Por Tomás Marco
Si es verdad que los músicos de auténtica vocación viven principalmente ‘para’ la música, no cabe duda que aspiran también a vivir ‘de’ la música. Es verdad que una cierta versión burguesa del romanticismo decimonónica decidió que el artista en general, y el músico en particular, tiene que pasarlo muy mal, sufrir mucho, tener hambre si es posible, para lograr obras inmarcesibles con las que el resto se entretenga. Pocos sostienen ya esta visión beocia, e incluso se entiende que los músicos pretendan comer todos los días y tener un cierto confort, pero lo cierto es que a nadie le preocupa mucho de qué viven los músicos. Se supone que de su música, pero eso dista de ser una realidad simple para convertirse en un problema complejo.
Durante muchos siglos, en el llamado antiguo régimen, los músicos podían vivir de la música si cumplían una función práctica que más que con la actividad artística tenía que ver con una utilidad inmediata. Una de las salidas más frecuentes, y también la más habitual desde la caída del Imperio Romano, fue la iglesia. Un músico era un cantor de iglesia que, más tarde, incluso podía componer. Poco a poco, fue un oficio reglamentado, sujeto a oposiciones y a la muestra pública de su destreza más que de su talento. Se podía ser chantre, organista titular de una iglesia o, en la cúspide, Maestro de Capilla de la misma. Se servía a la iglesia como intérprete o como compositor de músicas que eran para una práctica concreta dentro de los oficios. Eran profesiones remuneradas y, aunque la historia nos dice que no siempre eran bien ni puntualmente pagados, los músicos acababan viviendo de eso.
Otra salida, incipiente en la Edad Media pero más y más floreciente desde el Renacimiento, era el servicio de una corte a la que se entraba para tocar, cantar o componer lo que esa corte necesitaba. Y si las mayores y más prestigiosas solían ser reales, también otros aristócratas mantenían una actividad musical remunerada. Pensemos que Boccherini en realidad no era músico del rey de España sino de un infante y que Haydn se convirtió en una celebridad europea al servicio del Príncipe Esterhazy y no del emperador austriaco.
Hay en esas épocas una minoría de músicos que ejercen libremente su profesión, pero, o bien eran músicos populares dentro de la juglaría, que siempre andaban en los aledaños de la mendicidad, o ricos aristócratas que hacían música por afición y no necesitaban para nada ganarse la vida con la música, cosa que ocurría con la mayoría de los trovadores, también burgueses, que ejercían otro oficio como se muestra en Los maestros cantores wagnerianos. Hay, incluso, ejemplos de grandes músicos aficionados, como lo era Benedetto Marcello, que se conceptuaba a sí mismo como ‘dilettante in musica‘, o como Carlo Gesualdo que era Príncipe de Venosa y se permitió componer unos madrigales avanzadísimos para la época porque no tenía necesidad alguna de complacer a nadie con ellos.
El problema nace con el nuevo régimen de la Revolución Francesa, que presuntamente libera al músico y lo lanza a vivir libremente de su arte. La transición le pilló a Mozart y se lo llevó por delante. Empezó al servicio del arzobispo Colloredo, se relacionó muy mal con él e intentó vivir como compositor y pianista libre en una Viena que lo trató cochambrosamente, por mucho que ahora lo adore, y le hizo morir poco menos que en la miseria. Pero ya Beethoven, aunque se buscase patrocinadores, vivió como un compositor libre desde el principio. Hasta él, los músico, tocaran o compusieran, o ambas cosas, que era lo frecuente, eran servidores más o menos distinguidos y todos sabemos que Haydn vistió con toda dignidad la casaca de criado.
