Texto: Sofía M. Gascón
Ilustración: Iciar L. Yllera
Hubo una noche en aquel julio de 1813 en la que no se movió una brizna de viento, y el agua de los canales venecianos apenas hacía más que vibrar, húmeda, en el aliento del aire. La noche tenía un negro obtuso y torpe que luchaba contra la luz de las farolas que rallaban la calzada con dorados y sombras. Allá, por la avenida más amplia, una muchedumbre reía, cantaba, bailaba, y se dispersaba como hormigas tras un severo pisotón. Mientras tanto, las terrazas de un afamado restaurante de la zona se dibujaban iluminadas de flores en lo alto de una fachada cubierta por una cristalera de vidrio tembloroso y madera vieja. De esas que huelen a historia, cuero y vela, a vino vertido, a coñac, a queso curado y fresas.
Y allí arriba en lo alto, de donde partía la nada hacia el todo, una hormiguita distinta a las demás se disponía a cobrarse una buena cena.
—Buenas noches. Tengo mesa reservada para dentro de… —mira el reloj— dos minutos.
—¿Me permite su nombre, caballero?
—Rossini. Gioachino Antonio Rossini. Pero si no le importa, o no desea enemistarse conmigo, le ruego no me llame ni Antonio ni Gioachino. Basta con Rossini.
—Cómo no, señor Rossini. ¿Desea mesa solo para uno, como siempre?
—Por ahora.
—Bien, acompáñeme. Le hemos guardado su mesa del balcón. Espero que sea de su gusto.
—Muy bien.
—Le traeré la carta.
—No es necesario. Pediré… Pediré unos…
—Macarrones —le interrumpe risueño el camarero.
Rossini alza la mirada hacia el muchacho con desconcierto.
—¿Por qué macarrones?
—Bueno, señor, es que usted siempre hace lo mismo. Siempre viene aquí los viernes a las 20.00 horas con puntualidad inglesa. Siempre cena en la misma mesa, solo, los mismos macarrones. No vaya usted a pensar que eso es algo malo. En absoluto, solo quería decir que es usted un hombre de rutinas.
Rossini farfulla, incómodo…
—Muy bien, pues hoy crearemos algo nuevo. ¿te parece? Hoy voy a permitirme la licencia de reinventarme. Pediré un risotto.
—Muy bien, señor. Si me permite recomendarle algo de la carta, de postre tenemos unas uvas fantásticas.
—No, gracias. No me gusta el vino en pastilla. Pero te agradeceré que me traigas mi vino de siempre.
—Muy bien, señor. Aquí tiene. ¡Ah! Me advierten en cocina de que debo avisarle de que el risotto tardará todavía unos cuantos minutos.
—No me importa, esperaré componiendo.
Qué extraños seres son los humanos. Qué banales y efímeros… A mi alrededor todos ríen, y ni siquiera tengo claro que haya algo concreto que sea lo que les produce esa risa. Solo ríen porque quieren ser felices, una sonrisa es algo barato y al alcance de cualquiera. Aunque está claro que hay veces que es mejor no sonreír. Como esa señora, por ejemplo… Se le ha quedado un trozo de tomate de sus macarrones entre los dientes… diablos… debería haber pedido macarrones.
Por otro lado, no me imagino lo que será vivir en sus mentes. En la mía no hay cabida para lo extraordinario más allá de la música. Y es que esta nueva ópera que tengo entre manos sé que triunfará. Solo necesito acabar el aria “Di tanti palpiti” de mi próxima obra, Tancredi. Mientras tanto, este chico solo se preocupa de entender por qué siempre pido macarrones. Diablos… ¿pues por qué será? Porque me gustan y así no tengo que pensar si me habré equivocado o no, ni tendré estas estúpidas conversaciones en mi cabeza mientras trato de acabar el aria de mi obra.
Y tras una extensa verborrea mental, una extrañación de alegría corta el aire.
—¡Camarero! Ya he terminado el aria. Ahora hágame el favor y tráigame mis macarrones.
Deja una respuesta