Por José Miguel Usábel
Ravel concibe una obra ambivalente para él mismo, diciendo de ella: «He escrito sólo una obra maestra», para añadir a continuación: «pero no contiene música». En una entrevista para el Daily Telegraph de Londres da las claves para su comprensión: «Deseo que ante todo no se malinterprete. Consiste en un experimento muy especial en una dirección limitada. Antes de su primera ejecución advertí que había escrito una pieza de diecisiete minutos que consistía sólo en un largo e ininterrumpido crescendo. No hay contrastes ni prácticamente invención, a excepción del plan y el modo de ejecución. Los temas son totalmente impersonales -melodías populares de tipo hispano-arábigo-, y la escritura orquestal es simple y directa, sin el más mínimo intento de virtuosismo». Volviendo a la semejanza con los compositores minimalistas, se puede afirmar que el Bolero es también un ejercicio de premeditada monotonía, aunque con un propósito muy diferente. No se trata aquí de introducir a la audiencia en un círculo estático, sedante e hipnotizador, sino de proyectarla a través de un calculado incremento de dosis tímbrica, textural y dinámica hacia un orgiástico clímax conclusivo. Consiguiendo que todo siga siendo igual y, a la vez siempre distinto, Ravel inventa el prodigio de la variación reiterativa.
En el Bolero se manejan muy pocos elementos compositivos, apenas cuatro, que van a constituirse en factores constantes, sometidos a continuas variables tímbricas, dinámicas, a las que se irán sumando, cambios en la textura, cada vez más densa, y la armonización. Nunca se dejarán de escuchar dos ostinatos de dos compases, uno asignado permanente a la caja (ostinato 1), de carácter puramente rítmico, en cuyos ágiles tresillos de corcheas podemos imaginar el repiqueteo de las castañuelas; y otro, que podemos deducir del conjunto de la cuerda grave (ostinato 2), con el cometido de puntuar las pulsaciones métricas y servir de acompañamiento a las melodías. Éstas constituirán dos temas que, repitiéndose, se irán alternando en perfecta simetría. Cada exposición temática va separada por un puente de transición de dos compases, donde quedan al descubierto los dos ostinatos.
Ciertamente ambos temas gravitan sobre la misma nota tónica (Do) y comparten un ritmo sincopado y un perfil melódico ondulante, pero hay muchos indicios para pensar que Ravel buscó premeditadamente una oposición bitemática. El primer tema (1T) no pierde en ningún momento una cierta elegancia apolínea, asentado en la claridad del modo mayor de Do -una escala aséptica y cosmopolita-, formando un periodo melódico partido por una semicadencia en dos frases interdependientes, con un rotundo final descendente por grados conjuntos (véase 1T final) . Su arranque en la tónica (Do) (véase 1T comienzo) adelanta desde un primer momento su constante previsibilidad. Además, a lo largo de la obra le asignará los timbres más dulces (flauta, oboe de amor), las combinaciones instrumentales más delicadas y las armonizaciones más eufónicas (unísonos, consonancias o, a lo más, disonancias suaves). En cambio, el abrupto inicio en el séptimo grado de la escala del segundo tema (véase 2T comienzo) preludia un carácter casi opuesto, con una melodía que presenta una desafiante frase en modo mixolidio, que alternará después con los giros modales de la escala flamenca, que se hace evidente en su típica conclusión cadencial (véase 2T final). Los timbres más sugestivos (fagot, saxo, trombón) vestirán con brillantez sus ondulantes contoneos melódicos y, a medida que avance la obra, expresarán su apasionamiento en una armonización con disonancias que llegarán a la estridencia. Será durante su transcurso cuando se producirá, casi al final de la obra, la abrupta y única modulación, el orgiástico clímax que acompañará la vuelta a la tonalidad principal y el vertiginoso anticlímax con que concluirá la obra.
Sin perder el subtítulo de «poema coreográfico para orquesta», el Bolero, que estrenó Ida Rubinstein como ballet en la Ópera de París en 1928, dirigiendo la orquesta el propio compositor, se desprendió pronto de la plástica coreográfica para convertirse en una aclamada pieza del repertorio sinfónico.
La obra se inicia en pianissimo con una introducción que repite al descubierto los dos ostinatos superpuestos. A continuación, partiendo de la máxima pureza tímbrica, la flauta interpreta la primera melodía (1T) sobre el sucinto acompañamiento de la caja, las violas y los violonchelos. Tras el consabido puente de dos compases, la melodía es retomada por el clarinete, mientras la flauta dobla el ostinato rítmico de la caja, iniciando el incremento progresivo de densidad que va a ir presentando el acompañamiento.
En el puente subsiguiente el arpa se unirá a la cuerda en el marcaje de las pulsaciones métricas, que sustentarán inmediatamente al fagot, encargado de exponer por primera vez la segunda melodía (2T). Su repetición en dinámica incrementada a piano estará a cargo del clarinete en Mi bemol, cuya sonoridad más penetrante, si la comparamos con la del clarinete normal en Si bemol, que había expuesto el primer tema, se adecua a la mayor intensidad expresiva que caracteriza a la segunda melodía.
