El Concertino da camera para saxofón alto y once instrumentos del compositor francés Jacques Ibert celebra este año su 90 aniversario. Una obra que destaca tanto por su nivel técnico como musical. La composición, que nació tras una reunión en petit comité del saxofonista Raschèr con Ibert en su domicilio, y que no estuvo exenta de ciertas polémicas en su momento, es hoy en día uno de los mayores exponentes del repertorio clásico del saxofón en todo el mundo.
Por Jaime Augusto Serrano
Jacques Ibert: un inicio complicado
El mundo de la música clásica suele dividir en muchas ocasiones a los compositores en dos grupos: los que pertenecen a familias musicales y, por ende, en muchas ocasiones se entiende que gran parte de su genio se debe a la influencia familiar; y los que son una rara avis en su árbol genealógico y su talento surge de forma ingénita en ellos.
Entre las grandes sagas familiares de compositores tenemos a los Bach (Johann Sebastian, Carl Philipp Emanuel, Johann Christian, Johann Christoph Friedrich, etc.), los Mozart (Johann Georg Leopold, Wolfgang Amadeus, Maria Anna ‘Nannerl’ o Franz Xaver Wolfgang) o los Strauss (Johann I, Johann II, Josef o Eduard). Son muchas las familias que han dejado escrito su apellido con letras de oro en la historia de la música. Del mismo modo, también tenemos compositores que han legado su música únicamente a través de su persona. En esta clasificación podemos nombrar a Marianne von Martinez, Franz Schubert, Franz Liszt o Claude Debussy. Los compositores y las compositoras sin lazos familiares con la música representan una mayoría, por lo que los cuatro ejemplos anteriores podrían ser sustituidos fácilmente por otros genios de la composición musical.
El caso de Ibert es diferente a los anteriores, pues, aunque el apellido Ibert se asocia de manera muy intuitiva a Jacques, el compositor parisino tiene algunos lazos familiares muy interesantes. Antoine Ibert, su padre, que tenía la profesión de comerciante como principal ocupación, tocaba el violín en sus ratos libres. No tenemos ninguna evidencia de que Ibert se decidiera por la composición musical por influencia de su padre, pero podemos sospechar que sí le pudo influenciar levemente. La madre de Ibert, Marguerite Lartigue, sí fue una profesional de la música. De ella se decía que era una excepcional pianista y profesora de música que solía realizar recitales de piano. Ella fue la encargada de iniciar a su hijo en la música. A través de esas primeras lecciones con el pequeño Jacques, Marguerite descubrió un talento poco común para la música, en general, y el piano, en particular, en su hijo, por lo que decidió animarlo a continuar carrera profesional por ese camino. Aunque Jacques Ibert no contaba en sus relaciones personales más primarias con ningún familiar que fuera reconocido por su trayectoria musical, sí que tenía un lazo familiar con uno de los grandes compositores de su tiempo: Manuel de Falla. El gran compositor español, natural de Cádiz, era primo de Marguerite Lartigue, y a su vez, amigo y familiar de su hijo, Jacques. Es difícil asegurar que la obra de Manuel de Falla influenció, o al menos, hasta qué punto lo hizo, al genio francés que nos ocupa, pero sí es seguro que ambos conocían la obra del otro y mantenían contacto cercano.
Creemos que la decisión de estudiar y dedicarse profesionalmente a la música, aunque gran parte de la familia de Ibert tenía relación con este arte, fue controvertida en su núcleo familiar. Antoine Ibert tenía una clara predisposición a que su hijo formara parte de la empresa familiar. Su intención era que en el futuro su vástago heredase el negocio de exportación de mercancías al que se dedicaba. Por otro lado, Ibert (hijo), ya había decidido desde su adolescencia que la música sería su futura ocupación. Cuando a la edad de 18 años Jacques terminó sus estudios de bachillerato y estaba preparado para hacer las pruebas de admisión al Conservatorio Nacional Superior de Música y Danza de París (CNSMDP), la empresa de su padre sufrió un duro golpe tras un accidente marítimo de sus barcos. Este incidente hizo que Jacques tuviera que sumarse, en contra de su voluntad, a la empresa familiar para ayudar a su familia a superar ese duro momento.
El joven Jacques, obstinado en su deseo de ser compositor, se matriculó a escondidas de su familia en una escuela de solfeo y armonía y, durante un año, mostró cada trabajó que realizaba a los compositores Falla y Spork. Fue el compositor español el que finalmente logró convencer al joven Ibert de que había llegado el momento de iniciar su carrera estudiantil en el CNSMDP. De este modo, y tras una dura conversación con su padre, Ibert logró el acceso al aula de armonía de Émile Pessard, antiguo profesor de, entre otros, Charpentier y Ravel. Dos años más tarde, en 1912, también lograría el acceso a las clases superiores de fuga y de contrapunto del profesor André Gédalge, donde coincidió con los compositores Darius Milhaud y Arthur Honegger.
Su obra: una relación muy especial con los instrumentos de viento
Uno de los momentos que marcó un punto de inflexión en la carrera de Ibert fue la consecución del Prix de Rome, premio de composición que concedía la Academia Francesa en Roma (de la cual más tarde Ibert fue director entre los años 1937 y 1960) y que ganó con su cantata Le Poète et la Fée. Este premio tiene especial importancia ya que Ibert había parado su carrera compositiva en el año 1914 a causa de la Primera Guerra Mundial, donde fue parte del cuerpo de la Cruz Roja y la Marina. Gracias a su desempeño el gobierno francés le otorgó la Croix de Guerre.
