Por José Luis García del Busto
El término ‘concierto’, antes de cobrar los distintos y ricos significados musicales que hoy le reconocemos, empezó a ser utilizado en este medio artístico para expresar con toda propiedad lingüística un procedimiento, una manera de hacer música que implicaba conducir concertadamente a varias voces o fuentes sonoras diversas para recorrer un mismo camino.
‘Concertare’ deriva de ‘certare’, luchar, disputar: recordemos un término en uso como ‘certamen’ (es decir, concurso y, en definitiva, lucha o disputa por algo) o la acepción antigua de ‘concertación’, que no era sino eso, lucha o disputa. Del uso moderno del castellano tomemos dos de las acepciones propuestas por María Moliner para ‘concertar’: colocar o relacionar cosas de modo que cooperen todas convenientemente a un resultado o al buen efecto del conjunto; reconciliar a dos o más personas, la primera de las cuales prácticamente define el concierto musical, mientras que la segunda contiene un eco del viejo significado de querella. Pero, lucha o disputa ¿entre quiénes? Sencillamente entre focos sonoros de distinta especie.
En la Italia del paso entre los siglos XVI y XVII, la de los Gabrieli, por ejemplo, se denominaban concerti ecclesiastici a algunos motetes corales con acompañamiento de órgano; poco después, en Alemania, Heinrich Schütz publica (1636) sus Kleine geistliche concerten (Pequeños conciertos espirituales), bajo la misma idea de música coral religiosa con un papel previsto para el órgano. He ahí la ‘concertación’: lucha o contraste entre las voces por un lado y el órgano por otro.
Pronto el concepto ‘concierto’ haría fortuna dentro de la música puramente instrumental, entonces en auge, hasta el punto de que se lo apropiaría en exclusiva. Son los finales del siglo XVII y, en paralelo a las sonate da chiesa y da camera, florecen los concerti da chiesa (con formas musicales abstractas y procedimientos contrapuntísticos) y da camera (cuyos movimientos se basan en danzas, como en la suite). Es el concierto ‘moderno’, el concepto del que vamos a tratar aquí, bien que solamente en su primer tramo: el concerto grosso.
El concerto grosso nace en la esplendorosa Italia barroca de finales del siglo XVII: Alessandro Stradella y Giovanni Lorenzo Gregori son los pioneros en la propuesta formal. En efecto, las obras que integran la interesante colección de Sinfonías-Sonatas de Stradella no son, en rigor, ni sinfonías ni sonatas, sino tempranos concertos grossos. Y Gregori fue, al parecer, quien primeramente utilizó la denominación al publicar, en 1698, su conjunto de Concerti grossi a più stromenti. Unos años más y los admirables 12 Concerti grossi, opus 6 de Arcangelo Corelli, publicados en 1714, vendrían a fijar definitivamente el término, el dispositivo instrumental y la forma musical, esto es, el género.
Una vez hemos dado con el modelo más unánimemente reconocido, recapitulemos y concretemos lo que el concerto grosso es. En lo instrumental, la oposición, contraste o incluso lucha a que alude el título (recordemos la etimología de ‘concierto’) viene dada por la utilización de un grupo instrumental con papel especialmente destacado (el concertino o soli) que se ‘enfrenta’ al grueso instrumental (el tutti o ripieno, es decir, ‘relleno’). En lo formal, el concerto grosso se desmarca de la suite y de la sonata da camera, o sea, de los movimientos de danza, para optar por páginas de lo que podríamos denominar ‘música pura’, sin otras connotaciones o funcionalidades ajenas a la mera especulación sonora y organizativa, y se establece muy habitualmente en tres movimientos, con la consabida sucesión allegro – lento – allegro que es contrastante y, por lo tanto, variada, ‘entretenida’.
El modelo de la opus 6 corelliana fue ampliamente compartido y seguido en Italia: Torelli, Albinoni, Manfredini, Geminiani, Locatelli, A. Scarlatti, etc., y alcanza una cumbre de perfección y belleza en las colecciones L’estro armonico, La stravaganza, Il cimento dell’armonia e dell’invenzione y La cetra de Antonio Vivaldi. Frente a los inspirados y exuberantes italianos, ejemplos ingleses como el de Avison o franceses como el de Leclair palidecen un tanto. Solamente Alemania resiste el tirón y aporta la ‘versione tedesca’ del concerto grosso por medio de sus más gloriosos compositores de este momento del Barroco tardío: no otra cosa son buena parte de los Concertos de Telemann, los de Haendel —singularmente los conciertos para órgano, cuerdas y continuo y los bellísimos que integran su colección de Grand Concertos, opus 6— y los de Bach, sobre todo los abrumadoramente magistrales Conciertos de Brandemburgo, BWV 1046-1051 de 1721, los cuales, además de ilustrar a la perfección sobre la idea esencial del concerto grosso, constituyen un rico ejemplo de variedad instrumental, pues cada uno de ellos plantea una peculiar combinación para el concertino o grupo solista.
Cada compositor importante deja su impronta en la forma, y hasta se diría que hay un color sonoro diferencial para las distintas áreas geográficas europeas, pero los caracteres ‘genéricos’ son reconocibles y entre ellos resulta especialmente notable el del tratamiento de los dos grupos instrumentales puestos en juego, que es individualizado, sin tendencia a la trabazón dialogante ni a la fusión tímbrica.
La edad de oro del concerto grosso es corta o, dicho de otro modo, su evolución hacia el concierto clásico, para solista y orquesta (sellado por Mozart) es rápida: el concertino o soli, pasará de ser un ‘grupo escogido’ a ser un único solista para el que se escribe con acendrado virtuosismo. El tutti dejará de ser un ripieno para progresar hacia un papel coprotagonista, de contertulio, diríamos, pues el concepto de ‘oposición’ instrumental irá progresivamente cediendo ante el de ‘diálogo’.
La forma se extenderá, a lo largo y a lo hondo —como la de la sonata— y, así, el procedimiento de ‘desarrollo’, prácticamente ausente en el repertorio del concerto grosso, será característico del modernísimo concierto, pero, como tantas otras cosas, el modelo y sobre todo el espíritu del concerto grosso reaparecieron en pleno siglo XX, naturalmente en la etapa de los retornos o Neoclasicismo.
Obras de Stravinski y de Bartók, no digamos de Hindemith, se hacen eco del concerto grosso, forma que reaparece, incluso a veces como título, en partituras de Krenek, Copland, Piston, Barber, Vaughan Williams, Bloch… En la etapa neoclasicista de la música española, presidida por el Concerto de Falla —que no se atiene al juego instrumental prototípico del concerto grosso— encontramos mucha proximidad a esta concepción instrumental y formal en la tempranísima Sinfonietta de Ernesto Halffter, tras la que compositores como Bacarisse o Bal y Gay escribieron concertos grossos, como más tarde lo haría Julián Orbón y, ya en nuestros días, Cervelló o Villa-Rojo, entre otros.
Si nos limitamos a observar el ‘espíritu’, es decir, la idea de nutrir el discurso musical mediante la concertación entre un bloque instrumental de papel destacado (concertino) y la orquesta trabajada como bloque (tutti), los ejemplos de obras recientes, españolas y universales, se podrían multiplicar indefinidamente. Así pues, el concerto grosso no solo vive sino que, aunque su aspecto externo haya cambiado mucho, cabe decir que goza de buena salud.