En el puente de transición el fagot dobla el ostinato rítmico, para acompañar a continuación la vuelta del primer tema en dinámica mezzopiano a cargo del oboe de amor, un instrumento de raigambre barroca, que en su registro mezzosoprano hace honor a su nombre con una profundidad expresiva que no posee el oboe soprano habitual. El acompañamiento de la cuerda se densifica, uniéndose a la viola y violonchelos, los violines segundos y contrabajos. En el puente la trompa tomará el ostinato rítmico, para acompañar después a la segunda exposición del primer tema, instrumentado con la primera amalgama tímbrica de la obra, una novedosa mezcla de flauta y trompeta.
En la transición los contrabajos invierten el intervalo ascendente de quinta (do-sol), que venían repitiendo insistentemente (véase contrabajo), situando el sol en el grave y haciendo que a partir de ahora la resolución en la tónica (Do) sea mucho más contundente. Son ahora las trompetas con sordina las que doblan el ostinato rítmico. Sobre este intenso acompañamiento la segunda melodía irrumpe con la voz del saxo tenor, un instrumento novedoso y exótico dentro del contexto orquestal. La segunda exposición correrá a cargo del saxo sopranino, cuya limitada tesitura le obliga a ser relevado por el saxo soprano en los graves conclusivos.
En los dos compases intermedios las trompas y las flautas doblarán el ritmo de la caja, introduciendo el primer tema, que se presenta con una curiosa mezcla tímbrica (flautines, trompa y celesta), todavía al unísono, dando como resultado un efecto acústico de sugerencias organísticas. La dinámica ha ascendido a mezzoforte y los segundos violines y el clarinete bajo se unen al acompañamiento. En la transición las trompetas retoman el ostinato rítmico y las cuerdas densifican la textura con balanceantes arpegios que se extienden a lo largo de tres octavas, para servir de soporte a continuación a una reexposición del primer tema a cargo de los oboes, corno inglés y clarinetes. Por primera vez el oboe de amor rompe el unísono con una consonancia de quinta.
En la siguiente transición las cuerdas abandonan los arpegios para empeñarse en un cometido rítmico y métrico (las violas toman el ostinato1y el resto realiza el ostinato 2). Sobre esta sólida base va a desplegarse el famoso solo de trombón sobre el segundo tema, salpicado de glisandos, en un registro muy agudo, el mismo que utilizó el fagot en ela primera presentación de la melodía. Esta atmósfera burlona se incrementa en la repetición del tema, donde la armonización en paralelo del viento madera incluye una punzante disonancia entre los flautines y los clarinetes, a la vez que la dinámica pasa a ¡forte!
En el puente transitorio aparece por primera vez el timbal, marcando las pulsaciones métricas, para acompañar después a un grandioso unísono sobre 1T, en el que los primeros violines se estrenan en la interpretación de la melodía, uniéndose al coro de la madera, mientras el resto de la cuerda, fagot, contrafagot, trompas y arpa se encargan del acompañamiento. En la reexposición el saxo tenor se integra en el grupo encargado de la melodía, armonizada ahora en tríadas paralelas, que parten del acorde de Do mayor.
La densidad de la textura se espesa aún más en la reaparición del segundo tema en poderoso unísono con el añadido de la trompeta para la melodía y la tuba para el acompañamiento. En su reexposición la melodía se ve reforzada por la adición del saxo sopranino, un trombón, violas y violonchelos, en armonía paralela que parte de la deformidad de un acorde de quinta disminuida.
En la transición la dinámica pasa a fortissimo, manteniéndose así hasta el final de la obra, y las maderas y las cuerdas, éstas en cuádruple divisi y pizzicato, se integran en el acompañamiento reiterando el ostinato rítmico, para dar paso a la última exposición del primer tema, que esta vez no se repetirá, a cargo de las trompetas, flautas, saxos y violines primeros en una armonización que incluye suaves disonancias de encanto impresionista.
La última exposición del segundo tema (¡lo más fuerte posible!) contará con la presencia del trombón, mientras las trompetas se empeñarán en punzantes disonancias. En el momento en el que la melodía debería iniciar la supuesta progresión cadencial descendente, toma por el contrario un inesperado derrotero ascendente para desembocar abruptamente en la tonalidad de Mi mayor, donde se mantiene apenas ocho compases en forma variada, volviendo a continuación a la tonalidad principal de Do mayor en un estallido climático que introduce la percusión más llamativa, el tamtam, el bombo y los platos, a la vez que los trombones emiten báquicos glisandos. De pronto, como una auténtica descarga sexual, una escala flamenca descendente conduce el tutti hacia un instantáneo acorde conclusivo de Do mayor.