Jacques Ibert fue un compositor polivalente. Entre su producción encontramos óperas, música para películas, obras orquestales con y sin solista y música de cámara. Es complicado otorgarle a alguna de sus obras la presea de ‘la más célebre de su catálogo’, pero podemos decir que las obras más conocidas del autor son Don Quichotte (1932), Le chevalier errant (1936) y Hommage à Mozart (1956). Destaca de manera especial el cariño que el compositor francés tenía por los instrumentos de viento, ya que además de las obras originales para estos instrumentos, arregló varias de sus obras para otros instrumentos a la familia del viento. El catálogo de sus obras para viento se compone de las siguientes obras: 2 Mouvements para dos flautas, clarinete y fagot (1922), 2 Stèles orientées para voz y flauta (1925), 3 Pièces brèves para quinteto de viento (1930), Flute concerto (1933), Pastoral para cuatro flautas de pan (1934), Concertino da camera para saxofón alto y once instrumentos (1935), 5 Pièces en trio para trío de cañas (1935), Pièce para flauta sola (1936) y Mélopée para saxofón alto y piano(sin fecha, publicado en 1973). Entre los arreglos más célebres de sus obras destacan: Aria (1930) para flauta o saxofón alto y piano, transcrita él mismo; Histories (1922), transcrita por el saxofonista Marcel Mule; y L’age d’or (1956), sin arreglista identificado (se cree que fue el propio Ibert a petición de Mule), extracto de Le chevalier errant.
En la producción de Ibert existen tres conciertos para instrumentos solistas: el de violonchelo, el de flauta y el de saxofón. Destaca especialmente el parecido estético de los conciertos de flauta y saxofón, con solo dos años de diferencia en su composición, por lo que creemos que el de saxofón estuvo muy influenciado por el de flauta. Del mismo modo, mientras que estas dos obras tienen una orquestación parecida, aunque no igual, con instrumentos de cuerda y viento en la orquesta (el de flauta también tiene percusión), el Concerto pour violoncelle (1925) destaca por tener solo instrumentos de viento en la parte orquestal.
El Concertino da camera para saxofón alto y once instrumentos
El Concertino, como se le conoce comúnmente en el mundo del saxofón, es una de las obras más interpretadas por los saxofonistas en todo el mundo cada año. La obra, compuesta en 1935 por encargo del saxofonista estadounidense de origen alemán Sigurd Raschèr, consta de tres movimientos: I. Allegro con moto, II. Larghetto, poi animato molto y III. Andante-Allegro.
Ibert, que no había compuesto anteriormente para saxofón, tuvo una reunión en su domicilio con el saxofonista americano en la que este, decidido a persuadir al compositor, interpretó varias obras de carácter virtuoso con el objetivo de demostrar todas las posibilidades que podía ofrecer el instrumento inventado por Adolphe Sax.
Existió un debate sobre quién fue realmente el saxofonista que realizó el estreno de la obra, ya que, aunque fue Raschèr el dedicatario de la composición, el saxofonista Marcel Mule reclamó como suya la primera interpretación de la obra en público. A día de hoy el estreno se atribuye a Raschèr, ya que él pudo presentar documentación sobre dicha ejecución. La primera interpretación sucedió en París el 2 de mayo de 1935 bajo la batuta de Hermann Scherchen, aunque este estreno solo fue parcial. Fue más tarde, el 11 de diciembre de 1935 en Winterthur (Alemania), cuando Raschèr interpretó la obra completa. Se cree que Mule pudo interpretar la obra completa entre estas dos fechas, y por eso reclamó el estreno como suyo.
Más tarde, surgió un nuevo conflicto entre estos dos saxofonistas en relación a los pasajes de la obra que están marcados como ad libitum. Por un lado, Raschèr defendió toda su vida que esos pasajes debían interpretarse en el registro altissimo, ya que durante la composición de la obra él los interpretó así para Ibert. Por otro lado, el saxofonista francés Mule defendía que el mismo compositor le había indicado que tocarlos en un registro tan agudo era solo una posibilidad. Este debate lo cerró el propio Ibert declarando que cada intérprete podía elegir en qué registro interpretar esos pasajes atendiendo a criterios musicales y técnicos.
La obra está escrita para una orquesta de cámara acompañante de once instrumentos: flauta, oboe, clarinete, fagot, trompa en Fa, trompeta en Do, violín 1, violín 2, viola, violonchelo y contrabajo. En su primer movimiento, la obra responde a una estructura típica de sonata (pequeña introducción orquestal, exposición, desarrollo y reexposición). La exposición consta de dos temas bien diferenciados, cada uno de ellos construidos en tres partes. Cabe destacar que, durante el desarrollo, el saxofón toma un lugar secundario dejando protagonismo a cada uno de los once instrumentos que forman la orquesta. La reexposición, sin embargo, no sigue el patrón clásico, ya que solo consta del primer tema del saxofón. El primer movimiento termina con una coda. El segundo movimiento, un tiempo lento, está construido en base a una forma binaria. Existe una pequeña controversia sobre si el concertino está compuesto por dos o tres movimientos, ya que el tercer movimiento se ejecuta en ataca y el propio Ibert no lo nombró en la partitura. Sin embargo, si analizamos la partitura podemos resolver que existe un tercer movimiento con entidad, escrito de nuevo en forma sonata, parecido al primer movimiento sin ser exactamente igual. Es por esto que cada vez más saxofonistas añaden a sus trabajos este tercer movimiento que Ibert no nombró en el índice de su partitura.
El concertino de Ibert es una de esas obras que marcó profundamente el desarrollo del saxofón como instrumento. En el momento de su composición solo unos pocos virtuosos técnicos del saxofón, como los maestros Mule y Raschèr, podían atreverse a ejecutarlo. Con el paso del tiempo ha sido pieza clave en el desarrollo musical y técnico de muchas generaciones de saxofonistas que hoy en día no dudan en incorporarlo a su repertorio habitual.
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