Texto: Sofía M. Gascón
Ilustración: Iciar L. Yllera
Creo que no soy como todos. Las personas normales siempre saben lo que decir, y el momento exacto para decirlo. Saben cuándo deben ser respetuosos y guardar las distancias y darse cuenta de cuándo alguien ha bajado las barreras de defensa, y espera algo de ti. Las personas de a pie saben cuándo se espera de ellos un abrazo, o lo que es mejor, recibirlo. Y a mí me dan miedo tantas cosas… Casi podría decirse que me da miedo todo lo que no pasa en mi interior. Por eso me encierro aquí dentro. Porque aquí todo está en calma, no molesta ni hace ruido. Nadie grita ni me apretuja, ni se decepciona con mis rarezas. Aquí dentro hay una sombra apacible y sobrecogedora. Fría y seca, desde la que me arropo, y me siento seguro. Y es entonces, justo desde allí, cuando puedo mirar por la ventana los días de otra gente. Todos llenos de sol, calor, sudor, sonrisas y cortesía. Yo prefiero quedarme con el frío tenue, que, como una promesa, te asegura siempre una buena manta.
Lo malo viene cuando intento salir de mí, para hacer lo que se supone que debería hacer según los de allá fuera. Hablar es algo que no llevo muy bien. Y cuando lo intento siento que todas mis palabras se tropiezan, se enredan y chocan entre sí. Rebotan para arriba y para abajo, golpeándose contra las paredes del interior de mi cabeza, hasta que la más torpe y magullada se me escurre entre los labios. Y no sé cómo lo hago pero al final siempre acabo escupiéndolas todas. Y no es porque se me llene la boca de ellas, sino porque me da asco tenerlas ahí dentro.
Después de mil intentos fallidos de parecer un ser humano decente, siempre me agoto, me vuelvo a encerrar en casa y en mis adentros y me doy una ducha para limpiarme las palabras que se me hayan podido quedar pegadas. Algunas en las comisuras de los labios, otras por la barbilla, en mi ropa y bajo las uñas. Las lavo bien, con cepillo, agua tibia y amoniaco. Para que no quede vestigio de su tacto. Una vez limpio de todo atisbo de normalidad, me arropo con mi aterciopelada sombra y me meto bajo su manta. Y ahí dentro nada me toca ni me mancha. Ni tengo que decir una palabra. No acostumbro a utilizarlas. Prefiero oír, sentir, volar, soñar… Y, como diríais vosotros, compongo. Aunque a mi modo de ver, más bien me componen ellas a mí. Las notas, digo. A ellas sí las abrazo. Y cuando ellas me abrazan a mí, y nos revolcamos por mi frío, todo se vuelve sol, sonrisa y sonido. Pero este para bien. ¿Entendéis la diferencia? Mi calor, mi sol, mi luna y todas las notas que nos escribimos los unos a los otros y que, por lo tanto, nos acompañan siempre. ESAS, son luces de verdad. Esas sí me las creo. Y a veces incluso, sonamos a la vez y siento que ese es mi auténtico «dentro». Y que cuando vosotros escucháis música, sin saberlo, estáis mirándome por vuestra ventana de dentro, intentando entender lo que pasa al otro lado de los conceptos. Y pensáis que solo nos separa un cristal, cuando en realidad nos separa todo un pentagrama.
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