Resulta difícil encontrar una personalidad que encarne de manera tan apropiada el ideal de músico romántico como lo hizo Robert Schumann. Su propia biografía nos refleja un alma atormentada, en la cual la frustración parece pender como una espada de Damocles sobre sus constantes anhelos, y donde solo la figura de Clara hace cobrar sentido a esa lucha insistente entre lo real y lo ideal. Su único concierto para piano es un límpido espejo en el que se reflejará toda la complejidad de su universo personal.
Por Gregorio Benítez
Zwickau y Leipzig
Robert Alexander Schumann nació en 1810 en la localidad sajona de Zwickau, cerca de la actual frontera de Alemania con la República Checa. Su padre, August Schumann, era un gran amante de la literatura, siendo reconocido en el ámbito de habla germana por su loable labor de editor y traductor de la obra de Sir Walter Scott al alemán. Tanto él como su esposa, Johanna Schnabel, regentaban una librería en esta ciudad provincial e inculcaron ese amor por el mundo literario a sus cinco hijos. El menor de ellos, Robert, pasó una infancia feliz absorbido por la lectura de grandes obras que abarcaban desde el período clásico hasta celebérrimos escritores del momento como Goethe, Hoffmann o Byron. Lejos de ser tomados como meros apuntes biográficos, este temprano sumergimiento en un mundo de fantasía literaria hizo que, desde niño, Schumann soñara con ser escritor e imaginara personajes ficticios con los que acostumbraba a conversar. Este hecho se convertiría gradualmente en su subterfugio ante los conflictos del resto de su vida; una vida en la que la felicidad que presidió los días de puericia se vería truncada por numerosos infortunios. A la gran desilusión por el fallecimiento del compositor Carl Maria von Weber, en 1826, con quien el joven músico confiaba estudiar, se unieron dos duros golpes ese mismo año como fueron la pérdida de su padre y de su hermana mayor, Emilie, una talentosa muchacha de 19 años que padecía —al igual que su progenitor— una enfermedad relacionada con lo que en la época se denominaban “trastornos nerviosos”. La fragilidad psíquica que se había manifestado en dos generaciones de su familia se ceñiría como un sombrío nimbo sobre el resto de la vida adulta del músico.
El comienzo de este período de tránsito entre el Schumann joven y el adulto lo marca la finalización de sus estudios en el Liceo de su ciudad natal en 1827 y el ingreso en la Universidad de Leipzig un año más tarde. En esta ciudad, poseedora de una incesante vida cultural y comercial, Schumann se matricularía en la facultad de Derecho para satisfacer los deseos de su madre, aunque allí prestaría poca atención a la vida académica y mucha más a los placeres terrenales. Tras un exiguo traslado a Heidelberg y viajes por Suiza e Italia en el verano de 1829, Schumann regresa a Leipzig y abandona definitivamente sus estudios en la facultad. Es entonces cuando entra en juego una persona clave como Friedrich Wieck, padre de Clara y futuro suegro. El prestigioso pianista y pedagogo advertiría rápidamente las aptitudes de Schumann, queriendo hacer de él un concertista de proyección internacional en un plazo de tres años. Esta pretensión no deja de ser bastante significativa, pues hasta entonces Schumann no había estudiado sistemáticamente piano y no tenía una experiencia avezada como intérprete. Su única instrucción musical reseñable en esos veinte años de vida había sido la recibida por el organista de la Marienkirche de Zwickau, Johann Gottfried Kuntzsch, con quien había empezado a recibir clases de piano a los 6 años. No obstante, y a pesar de los ambiciosos planes de Wieck, su profesor también se mostraba receloso, pues a pesar de las dotes que había vislumbrado en el joven músico, conocía sus inclinaciones y se mostraba suspicaz ante la posible falta de perseverancia de su pupilo. La relación entre ambos no sería buena desde el primer momento y la tensión iría in crescendo durante toda la década de 1830 debido a la férrea oposición de Wieck a la relación de su alumno con su prodigiosa hija Clara. Esta oposición perenne culminaría con el rechazo de la pedida de mano de su hija, aunque finalmente no lograría impedir el enlace de los dos jóvenes.
