevó a cabo sesiones diarias con el músico desde enero hasta abril de 1900, con el objetivo de mejorar su estado psíquico y estimular su inventiva musical. Dahl lo consiguió, sugestionándole bajo los efectos de la hipnosis para que compusiera un espléndido concierto. La fórmula repetitiva de frases alentadoras daría sus resultados, puesto que el compositor dejó el alcoholismo y sintió que nuevas ideas fluían en su mente, emprendiendo el camino de su segundo concierto para piano ese mismo verano en un retiro aconsejado por el Dr. Dahl en Italia.
La partitura refleja unas páginas de autoafirmación, que sentaban las bases de un compositor plenamente consolidado y seguro de sí mismo, capaz de crear una obra maestra de la literatura pianística y de completarla —de forma impecable— en menos de un año. Antes de terminarlo en abril de 1901, el otoño anterior había dado a conocer el segundo y tercer movimiento en una velada vespertina de beneficencia en la que el propio compositor actuó como solista. El éxito cosechado le impulsó a finalizar el primer movimiento, produciéndose el estreno íntegro de este opus 18 el día 27 de octubre de 1901, contando de nuevo con Rajmáninov al piano y su primo (y antiguo profesor) Alexander Siloti en el atril del pódium. La ovación fue rotunda y, en señal de agradecimiento, Rajmáninov dedicó este ‘ochomil’ de los conciertos para piano al Dr. Dahl.
La triunfal recepción le granjeó un prestigioso renombre internacional, catapultándolo hacia una edad dorada en la cual, un Rajmáninov absolutamente recuperado, volvió a componer de manera regular. Como muestra, solo en necesario ver que en los meses venideros al estreno del concierto vieron la luz obras de referencia en su catálogo artístico como la Sonata para violonchelo y piano opus 19, la cantata Primavera opus 20, o varios de los preludios de su opus 23.
Quizá, solo exista otro hecho equiparable en su itinerario vital que posea la misma magnitud que supuso este revulsivo opus 18, y no es otro que la huida —en 1917— de Rusia, durante la ola revolucionaria bolchevique. Una partida definitiva, repleta de recuerdos perennes, pues nunca más volvería a pisar su amada patria; ocupando la nostalgia por regresar los últimos lustros de la vida de este último romántico.
Los intérpretes frente al texto
Uno de los enormes retos a los que debe hacer frente cualquier pianista que se adentre en el estudio de la obra es el cometido de aportar algo nuevo ante la amplia difusión de la que goza este concierto, aspecto que se traduce en una innumerable cantidad de versiones existentes conocidas por cualquier aficionado. Ya desde sus inicios, disfrutó de una enorme aceptación entre los concertistas más prominentes de la época, siendo —a día de hoy— copioso el número de grabaciones comerciales e interpretaciones de la partitura en las principales programaciones de festivales y auditorios de todo el mundo. Desde el mismo Rajmáninov, quien nos legó un invaluable registro del concierto junto a Stokowski y la Philadephia Orchestra en 1925, pasando por las grabaciones imprescindibles de otros colosos del piano del siglo XX como Richter, Rubinstein, Weissenberg, Janis, Bolet… la obra sigue estando presente en las trayectorias discográficas de numerosos intérpretes actuales y en el repertorio estándar de estos.
Este factor genera una serie de particularidades a la hora de ‘aportar algo nuevo’. Por un lado, no resulta excesivamente imprudente decir que es una obra tremendamente escuchada y ‘manida’; conocida por músicos y melómanos en un grado de minuciosidad tal, que la convierten en una composición —en cierto modo— acotada e idealizada en la memoria auditiva de cada uno de nosotros. Por otro, la incalculable riqueza del texto musical, donde (a diferencia del tercer concierto) no asistimos a un virtuosismo casi gimnástico de tintes sobrehumanos, sino a una integración soberbia del poderoso espectáculo de medios técnicos en pro de una coyuntura musical mayor. O, dicho en otras palabras, cada ademán pianístico está siempre sujeto a una idea musical que predomina en el texto por encima de cualquier exhibicionismo vacuo, y este texto del segundo concierto es tan rico que ofrece multitud de ‘lecturas entre líneas’ para el buen músico.
