«Una sinfonía debe ser como un mundo: debe contenerlo todo», sentenció Gustav Mahler pocos años antes de su muerte. El testigo: Jean Sibelius, con quien discutía en 1907 acerca del sentido de la sinfonía. Mahler, quien afirmó incluso que al igual que la sociedad se precipitaba al caos, la sinfonía también debía representar esa entropía, culminó 100 años de Romanticismo sinfónico que marcaron la vía de la evolución del arte y reflejaron los avances y devenires de la humanidad. Cuatro nombres: Beethoven, Schumann, Brahms y Mahler firman las 27 sinfonías que suponen la máxima expresión de este género en toda la historia de la música.
Por Mario Mora
Un género comprometido
Aunque Mozart y Haydn son los responsables del comienzo de la ebullición de la sinfonía como género serio e independiente, fueron Beethoven, Brahms, Schumann y Mahler los compositores que, de forma más decisiva, contribuyeron a su consolidación. Ninguno de estos cuatro se enfrentó a ella de la misma forma en que se crea una sonata o una obra camerística, ni siquiera un concierto para solista. Ludwig van Beethoven (1770-1827) esperó a la treintena para estrenar su Primera Sinfonía, después de haber escrito numerosas sonatas, tríos, cuartetos y haber practicado con la escritura orquestal a través de los primeros trazos de sus Conciertos núm. 1 y núm. 2 para piano y orquesta. Robert Schumann (1810-1856) firmó su Primera con 31 años, después de haber escrito gran parte de su repertorio para piano.
Johannes Brahms (1833-1897), quien declaró abiertamente su temor a ese primer estreno sinfónico, no lo hizo hasta los 43 años, después de haber experimentado con la orquesta componiendo dos Serenatas —interesantes y muy poco interpretadas—, su Primer Concierto para piano o sus Variaciones sobre un tema de Haydn. Gustav Mahler (1860-1911), el más atrevido de los cuatro, comenzó su Primera Sinfonía «Titán» con 27 años, pero un largo periodo de pruebas y rectificaciones hicieron que no adquiriese la forma que hoy conocemos hasta nueve años después.
La inmersión en el mundo sinfónico no era una decisión ligera y todos los compositores afrontaron cada uno de los estrenos de sus sinfonías como el nacimiento de un nuevo ser. Schumann y Mahler, los más inseguros con sus primeros resultados, eran capaces de revisar durante años sus partituras, modificando pasajes o instrumentaciones, y añadiendo o quitando secciones hasta el punto de darle la vuelta completamente a algunos de los movimientos.
La sinfonía no incluye ni una nota improvisada, como sí podían contener los conciertos de solista gracias a sus cadencias. Cada detalle, cada nota ofrecida a un instrumento concreto con un carácter definido quedaría en el sello de su catálogo imborrable durante siglos. Así, cada una de las sinfonías adquiere un cariz arquitectónicamente perfecto: deberá sostener el avance cultural y social, y tendrá la responsabilidad de asentar las bases de las novedades estilísticas, en paralelo y siendo parte de los avances de la humanidad durante el siglo XIX.
El gran salto al Romanticismo
Las dos primeras sinfonías de Beethoven, aunque denotan un lenguaje nuevo, siguen respondiendo a lo que «papá Haydn» sentó como forma sinfónica en nada menos que 104 sinfonías. Introducciones lentas que preceden a la forma clásica con claridad y sin engaños innovadores, pero sí con interesantes juegos armónicos. Es difícil asimilar cómo Beethoven eligió, para el comienzo del estreno de su catálogo de sinfonías, una serie de acordes consecutivos que no nos conducen a la tonalidad principal hasta varios compases después, algo que genera una inestabilidad musical al oído acostumbrado a la claridad tonal del Clasicismo y que en su momento supuso una controversia que generó estrepitosos vituperios.
Aunque en esta Sinfonía núm. 1 opus 21 en Do mayor y en la Sinfonía núm. 2 opus 36 en Re mayor todavía se respira ambiente clasicista, el de Bonn ya marca distancias con la cuadratura y la claridad de sus predecesores. Pero son los dos acordes del comienzo de la Sinfonía núm. 3 opus 55 en Mi bemol «Heroica» los que nos trasportan, como dos pisotones firmes e inesperados, al Romanticismo más salvaje. Dos golpes consonantes que podrían haber sido aún más transgresores si Beethoven hubiese continuado con la idea de sus borradores iniciales de escribir dos acordes disonantes, cosa que sí hará más adelante —al final de la exposición del primer movimiento—, en un momento en el que no dos sino seis acordes disonantes apoyados por el timbal dejan sin respiración a cualquiera que escuche la obra, sea por primera o por décima vez.