Clara y el piano
La obra para piano de Schumann ocupa el núcleo central dentro del corpus artístico del compositor alemán. Aunque la producción de obras para este instrumento se extiende a lo largo de toda su carrera, sería en el intenso decenio que comprende desde 1829 a 1839 cuando su dedicación al piano sería más intensa. Durante esta década de fértil creatividad fecundada por los entusiasmos de fugaces amores juveniles, Schumann escribe veintisiete de las treinta y ocho piezas para piano solo que compondría en toda su vida musical. Sin embargo, su vínculo afectivo con el instrumento sería demasiado inestable durante su trayectoria artística, pues debido a un trastorno derivado de una pérdida de control voluntario en el dedo corazón de su mano derecha, el músico acabaría prácticamente abandonando su actividad concertística en 1833. El problema desazonaba al genial artista, quien incluso llegó a componer una obra de despliegues virtuosísticos tan inverosímiles como su Toccata Op. 7, esquivando la utilización de dicho dedo. Clara Wieck se convertirá gradualmente en la difusora oficial de su obra para piano, en una auténtica musa inspiradora, en el motor estimulador de su producción musical; siendo este hecho bastante injusto hacia su persona, pues la joven era —además de una descollante pianista— una fructífera compositora, faceta que queda usualmente eclipsada por su trabajo como concertista y esposa a la sombra del compositor.
La producción para piano destaca, a su vez, por ser un vehículo idóneo para la especulación compositiva. Muestra de ello son obras como su opus 1, las variaciones “Abegg”, y su última creación en ser concebida para piano, las Geistervariationen WoO 24. La primera de ellas es un auténtico criptograma musical sobre las cuatro notas musicales que conforman el nombre A-B-E-G-G en alemán (La-Si♭-Mi-Sol-Sol) y en las que se aprecia aún el influjo del virtuosismo de salón popular en esos días y la escritura de Field o Hummel. Su última obra para piano no se basa en unas variaciones sobre un núcleo de notas como ocurría en su opus 1 o en su Carnaval Op. 9, sino en un melancólico y enigmático tema que durante mucho tiempo se pensó que había sido expresamente compuesto para esta pieza, aunque hoy en día sabemos que está extraído de un fragmento del segundo movimiento de su Concierto para violín en Re menor WoO 23. Schumann trata aquí el material temático como un sustrato armónico maleable a lo largo de las cinco variaciones, llegando a la insinuación de la bitonalidad a través de difusos trazos melódicos en ambas manos en la última de las variaciones; aspecto que no deja de sorprender en una obra escrita en 1854, poco antes de ser internado en el sanatorio mental de Endenich.
Igualmente, la indagación en el plano formal la podemos hallar en un copioso número de obras en su catálogo creativo. Así, Schumann, al igual que tantos otros compositores románticos, no se sentía cómodo con las grandes formas clásicas, logrando su modo de expresión más personal por medio de pequeñas piezas que solía agrupar en polípticos. Esta será la disposición estructural que adopten innumerables obras como Papillons Op. 2, Davidsbündlertänze Op. 6 o las Fantasiestücke Op. 12. No obstante, su talón de Aquiles se encontraba en la sonata, una forma musical que ya había sido esbozada por Anton Reicha en su Traité de haute composition musicale de 1826 y cuyos principios servirían para la posterior definición de esta forma musical llevada a cabo de A. B. Marx y C. Czerny en la década de 1840. Muestra de la problemática compositiva que presentaba este planteamiento estructural son sus tres sonatas para piano, que fueron comenzadas en 1833 pero terminadas en años sucesivos durante un largo proceso de reajuste y persistente alteración (hecho que contrasta con la sucinta gestación de obras como Kreisleriana Op. 16, escrita en tan solo cuatro días). El desafío formal podía soslayarse a través de procedimientos híbridos entre el políptico y la sonata como en su Humoreske Op. 20, o encontrando una traducción muy flexible del modelo formal como en la Fantasie Op. 17. En su Concierto para piano, Schumann combinará uno de sus mayores desafíos compositivos junto con la escritura para piano y orquesta, encarándolos con una exitosa maestría y originalidad.