Precisamente, de ahí nacen los desafíos para el intérprete; de esa búsqueda entre tradición e innovación, entre rigor al texto y la espontaneidad del instante, entre el balance solista y orquesta, haciendo del aprendizaje y ejecución de sus páginas toda una aventura que se pone en marcha a través de una lúgubre evocación sonora con claras reminiscencias eslavas.
El Concierto para piano núm. 2
Los bloques de acordes con los que se inicia el primer movimiento traen enseguida a la mente la sonoridad arcaica del latido de unas campanas. El sugerente sonido del badajo que tañe el metal es un gesto idiosincrásico de la música rusa, presente en fragmentos como la festiva ‘La gran puerta de Kiev’ de Cuadros de una exposición de Músorgski. Los abatidos acordes inaugurales, a modo de añoranzas que nos transportan al universo acústico de la música ortodoxa, adquieren —uno tras otro— una mayor carga dramática, pareciendo lanzarse vehementemente a la batalla épica que se preludia en el arranque del efusivo tema principal de la orquesta. Las cuerdas exponen una melodía infinita, que se sucede sin respiro sobre unos amplios arpegios del piano.
El solista dibuja, con la impetuosa fuerza de estos arpegios, la armonía de un extenso momento repleto de arrebatos románticos. Lejos de la descripción estrictamente musical, hay un punto anecdótico que se presta —por lo curioso del mismo— al análisis pianístico: Rajmáninov solía tener las manos frías, según apuntan diversos escritos de amigos y alumnos del compositor. Estos arpegios cumplían una doble función, pues no solo eran el basso continuo que acompañaba lucidamente al tema principal, sino que también servían para calentar sus dedos sobre el teclado, mientras una poderosa melodía cubría la intensidad sonora general, dificultando que se pudiera reconocer una eventual nota falsa en el piano mientras tanto. Cuando este acompañamiento cesa, el solista recoge brevemente el testigo de la melodía en las cuerdas, para terminar desvaneciéndose —poco después— en una volátil transición hacia el tema B.
Este tema secundario, inmensamente lírico, contrasta por su luminosidad y sosiego inicial con el clima anterior. Es un tema eminentemente vocal, donde la calidad del ingenio melódico y el conocimiento de los recursos pianísticos, permiten que la pluma de Rajmáninov trace líneas en las que el piano parece hablar. Será justamente el piano el que acapare mayor protagonismo en esta sección, presentándose en varias ocasiones solo, aunque también es posible escuchar emotivas intervenciones junto a la cuerda y el viento madera antes de que los pentagramas comiencen a agitarse con la irrupción del desarrollo. Aquí, todo fluye en una incesante amalgama que adquiere un tono de lucha heroica. Las intervenciones de la orquesta y el solista se enlazan formando un tumulto frenético. La atmósfera general se expande turbulentamente en esta parte intermedia del movimiento, alcanzando cotas de ingente tensión que desembocarán en una soberbia reexposición del tema principal. A diferencia del comienzo, el piano adopta un toque marcial sobre el tema principal de las cuerdas, tomando rápidamente el relevo de la melodía para convertirse en el protagonista y no en el acompañante, pues este rol quedará ahora desempeñado por el conjunto orquestal. Otro cambio notable respecto a la exposición inicial se puede apreciar en el tema secundario, que suena en un memorable solo de trompa en lugar de ser tocado por el solista.
Como se observa, toda la distribución de este I. Moderato está moldeada según una diáfana forma sonata, con dos temas que contrastan en carácter, un desarrollo intermedio, una reexposición en la que vuelven a aparecer ambos temas y una trepidante coda como conclusión a todo el movimiento. Ahora bien, esta estructura no es una simple sucesión de temas, sino que está concebida como un relato, como una narración de emociones; donde la reexposición no es puramente una recapitulación del tema principal, sino el punto álgido en el que confluye todo el afán combativo precedente, y donde la furia que proyecta la coda parece no triunfar finalmente ante la trágica tonalidad de do menor.
