Por Andrés Moreno Mengíbar
Don Carlos-Don Carlo
En la década de los sesenta del siglo pasado era indiscutible la supremacía mundial de Verdi en el universo operístico. Las principales capitales europeas se disputaban el honor de estrenar una nueva composición del maestro. En San Petersburgo se estrenó el 10 de noviembre de 1862 La forza del destino; el mandatario de Egipto quería inaugurar el Canal de Suez con una nueva partitura verdiana. La Ópera de París no podía ser menos y existía ya el precedente de la première parisina de Les Vêpres Siciliennes en 1855, así que para dar mayor solemnidad a los fastos de la Exposición Universal de 1867 se decidió encargar una nueva ópera al genio de Busseto. Verdi aceptó, tras sopesar la posibilidad de componer una ópera sobre El rey Lear o, incluso, sobre la figura de Cleopatra, volvió la mirada hacia su admirado Schiller y seleccionó como argumento el Dom Karlos, Infant von Spanien. Joseph Méry y Camille du Locle serían los encargados de darle forma al libreto francés, un libreto que tendría que amoldarse a las convenciones de la Ópera parisina, esto es, cinco actos y el inevitable ballet, lo que daba como resultado una enorme duración. Sobre la partitura original, y una vez comprobada en los ensayos la larga duración de la obra (los asistentes de las afueras de París no podrían coger el último tren y tampoco se quiso adelantar la hora de comienzo para no obligar al público a tener que cenar demasiado temprano), Verdi tuvo que efectuar diversos cortes, dando fin a una partitura que sería estrenada el 11 de marzo de 1867. Nuevos cortes (que afectaron al cuarto acto) fueron realizados en la segunda representación dos días más tarde.
Verdi volvió a encontrarse con el obstáculo de los horarios nocturnos cuando años más tarde decidió acometer la transformación del Don Carlos francés en el Don Carlo italiano. En carta del 3 de diciembre de 1882 escribía a su amigo Giuseppe Piroli. “Reduzco a cuatro actos el Don Carlo para Viena. En esta ciudad, sabéis que a las diez de la noche los porteros cierran la puerta principal de las casas y a esta hora todos comen y beben cerveza y gâteaux. En consecuencia, el teatro, es decir, el espectáculo debe haber acabado para entonces”. Esta segunda versión (en la que sólo se salva del primer acto original el aria de Don Carlos “Io la vidi”), con libreto italiano de Achille de Lauzières y Angelo Zanardini, sería estrenada finalmente en la Scala milanesa el 10 de enero de 1884 y es la que usualmente sube a los escenarios desde entonces. Pero Verdi debía tenerle especial cariño al primer acto de la versión original (el llamado “Acto de Fontainebleau” por desarrollarse en los jardines de tal castillo), que además plantea la raíz de todo el conflicto argumental, el (históricamente inexistente) encuentro y el amor entre Isabel de Valois y el príncipe Carlos, porque sólo dos años más tarde decidió afrontar una tercera revisión de la obra, recuperando todo ese primer acto y suprimiendo el ballet. Esta versión se estrenaría en Módena el 26 de diciembre de 1886. En 1970 el musicólogo Andrew Porter encontró los pasajes eliminados por Verdi en el estreno parisino. El teatro de La Fenice montó en 1974 una producción con la primera intención de Verdi, una vez solucionados gracias al automóvil los problemas de horarios de metros y trenes. Para finalizar, la edición crítica de la partitura realizada por Ursula Günther y Luciano Petazzoni aún pudo aportar algunos fragmentos novedosos, y así fue llevada a la escena por el Teatro alla Scala en diciembre de 1977. Así que cualquier teatro que quiera programar este título tiene realmente dónde elegir.