Las novedosas cuestiones armónicas, rítmicas y melódicas incluidas por Beethoven van más allá del mero hecho innovador, dotando a la obra de una identidad única; sello que tienen a partir de entonces cada una de las sinfonías posteriores. ¿Qué decir de la Sinfonía núm. 5 opus 67 en Do menor? Es mucho más que el motivo beethoveniano por excelencia. Es una de las composiciones precursoras de la manera de componer que tanto utilizaron Schumann, Brahms y compositores posteriores: construir toda una obra en base a dos o tres células musicales (un grupo de notas con un ritmo determinado), a modo de unidad de construcción musical.
Beethoven es sinónimo de contrastes, y su música está llena de cambios abruptos de todo tipo. Esos contrastes pueden observarse también en la manera de componer dos obras con un carácter totalmente distinto. Mientras el compositor escribía la Quinta, ya estaba inmerso en la Sinfonía núm. 6 opus 68 en Fa mayor «Pastoral». La oscuridad y la luz, la noche y el día, el terror y la paz. El destino y la naturaleza, justo lo que más temió y amó Beethoven en un mismo momento compositivo. ¿Cómo se puede pasar de una partitura a otra sin contaminarse? ¿Cómo dos obras, escritas prácticamente al mismo tiempo, pueden sonar tan distintas?
Si la Quinta nos aterra en su comienzo —no así en su final—, la Sexta supone el mayor comienzo de paz y estabilidad que Beethoven había escrito hasta el momento. Y al mismo tiempo, si la Quinta inspiró a Schumann y Brahms, la Sexta hizo lo mismo con Mahler por una razón principal: la Pastoral es ese mundo del que habla Mahler. Cinco movimientos que son cinco escenas perfectamente descritas por Beethoven y que abrazan la naturaleza con todo lujo de detalles: alegres sentimientos, arroyos, danzas y bailes, tormenta y lluvias, canto de los pastores y alabanzas. Hay que avanzar en el tiempo hasta Mahler o Richard Strauss para ver en una sinfonía escenas tan explícitas.
La Sinfonía núm. 7 opus 92 es para Wagner la «apoteosis de la danza». Beethoven llevaba ya diez años sufriendo la pérdida de oído, como confesó en el importantísimo Testamento de Heiligenstadt, pero lejos de oscurecerse y tomar una corriente trágica, muchas de las obras de su última etapa suenan más vivas y enérgicas que nunca. El éxito que tuvo el estreno de la Séptima, viva y radiante, podría ser comparado con el de la Sinfonía núm. 9 opus 125 «Coral», quizá la cota más alta alcanzada por la escritura sinfónica del compositor.
Podríamos afirmar que la Novena es perfecta de principio a fin, y no solo por su último movimiento. La arquitectura del primero, el ritmo a golpe de timbal del segundo y la belleza y riqueza del tercero son comparables al coro final, la Oda a la Alegría con texto de Schiller. La famosa melodía no es capricho de una inspiración espontánea, pues Beethoven la viene desarrollando desde 1792 (¡30 años antes!), como se observa en algunos bocetos tempranos. Será ya en 1824 cuando ese himno sea cantado y el grito de «¡Alegría!» desde el coro resuene por toda Europa, sin que nadie pudiese imaginar que ese continente lo tomaría como base de su himno oficial 160 años después.
Algún observador se habrá dado cuenta de que aún no han sido citadas dos sinfonías, dos piezas que están escondidas y que rara vez son tarareadas por músicos o melómanos: la Cuarta y la Octava. Ambas tienen algo en común: son dos piezas más breves que están situadas en un valle en mitad de dos picos sobresalientes. La Tercera y la Quinta ocultan la brillantez de la Sinfonía núm. 4 opus 60 en Si bemol mayor, que no es en ningún caso una sinfonía menor. Algo parecido pasa con la Sinfonía núm. 8 opus 93 en Fa mayor, la más breve de su colección, compuesta al mismo tiempo que la Séptima y de nuevo oculta por la grandiosidad de la Novena. La Octava es una de las más originales, con un primer movimiento que suena a danza de principio a fin, y sin movimientos lentos, incluyendo un homenaje onomatopéyico a un nuevo invento de la época, el metrónomo.
Beethoven planeaba componer una Sinfonía núm. 10 que supusiese una «nueva fuerza gravitacional». Lamentablemente, nos hemos quedado con las ganas de saber en qué habría consistido esta revolucionaria idea y cómo habría afectado esto a los continuadores de su estilo, Robert Schumann y Johannes Brahms.