Una transformación de ambiente acontecerá en el II. Adagio sostenuto. El compositor sitúa este segundo movimiento en la brillante tonalidad de Mi mayor, una tonalidad muy alejada del dramatismo de Do menor, y para la cual desarrolla un puente modulatorio maestralmente elaborado a fin de mitigar el abrupto cambio entre ambas tonalidades. Es digno de señalar cómo este drástico cambio de escenario también fue utilizado por Beethoven entre el primer y segundo movimiento de su Concierto para piano núm. 3 opus 37, o por Brahms en su Sinfonía núm. 1 opus 68, si bien ambos compositores rehusaron cualquier pasaje que sirviera de pasarela para atenuar la brusquedad del viraje sonoro creado. Las cuerdas con sordina, sirviéndose poco después de fagotes, clarinetes y trompas, preparan la sorpresiva entrada del primer acorde de Mi mayor en el solista.
Un nuevo ethos impera ya en el concierto por medio de este remanso que proporciona el acompañamiento a solo del piano. Rajmáninov toma este patrón musical de su Romanza en La mayor para piano a seis manos, una pieza escrita justo un decenio antes de estrenar su concierto, y sobre él, la flauta y el clarinete exponen —tras la presentación del solista— un tierno tema, al que el piano complementa tímidamente con seis cautivadoras notas entre las dos primeras frases del clarinete. El intercambio de funciones se produce escasamente unos compases después, cuando el solista toma –a través de una sencilla línea melódica– el tema principal, mientras el clarinete y el resto de la orquesta le acompañan. Toda la relación piano-orquesta está tejida en este sublime nocturno con reposada delicadeza, y tan solo la efervescencia ‘scherzante’ de un fugaz interludio que explotará en una vívida cadenza durante la parte central (como ocurre también en su tercer concierto para piano) parecerán alterar, de manera efímera, esta entrañable quietud.
El último movimiento, por su parte, deja atrás el clima precedente para adentrarnos de nuevo —y tras una burlona transición— en una embravecida tonalidad de Do menor que adquiere esta condición con la temperamental entrada del solista, quien asalta la escena sin concesiones. Después de esta, ocho compases preceden a la exposición del tema principal en el piano. Estos ocho compases formulan un desenfadado juego de pregunta-respuesta fácilmente identificable entre flautas/clarinetes y el piano, y serán los encargados de preparar el terreno a la aparición del exaltado primer tema de este III. Allegro scherzando. Los ocho compases a los que hacemos mención están basados en el mismo esquema armónico que los ocho acordes con los que empezaba el concierto, pero adoptan un carácter totalmente alejado de ese bloque desalentador para imprimir un vertiginoso aire a todo el movimiento.
Los dos temas del Allegro scherzando son una contienda dialéctica de contrarios, con un primer tema de un virtuosismo deslumbrante y aguerrido al que se opone un sensible y poético tema secundario (aunque más que un tema, bien podría ser clasificado como una de las melodías más arquetípicas e imborrables del posromanticismo). Todo este material temático sufre variaciones a lo largo del movimiento, antes de acabar culminando la cúspide de la partitura. En este apoteósico pináculo del concierto, la última aparición del poético y sensual tema secundario se muestra mayestáticamente, alejada de cualquier connotación plañidera o desvaída. El piano —junto al vigoroso tutti orquestal— vence sobre los ecos de lamento de las campanas del inicio, cuyas resonancias embriagaron gran parte del devenir del discurso musical. Todo esto sucede antes de que una velocísima coda confirme este triunfo de forma extática, en una victoria donde el esplendoroso solista despliega todas sus capacidades técnicas sobre un teclado que pone de manifiesto una voluntad sonora de volúmenes orquestales.
Una obra de arte universal
Resulta imposible encontrar mácula alguna en una composición como esta. No nos encontramos solo ante un texto escrito con una pulcritud y precisión en el empleo de medios difícilmente comparable a otros de su mismo género, sino ante una obra de arte universal, que sigue (y seguirá) seduciendo a público e intérpretes de todos los rincones del planeta a partes iguales, pues la universalidad de la música de Rajmáninov traspasó fronteras. Esas mismas fronteras que a él le fueron negadas traspasar para retornar a su querida Rusia, idea que se convertiría en el mayor de los anhelos del alma de este gran último músico romántico.
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