El argumento de esta ópera bascula sobre la coexistencia de un doble conflicto. Por un lado, la tensión provocada por la rivalidad entre Felipe II y su hijo Carlos por el corazón de Elisabetta, si una vez prometida del Príncipe, ahora esposa del Rey. En segundo lugar, el enfrentamiento político entre Rodrigo, defensor de los derechos de los flamencos a su independencia y un Felipe II insensible que gobierna los Países Bajos con la mano de hierro del Duque de Alba. Si recordamos la inquietud política por la libertad que alentó siempre a Verdi es comprensible que el compositor haya prestado más atención a esta segunda dimensión del argumento, diseñando con mayor finura psicológica y más refinada escritura musical la atormentada figura del monarca (deteniéndose en la consideración de la soledad del poder, un tema querido a Verdi y que ya apareció en I due Foscari y en Simon Bocanegra) y la apasionada defensa de las libertades de Rodrigo. Fue éste uno de los pasajes que más preocupaciones le dio a Verdi. Acuciado por los problemas de duración de la obra y, sobre todo, por encontrar el preciso lenguaje musical más eficaz a la hora de transmitir la tensión entre Tradición (Felipe II) y Modernidad (Rodrigo), el compositor realizó diversas versiones y alteraciones a lo largo de los años. Comparando las redacciones originales de 1867 (las de antes y después del ensayo general y las hechas tras la tercera función) y la de 1884 se observa perfectamente cómo el paso de los años y la maduración del estilo expresivo verdiano transforman el dueto original, más pegado a las tradiciones (duetto en tres partes culminadas con una cabaletta), en un auténtico diálogo cantado, con un canto conversacional no atado a formalismos y que va serpenteando en función del sentido de las palabras, hasta culminar en los amenazadores acordes que subrayan la advertencia final del rey: “Ti guarda del Grande Inquisidor!”.
Conflictos cruzados
El conflicto amoroso es, en este sentido, algo relativamente secundario, complicado además con la ingerencia de la Princesa de Éboli, ex-amante del Rey, enamorada de Carlos y celosa de la Reina. Aún así, la mano maestra de Verdi no podía dejar de estampar su indeleble huella en los dúos entre Carlos y Elisabetta o en el sobrecogedor monólogo de ésta ante la tumba de Carlos V (“Tu che le vanità”). Pero puestos a recomendar una escena verdaderamente sobrecogedora por la tensión psíquica y la audacia musical que arroja, seleccionaríamos el arranque de la primera escena del acto tercero, que comienza con un sombrío monólogo (“Ella giammai m’amó”) en el que Felipe II reconoce amargamente que Elisabetta nunca lo amará de verdad, y continúa con el diálogo (un fabuloso duelo vocal entre dos bajos) del rey con el Gran Inquisidor, cuando éste le recomienda que por razón de Estado Rodrigo y el Carlos deben morir. Sin lugar a dudas, este diálogo entre el monarca y el máximo dirigente del tribunal de la fe era para Verdi el auténtico corazón del drama. Ya desde las primeras cartas cruzadas con los libretistas insistió en que quería que se caracterizase al Inquisidor como un anciano y ciego. Representa, de este modo, la ceguera ante la realidad, la negativa a admitir la evolución de las ideas, la ciega cerrazón ante una lectura literal y excluyente de los textos sagrados, lo cual enlaza a la perfección con las inquietudes espirituales y políticas de Verdi por aquellos años en que, habiendo aceptado el puesto de senador de la nueva Italia, tiene que contemplar con desesperación cómo el Papado se había erigido en el máximo oponente de la construcción del nuevo estado italiano e impedía el anhelo de establecer en Roma la capitalidad de la nación recién unificada. Basta con escuchar el ritmo pesante de las cuerdas graves que acompaña la llegada y la intervención del Inquisidor y el angustioso crescendo con que culmina la advertencia a Felipe de que el Trono siempre debe estar sometido al Altar para comprender la esencialidad crucial de esta escena como nudo absoluto del drama.
Verdi en la encrucijada
El análisis del estil o musical de esta ópera demuestra de manera fehaciente el momento de reflexión y de reformulación expresiva que Verdi abordaba en aquellos momentos. Podemos encontrar pasajes claramente vinculados con el pasado y con la tradición lírica, que reproducen esquemas formales claramente reconocibles por el público. En su mayor parte están relacionados con el personaje de Rodrigo, diseñado argumental y musicalmente como un prototipo heroico, como un personaje romántico cuya identidad musical se remonta a la de los héroes operísticos de los años 40 y 50 del siglo XIX. Su primera intervención, en el duetto con Carlos culmina con un juramento solemne cantado de manera exaltada en las clásicas terceras paralelas de la tradición belcantista. Lo mismo ocurre con su cantabile en dos estrofas con la misma melodía “Carlo, ch’è solo il nostro amore” y con su participación en el terceto con Carlos y Éboli, especialmente en la stretta final “Trema per te, falso figliolo”, que nos recuerda a algunos momentos de Rigoletto, por ejemplo. Evidentemente, el momento más atado al pasado es la obligatoria escena de grandes masas del Auto de Fe y el ballet, los tributos que debía pagar cualquier compositor que quisiera estrenar en la Ópera de París. Como curiosidad cabe mencionar que el ballet, titulado “La Peregrina” cuenta la historia de un pescador que encuentra una soberbia perla que, realmente existió y existe con ese nombre. Le fue entregada como regalo a Felipe II y con el tiempo pasaría a adornar el cuello de Eugenia de Montijo, a la sazón emperatriz de los franceses cuando esta ópera se estrenó. En la actualidad forma parte del legado de la recientemente desaparecida Elizabeth Taylor, que la recibió como presente de su ex-esposo Richard Burton.