«Pocos acontecimientos, plenitud de felicidad…»
Así comienza el conocido diario en el que Robert Schumann y Clara Wieck plasmaron con tanta sensibilidad su día a día. Podría ser la descripción de la sociedad del momento, hacia 1840, cuando la burguesía rebosaba de optimismo y la economía conocía uno de los momentos más prósperos. La alegría que cantaba Beethoven en su Novena era la alegría que vivía gran parte de la sociedad cultural en la que Schumann creció. Las comodidades económicas permitieron la multiplicación de los conciertos públicos y la rentabilización por parte de los compositores y músicos de las interpretaciones de sus obras y las de compositores anteriores.
En este contexto nace la Sinfonía núm. 1 opus 38 en Si bemol mayor «Primavera», una obra que proporcionó a Schumann «muchas horas felices» durante su composición. Aunque el título añadido por el compositor es explícito, el transcurso de la música no responde a ningún programa concreto; sencillamente celebra la felicidad de uno de los mejores momentos de su vida. Pero todo cambió en la vida de Robert en pocos años. La Sinfonía núm. 2 opus 61 en Do mayor es finalizada cinco años después, en un periodo en el que los problemas llegaron a su salud, sufriendo «violentas crisis de nervios» o «estados de melancolía» en «jornadas penosas». La música también se oscurece: «me parece que [la enfermedad] se debe notar al escucharla. Solamente en la última parte me sentí renacer». Precisamente el último movimiento finaliza con una de las numerosas citas al motivo que también aparece en su Fantasía para piano opus 17, e incluso en la Sonata para piano de Clara Schumann. Se trata de la melodía «A la amada lejana», un lied de Beethoven que sonaba encriptado y que solo ellos identificaban como un cariñoso reproche por la distancia que les separaba.
La Sinfonía núm. 3 opus 97 en Mi bemol mayor es en Schumann un benéfico ejercicio de huida de sus padecimientos, en la que ensalza con brillantez las maravillas de la región de Renania (de ahí su apodo «Renana», no añadido por el compositor). La corriente del Rin, que baña toda la región, es representada desde los primeros compases como un gran cauce de agua que se agita alegremente. Y si la Tercera es brillante y popular, la Cuarta es mucho más oscura y menos conocida. La Sinfonía núm. 4 opus 120 en Re menor es una obra sin solución de continuidad, enlazando los cuatro movimientos en una nueva forma de expresión romántica. Aunque Schumann concluye el último movimiento de manera brillante, el oscuro carácter de la obra podría adelantar lo que ocurriría tres años más tarde: Robert, impulsado por grandes depresiones, trastornos, alucinaciones y un gran complejo de culpabilidad, se arrojó al Rin.
Johannes Brahms fue uno de los pocos visitantes frecuentes que Schumann recibió en los últimos años de su vida, interno en un centro psiquiátrico. A pesar de su cercana relación y de la influencia en otros géneros, sería atrevido afirmar que Schumann influyó a Brahms también en sus sinfonías. Tan solo en la Sinfonía núm. 3 opus 90 en Fa menor podemos observar la influencia de la fuerza de la Renana, con un cierto parecido en la fluidez de la melodía principal, que esconde en las primeras tres notas el lema «Libre pero feliz» (F-A-F). Sin embargo, las dos primeras sinfonías de Brahms parecen ser continuistas de la línea beethoveniana, incluso más que las de Schumann. La Sinfonía núm. 1 opus 68 en Do menor ha sido citada popularmente como «la Décima de Beethoven», por su tamaño, su carácter y por el himno —esta vez sin coro— que aparece en el último movimiento. Tanto la Sinfonía núm. 2 opus 73 en Re mayor como la Sinfonía núm. 4 opus 98 en Mi menor son trabajos muy personales del compositor, contrastantes con las impares. Ambas huyen de la tragedia, los choques o la oscuridad, y expresan un carácter apacible, tranquilo, con tintes de la misteriosa nostalgia que acompañará a Brahms en todas sus últimas obras.
La vida de Johannes Brahms no tuvo ni un ápice de los problemas que sufrió Robert Schumann. Larga y próspera, pudo disfrutar de las grandes amistades con las altas esferas culturales gracias al éxito de su trabajo. Sus cuatro sinfonías fueron parte de ese éxito, cuatro columnas para enmarcar el Romanticismo como una época brillante y próspera.
El fin de la sinfonía romántica
Precisamente, uno de los grandes amigos y mayores admiradores de Johannes Brahms fue Gustav Mahler, quien siempre defendió el valor de las cuatro sinfonías del de Hamburgo por encima de las sinfonías de Bruckner. Mahler fue el director de orquesta más importante del momento, y ello le permitió conocer a fondo las partituras de todos los compositores anteriores y contemporáneos.