El Concierto para piano
Aunque la idea de componer una partitura orquestal con piano solista rondaba en la cabeza de Schumann desde 1829, lo cierto es que el músico no se aventuró a tal empresa de manera terminante hasta la década de 1840. Hasta ese momento, el compositor había perfilado obras cercanas a la noción de concierto para piano que nunca vieron la luz por no estar debidamente modeladas; entre ellas podemos toparnos con una pieza de concierto cercana a la estética de los compositores del Biedermeier, un concierto en Fa mayor que pretendía ser dedicado a Hummel u otro concierto, en Si bemol mayor, iniciado a finales de 1830, del que solo se conservan pequeños bosquejos. Ninguno de estos proyectos puede ser considerado como precursor de su opus 54, pues no guardan ningún nexo directo con la obra en cuestión. Gracias a la profusa correspondencia entre Robert y Clara sabemos que el compositor pretendía, ya en 1839, comenzar decididamente la escritura de un concierto, aunque su perspectiva se alejaba de manera considerable del “concierto para virtuoso”, persiguiendo elaborar “algo más”. Será de esta forma como nazca, en 1841, su Fantasie para piano en La menor; una pieza de un único movimiento que, con apenas unas ligeras modificaciones, daría lugar al primer movimiento del que terminaría siendo el primero de los tres conciertos escritos por Schumann para instrumentos solistas. En 1845, el compositor acometería tal revisión y añadiría dos movimientos al movimiento inicial, dando como resultado una obra peculiar, a la que el propio músico se refería como “algo entre concierto, sinfonía y gran sonata”.
Sería este opus 54 estrenado el día de Año Nuevo de 1846 en la Gewandhaus de Leipzig, con Clara Schumann como solista y Felix Mendelssohn a la batuta. Previamente, en diciembre de 1845, la obra había sido presentada a una audiencia muy reducida en el Hôtel de Saxe de Dresde, contando con Ferdinand Hiller —dedicatario de la obra— como director y Clara al piano. A pesar de que el compositor podía permitirse las mayores excentricidades en la escritura dadas las formidables destrezas técnicas que poseía su esposa, Schumann no buscaba el deslumbramiento de un virtuosismo efectista en esta partitura; haciendo —por el contrario— uso de una profunda y sensible musicalidad que demanda las más excelsas capacidades expresivas de cualquier pianista que acometa su interpretación.
El primer movimiento, Allegro affettuoso, empieza con una vehemente nota “mi” en el tutti orquestal sucedida por una impetuosa entrada del solista que, en ritmo yámbico, realiza una cascada de acordes descendentes con un aire marcial arrebatador. A esta entrada, tan a la manera del impulsivo Florestán, le sucede el oboe con un tema principal que posee ecos de lamento y cuyo relevo será recogido por el piano. Los violines primeros presentan el tema de Clara, un motivo de cinco notas descendentes que Schumann toma prestado del comienzo del Nocturno de las Soirées musicales Op. 6 de Clara Schumann y, a partir de entonces, la música fluye portentosamente a lo largo de todo el movimiento. Schumann emplea soberbiamente la técnica de la transformación temática con el tema principal, el cual se muestra en diferentes estados emotivos a lo largo del concierto. Como ejemplo tómese el comienzo del desarrollo, marcado con un cambio hacia una agógica más sosegada, Andante espressivo. Aquí el afligido tema en La menor del inicio se torna ahora luminoso y nostálgico, en un diálogo camerístico entre el clarinete y el piano que se rompe, súbitamente, con el retorno al tempo primo. El solista reemprende en este momento el empuje y el nervio del ritmo yámbico del principio, casi como si estuviera scherzando con una orquesta que le responde imitando el mismo juego rítmico. Un cambio de tempo hacia un più animato nos destapa el tema principal doblado, a modo de dueto, entre la flauta y el piano; aunque aquí la placidez del inicio del desarrollo se aleja hacia una atmósfera mucho más exacerbada y ansiosa, repleta de suspiros anhelantes. Este pasaje sirve de retransición hacia la recapitulación del tema principal, que se exhibe de manera literal a como lo hacía en la cabeza del movimiento. En la última parte de esta reexposición Schumann reintroduce la cadenza, una sección crucial para el lucimiento del intérprete en el concierto clásico la cual había sido abandonada por los compositores románticos. El compositor le otorga una enorme importancia, sirviendo de campo de batalla para una guerra de emociones en la que el intérprete ha de descollar exhibiendo sus cualidades líricas y virtuosísticas, antes de que el concierto concluya vivazmente con el mismo tono de nobleza apasionada que su comienzo. Pese a que suele pasar desapercibido para un cuantioso número de estudiosos, Schumann no solo nos presenta un primer movimiento con forma de sonata monotemática, sino que dentro de este mismo bloque condensa cuatro movimientos que podrían asociarse con el allegro, movimiento lento, scherzo y finale, antes incluso de que Liszt llegara a tal desenlace en su Sonata en Si menor (1852-53).