Pero de manera yuxtapuesta a este estilo más tradicional también encontramos momentos en que Verdi experimenta con la relación música-palabra, buscando un lenguaje libre de formalismos y que se desenvolviese con la naturalidad del lenguaje hablado. Algunos de estos momentos obedecen a la reescritura de 1884, pero otros estaban ya en la redacción original de 1867. El más impresionante de todos estos momentos es la ya mencionada sucesión del monólogo de Felipe II “Ella giammai m’amò!” y el diálogo (ya no podemos hablar de duetto) posterior con el Gran Inquisidor. Pocos momentos existen en todo el universo de la Ópera de mayor intensidad expresiva ni de mayor variedad de acentos y de recursos que la reflexión del monarca sobre su soledad y sobre su inevitable destino de infelicidad personal, con ese compungido acompañamiento del violonchelo.
A pesar de la ambientación netamente española de la ópera, el color local apenas si aparece en la partitura. Tan sólo en la “canzon saracina” que entona la Princesa de Éboli en el primer acto pueden sonar ciertos ecos del ritmo del bolero y de los melismas flamencos que, de seguro, Verdi escuchó durante su viaje por Andalucía en la primavera de 1863.
Por si la elección de la versión de esta obra no fuese ya un problema, para los teatros que la programen se presentan otros retos aún más acuciantes. En primer lugar, se necesita saber conjugar en la producción escénica (como ocurre también en Aida) el ambiente intimista de los conflictos afectivos de la trama (relación padre-hijo, amores cruzados, celos) y la espectacularidad de escenas como el Auto de Fe del segundo acto. En segundo lugar se sitúa un desafío aún mayor, el de encontrar las voces apropiadas. Don Carlo(s) es sin duda una de las partituras de Verdi más exigentes en cuanto a los medios vocales necesarios; nada menos que con seis solistas de primera categoría, especialistas en el canto verdiano (lo que no es tan fácil hoy día), deben contar los directores musicales: dos bajos (Felipe II y el Gran Inquisidor), un barítono (Rodrigo), un fogoso tenor (Don Carlos), una soprano lírica o spinto (Elisabetta) y una mezzo o soprano dramática (Éboli), además de otros once papeles secundarios y sin olvidarse de un nutrido coro. Todo esto justifica el que resulte hoy tan difícil presenciar en directo un Don Carlo(s) redondo y sin fisuras. Para solucionar el problema contamos, sin embargo, con una buena discografía, algunas de cuyas muestras pasamos a revisar a continuación. Los solistas aparecen citados en el siguiente orden de personajes: Don Carlos, Elisabetta, Princesa de Éboli, Rodrigo, Felipe II y Gran Inquisidor.
Versiones discográficas recomendadas
Luciano Pavarotti, Daniela Dessì, Luciana D’Intino, Paolo Coni, Samuel Ramey, Alexander Anisimov. Orquesta y Coro del Teatro alla Scala. Director: Riccardo Muti. EMI 7-54867-2. 3 CD. DDD
Grabación en directo en el Teatro alla Scala en diciembre de 1992, resulta prueba irrefutable de lo infundadas de las críticas que Pavarotti recibió tras la primera representación. El gran tenor, a pesar de ciertas tiranteces en la zona aguda, da una verdadera clase magistral de canto verdiano, con un fraseo envidiable y una belleza tímbrica hoy día por desgracia perdida. Daniela Dessì otorga con su límpida voz una muy atractiva faceta lírica y ensoñadora al papel de la atormentada Elisabetta. Soberbia está Luciana D’Intino en una Éboli llena de nervio y con arrebatos histéricos de gran sabiduría dramática. Las voces graves, sin embargo, desmerecen del resto del reparto. Coni, a pesar de un atractivo timbre vocal, canta de forma bastante ruda. A Ramey y Anisimov les falta la precisa profundidad vocal y dramática de sus respectivos personajes. Muy efectista es la dirección de Muti, que imprime unos tempi vivos y trepidantes, sin por ello dejar de matizar sabiamente donde se hace preciso. Magnífica toma de sonido.