Vivir de su público y de su obra no fue nada fácil para los músicos del XIX, salvo que fueran extraordinarios virtuosos. Tomemos por ejemplo el caso de Chopin. Todos pensarán que vivía de sus obras y sus recitales. Nada de eso. Chopin dio pocos conciertos a lo largo de su vida y sus obras se editaban y vendían pero sin mucho beneficio. El vivió en realidad de su reputación como profesor de piano que le proporcionaba adinerados alumnos (especialmente alumnas) de alto standing europeos que pagaban sus clases muy bien, pese a lo cual sus ingresos fueron siempre irregulares. La enseñanza fue ciertamente un refugio que fue aumentando con el tiempo y la proliferación de conservatorios, pero la verdadera fuente de ingresos en el siglo romántico fue el teatro: la ópera era la principal de un compositor y el refugio de los intérpretes. Algunos, como Rossini, se hicieron ricos, y también Verdi aunque le costó más tiempo y esfuerzo. Esa es también la razón de por qué los compositores españoles de ese tiempo se refugiaron en la zarzuela. De los demás géneros no se podía vivir ya que la música sinfónica y de cámara se hacían esporádicamente.
Hasta el siglo XX los compositores e intérpretes intentaban vivir de la taquilla de sus conciertos, cuyas entradas representaban el coste real del mismo. Pero andando el siglo XX, los conciertos empiezan a ser subvencionados cada vez más y su coste en taquilla no es real. Esto es un mal para los compositores ya que, aunque es el momento en que aparecen las leyes de propiedad intelectual, siempre cicateras y tratando infinitamente peor a un artista que a un terrateniente, estas se mantienen siempre fieles no al criterio del coste del concierto sino de la taquilla obtenida.
A finales del siglo XX, la música culta es siempre subvencionada de una manera o de otra, o bien porque las instituciones públicas le dedican dinero, o, como en el caso americano, porque le conmutan impuestos a los patrocinadores. De esa manera muchos intérpretes pueden vivir y no solo los solistas sino las orquestas, que encuentran una posibilidad de mantenerse por esa vía. El problema de los compositores queda peor porque está al albur de los concursos o de los encargos. En España las cosas han ido mejorando, dentro de la precariedad, desde una postguerra en la que aún puedo recordar cómo los músicos de Madrid estaban abocados al pluriempleo, incluso los de la primera fase de la Orquesta Nacional, y muchos acudían por la mañanas a la calle Sevilla a ver si los contrataba alguien para una boda o entierro y se ganaban unos duros. Hoy puede parecer chocante, pero era una manera muy habitual de que los músicos pudieran comer de vez en cuando.
Ciertamente, la música ha conseguido en el último cuarto de siglo llegar en España a unas cotas que probablemente nunca había conocido antes. No es que nunca se haya atado a los perros con longaniza, pero al menos se podía vivir decorosamente. Pero todo ello puede irse al garete en muy poco tiempo, de hecho ya empiezan a verse síntomas de que empieza a ocurrir. El número de conciertos se ha reducido drásticamente, la situación de algunas orquestas empieza a ser preocupante y todo el mundo sabe, y además acepta, que hay que trabajar el doble por la mitad. Pero hasta eso parece insuficiente porque ya empieza a no pagarse prácticamente nada en muchos casos y se empiezan a aprovechar de los que viven para la música pero ya no pueden vivir de la música. En aras de la continuidad artística hoy hay que hacer muchas cosas gratis sin que casi te den las gracias. Y por si fuera poco, la historia del IVA cultural ha rematado la cuestión. Entre tanto, las autoridades competentes en cultura, y por consiguiente en música, miran para otro lado y, como mucho, dicen que es cosa de Hacienda, como si Hacienda fuera de Marte o perteneciera a otro gobierno. Incluso la enseñanza empieza disminuir y cerrarse, toda, pero más la musical.
Ahora la pregunta de qué viven los músicos empieza a carecer de respuesta válida. Ni siquiera se pueden ir ya a la calle Sevilla porque en las bodas actuales se ponen discos. Se dice que la música tiene muchas salidas. Las principales de los músicos ahora mismo son las de otras profesiones: Barajas y El Prat.