Recordemos la frase de Mahler «cada sinfonía debe contener un mundo». Esto es exactamente lo que ocurre en cada una de las diez sinfonías del compositor: la creación de un mundo con sus paisajes, sus personajes, sus problemas, sus victorias, sus luchas, sus miedos, sus amores y sus imprevistos. Nos situamos en un momento de revolución cultural en el que la religión está algo debilitada y la sociedad busca un faro que guíe su porvenir. La cultura y el arte suponen un papel importantísimo en la evolución del pensamiento y en el progreso de la humanidad, y las sinfonías de Mahler fueron parte de ese movimiento.
El mundo de la Sinfonía núm. 1 en Re mayor «Titán» está enmarcado en la literatura, pues el subtítulo (original de Mahler) hace alusión a la obra homónima de Jean Paul. El compositor pretende reflejar la vida del protagonista, Albano, con sus amores, amistades, temores, y, sobre todo, su amor por la naturaleza. Si esta sinfonía es algo, es sobre todo pastoral. Ya desde la larguísima introducción comienzan a escucharse los pájaros, la llamada de las trompas y los sonidos de la naturaleza, con una célula de dos notas (véase la Novena de Beethoven) desde la que nacerá el tema principal. La inclusión de un oscuro canon sobre «Frere Jacques» en el tercer movimiento ha desatado teorías sobre la dedicación de la sinfonía a la alta mortalidad infantil que la humanidad sufría en aquel momento, algo que Mahler también vivió en sus propias carnes con varios de sus hermanos.
La Sinfonía núm. 2 en Do menor «Resurrección» huye de la naturaleza para encontrarse con Dios. Incluyendo un coro en el último movimiento (de nuevo, como en la Novena de Beethoven), la música parece besar el cielo. La duración es estratosférica (unos 90 minutos), pero el camino hacia el coro final es ciertamente necesario para encontrar la liberación que la obra provocó en su estreno. La Sinfonía núm. 3 en Re menor, la cual a Mahler le costó finalizar mucho más que las anteriores, volvía a la naturaleza para celebrar el despertar del verano con la presencia protagonista del dios Baco; la obra comienza con el himno que Brahms utilizó en el final de su Primera Sinfonía, al parecer perteneciente a un himno popular de taberna.
La Sinfonía num. 4 «Humorística» es un tratado musical de humor en su obra sinfónica más breve. Recursos como la utilización de un violín desafinado, falsas repeticiones de fragmentos y engaños continuos además del uso de melodías sonoramente cómicas hacen de esta una pieza realmente refinada.
La trilogía que forman la Sinfonía núm. 5, la Sinfonía núm. 6 «Trágica» y la Sinfonía núm. 7 es un conjunto de piezas puramente instrumentales (sin voces ni coros), algo que solo había pasado en la Primera. Mahler se aleja ligeramente de la música programática, desproveyendo a estas sinfonías de contextos sugerentes. La Quinta, quizá una de las mas conocidas del autor por el famoso Adagietto, incluye, además de su altísima calidad musical, otro elemento de innovación interesante: la inversión del orden natural de los dos primeros movimientos, incluyendo en primer lugar una sencilla forma bitemática (I. Marcha Fúnebre) que precede al movimiento principal de la Sinfonía (II. Tempestuosamente agitado), ya con la forma habitual y las características de primer movimiento de cualquier sinfonía romántica.
Mahler está convencido de que la sinfonía debe ir desordenándose al mismo tiempo que la sociedad también parece desintegrarse. Así, la Sinfonía núm. 8 «de los mil» es lo más lejano a una sinfonía que jamás se había compuesto hasta este momento bajo dicho título. Solo dos movimientos: un Himno y una escena del Fausto de Goethe; algo que se acerca más a un oratorio o a una ópera que a su propio título. La Sinfonía núm. 9, aunque articulada en 4 movimientos orquestales (sin coro, solistas ni textos) se acerca al final de la vida del compositor. El Adagio final, aún más emocionante que el famoso Adagietto de la Quinta, es una auténtica carta de despedida que Mahler escribe a un mundo que comienza a detestar, después de los últimos devenires en su aventura americana como director de orquesta.
La Sinfonía núm. 10, de la cual solo pudo completar el primer movimiento, nos deja una sonoridad trágica, tensamente calmada, interrumpida por una sección central en la que el ruido (acordes de hasta 9 notas) es el grito más desesperado de un compositor que sufrió en los últimos años de su vida por sus enfermedades, la muerte de sus hijos, las desavenencias de su amor más querido, los últimos contratiempos profesionales y la crisis humanitaria que se precipitaba día a día. El grito interior de un compositor que fue el grito colectivo de aquel mundo a solo tres años de precipitarse hacia la Primera Guerra Mundial.
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