Roberto Alagna, Karita Mattila, Waltraud Meier, Thomas Hampson, José Van Dam, Eric Halfvarson. Choeur du Théâtre du Châtelet. Orchestre de Paris. Director: Antonio Pappano. EMI 7243-5-56152-2-0. 3 CD. DDD
Grabación en vivo durante las representaciones que tuvieron lugar en el Théâtre du Châtelet de París en marzo de 1996. Se ofrece como una de las ofertas discográficas más atractivas de hoy día. Primero, por tratarse de la única que incorpora el original francés en cinco actos (sin ballet) según la edición crítica de Ursula Günther, con importantes fragmentos recuperados. Y, en segundo lugar, por presentar un brillante y compacto elenco vocal con algunas de las más frescas voces del presente mundo lírico. A la voz de Alagna parece venirle como un guante el personaje atormentado de Don Carlos. Mattila le da apropiada réplica con una preciosa voz y el dramatismo que precisa su personaje. Meier despliega una personificación de la Éboli llena de matices. Hampson sabe otorgarle al personaje de Rodrigo esa dimensión heroica, romántica e incluso un poco trasnochada con que lo vistió el propio Verdi. Van Dam, por su parte, resalta con su interpretación la faceta más humana, más sensible, de Felipe II, lejos de los sonidos cavernosos a los que estamos acostumbrados en otras versiones. Con una magnífica Orquesta de París y un mediocre Coro del Châtelet, Pappano dirige de forma solvente pero irregular, con momentos brillantes y otros más rutinarios. Sonido excelente.
Richard Margison, Galina Gorchakova, Olga Borodina, Dmitri Hvorostosvsky, Roberto Scandiuzzi, Robert Lloyd. The Royal Opera Chorus. The Orchestra of the Royal Opera House. Director: Bernard Haitink. PHILIPS 454-463-2. 3 CD. DDD
Lo que a priori parecía una oferta altamente atractiva, con algunas de las voces eslavas más en candelero actualmente y con un afamado director al frente de unos reputados conjuntos, se convierte al poco de iniciar la escucha en decepción. A estas alturas, cuando está ya plenamente asumida la versión original de esta ópera, la opción por la edición italiana en cuatro actos se aventura como algo anacrónico para 1996, año de la grabación. Haitink no está en sus mejores momentos precisamente frente a la partitura verdiana: ralentización soporífera de los tempi, ausencia de espectacularidad y grandiosidad allí donde sería preciso, confusión de los planos sonoros en momentos claves. Claro que tampoco los ingenieros de sonido anduvieron finos en la grabación. En cuanto a las voces, sólo se salvan (y con nota) una espléndida Borodina, un estupendo Lloyd y un algo más que pasable Hvorostosvsky. La voz de Margison es totalmente inapropiada para el personaje, con una emisión abierta, fluctuante, insegura y excesivamente quejumbrosa. La Gorchakova merece papeles de más densidad que el de Elisabetta; las tonalidades oscuras de su voz hacen poco creíble su encarnación de la Reina. Por último, el Felipe II de Scandiuzzi es plano y lastimero por mor de un vibrato poco controlado.
Plácido Domingo, Katia Ricciarelli, Lucia Valenti-Terrani, Leo Nucci, Ruggero Raimondi, Nicolai Ghiaurov. Coro y Orquesta del Teatro alla Scala de Milán. Director: Claudio Abbado. DEUTSCHE GRAMMOPHON 415316-2. 4 CD. DDD
Grabada en 1984, esta versión tiene el mérito de ofrecer por primera vez la intención original de Verdi, aunque opta por incluir como apéndices los fragmentos suprimidos antes de la première parisina. Es, además, la única grabación que inserta el ballet “La Peregrina”. Nos encontramos ante uno de los elencos más sólidos, más compactos y que mejor parecen moverse a través de esta composición. Los conjuntos de la Scala se encuentran como en su casa entre unos compases verdianos que han interpretado en numerosas ocasiones. Abbado, por su parte, revalida sus versiones anteriores y mantiene el brío y el ritmo sin desfallecer. El conjunto vocal es de una altísima solvencia verdiana. Plácido Domingo presta sus acentos heroicos al personaje de Don Carlos, que encuentra la contrapartida perfecta en la lírica y soñadora Elisabetta de Ricciarelli. Valenti-Terrani borda una Éboli de referencia, plena de dramatismo. Ghiaurov parece encontrarse más a gusto en el papel del Gran Inquisidor que en el de Felipe II (véase la grabación de MYTHO aquí reseñada), un papel que aquí desarrolla con credibilidad Ruggero Raimondi. Por último, Leo Nucci demuestra lo justamente ganada que tiene la fama de gran barítono verdiano.