El segundo movimiento, Andantino grazioso, es un Intermezzo en forma ternaria en el cual piano y orquesta entablan un coqueto diálogo con cierto tono jocoso y que adquirirá una gradación más poética en su sección central. Todo este entreacto es una evidencia palmaria (una más) de la sensibilidad melódica inherente a la persona de Robert Schumann o, mejor dicho, de Eusebius, quien impregnará de un aire ensoñador a todo el interludio. Cuando la música parece expirar, clarinetes y fagotes recuerdan en tres lacónicos incisos el tema protagonista del Allegro affettuoso; un tema que sirve de lazo de unión con el Allegro vivace final, mutando su diseño para convertirse en el enérgico tema principal del tercer movimiento. Este, por su parte, se presentará sin interrupción después de que las cuerdas se apresuren a tocar briosamente la escala de La mayor, inyectando —desde ese preciso instante— una efusiva corriente vitalista que perdurará hasta el término de la obra. Si decimos que el tema principal del primer movimiento sufre una metamorfosis para trocarse en el tema principal de este último movimiento lo hacemos basándonos en la transformación melódica que experimenta. Así, en ambos se observa en su punto de origen una caída que se encierra dentro de un intervalo de tercera y que es continuada por un giro de quinta ascendente en el dibujo melódico; igualmente, este intervalo de quinta desciende de nuevo a su punto de partida para realizar un salto de octava en ambos temas. Esta transfiguración ejemplifica, admirablemente, el afán del compositor por alcanzar la cohesión estructural de una partitura a través de la derivación de una gran parte del material musical tanto de un mismo motivo como de cualquier otro elemento temático (aunque no siempre sea perceptible a simple vista). Schumann afrontará de nuevo la forma sonata en este último movimiento, introduciendo –a diferencia del primero– un tema secundario distinto. Este, fácilmente reconocible por su sutil toque de marcha, es presentado primeramente por las cuerdas y se reviste de un mayor lirismo cuando es recogido después por el piano. Durante el desarrollo, Schumann se vale del tema principal como sujeto del pasaje fugado que precede a la presentación de un inédito tema en el oboe, quien entablará un conciso diálogo con el solista. Este escueto tema volverá a reaparecer fugazmente, y casi camuflado, en la gran coda final. Aquí, haciendo alarde de su increíble fantasía imaginativa, Schumann llegará incluso a evocar resonancias con sabor a vals en lo que se convertirá en un incesante perpetuum extático; plagando el final del movimiento de momentos pletóricos de genuina impronta “schumanniana”, los cuales se encargarán de poner el triunfal broche de oro a la obra.
Es todo este concierto opus 54 una demostración sublime del ingenio creador de Robert Schumann. Un artista romántico —en la acepción más integral del término— que, como nadie, encarnó en su intrincada psique la coexistencia antitética entre la introspección poética y las pasiones indómitas. Un artista romántico que, como pocos, hizo de su legado musical el más íntimo de sus epistolarios.
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