Por Martín Llade
Schumann en Leipzig
El Concierto para violonchelo de Robert Schumann es una de las obras maestras escritas hacia el final de su carrera durante ese breve interludio de reposo y felicidad que le brindó su residencia en la ciudad de Düsseldorf. Los diez años anteriores a la composición del mismo fueron, en cambio, enormemente agitados y en ellos comenzaron a evidenciarse los síntomas del deterioro mental que, finalmente, llevaría al artista a la locura y después a la muerte.
Esa agitada década que finalizará con su llegada a Düsseldorf, comenzaría en 1840 en Leipzig, donde tuvo lugar el sonado proceso de Robert contra Friedrich Wieck, el padre de su amada Clara, que llevaba años negándole la mano de ésta. Los detalles de esta historia son de sobra conocidos e incluyen las virulentas calumnias de Wieck, que acusó a Schumann de ser un loco y un borracho, demandándole el músico por difamación. Finalmente, y con el testimonio a su favor de amigos como Félix Mendelssohn y ostentando su recién obtenido doctorado «Honoris causa» por la Universidad de Jena, Schumann convenció al tribunal de la razón de sus demandas y pudo finalmente casarse con su amada el 12 de septiembre, en Schönefeld, muy cerca de Leipzig. La ardua espera de esa resolución judicial se tradujo en nada menos que ciento treinta y ocho canciones escritas tan sólo en ese año de 1840, aunque ya desde sus primerísimos comienzos como autor, el artista había tenido a Clara como principal fuente de inspiración, como demuestra el Carnaval op.9, una de cuyas piezas se llama Chiarina en alusión a la joven pianista.
El tan ansiado estado conyugal obligaba a Schumann a trabajar sin descanso para mantener una familia que llegaría a alumbrar nada menos que ocho hijos. Fruto de estas responsabilidades, el compositor decidió dar por finalizada su etapa como creador para piano solo y se zambulló sin pensarlo en el terreno sinfónico. La mezcla de felicidad y angustia por estar a la altura de lo que él creía que Clara merecía, insuflaron su llama creativa de forma espectacular y así, en 1841, a la vez que nace su primera hija, Marie, puso punto final a su primera sinfonía, llamada «Primavera», dejó esbozada otra de la cual renegó temporalmente (y que posteriormente se convertiría en la Cuarta) y también concibió y trazó el esquema de su maravilloso Concierto para piano.
Ahora bien, la escritura de estas obras no reportó fama inmediata a Schumann, que, a excepción de en los círculos musicales, seguía siendo un completo desconocido para el público. El porvenir de virtuoso que apuntaba en su juventud se había truncado al inventar un sistema para incrementar la agilidad de los dedos, con el que lo único que consiguió fue inutilizarse el dedo corazón de la mano derecha, truncándose su carrera. Por ese motivo era Clara, pianista excepcional desde la infancia, quien sostenía el hogar con sus giras. Durante estos años se dio la paradoja de que ella era la célebre, mientras que Robert se sentía humillado, pese a los esfuerzos de Clara de darle a conocer, tocando sus obras. A pesar de la idílica imagen del matrimonio que ha quedado para la Historia, esta circunstancia dio lugar a muchos desencuentros que, sin duda, influyeron en la estabilidad de Schumann. Tras ese año de plenitud sinfónica, Robert se enfadó con su mujer, negándose a acompañarla a una gira por Dinamarca, y de la noche a la mañana abandonó su pretensión de componer el Concierto para piano, perdiendo momentáneamente el interés por lo sinfónico. Así, en 1842, y siguiendo los consejos de Liszt, cultivó el género camerístico con tal intensidad que escribió tres cuartetos para cuerda, uno para piano y su maravilloso Quinteto op.44.
En 1843, Schumann vuelve a cambiar de inquietudes y da forma a un proyecto de oratorio que llevará por título El Paraíso y la Peri, de éxito relativo. En 1844, año en el que una gira de Clara los llevó a San Peterburgo y Moscú, el músico atravesaba por un estado de melancolía profunda ante el triunfo creciente de su mujer y su propia falta de conexión con el público. Decidido a animarse, pensó en componer un poema sinfónico basado en el Fausto de Goethe, pero lo único que consiguió fue caer en una crisis muy profunda, hasta el punto de coger miedo a su propia obra. Al insomnio, las crisis de llanto y la inseguridad hacia su propio talento, se sumó la decepción de no obtener la plaza de director de la orquesta del Gewandhaus de Leipzig, que su amigo Mendelssohn acababa de abandonar. El elegido fue su también amigo el compositor danés Niels Gade. Esto acabó de colmar la salud de Schumann, y su médico le recomendó instalarse en una ciudad más tranquila.
De Dresde a Düsseldorf
Los Schumann decidieron instalarse entonces en Dresde, algo que resulta un tanto incomprensible, ya que era una ciudad casi carente de cultura musical, donde ni siquiera había una orquesta propia y Richard Wagner, que vivía por aquellos años allí, trataba inútilmente de difundir las sinfonías de Beethoven. A pesar de ello, ese exceso de tranquilidad permitió a Schumann salir de su crisis, finalizando el Concierto para piano y escribiendo su Sinfonía Nº 2. Con la moral reestablecida, decidió intentar dar el salto a Viena, pero su música fue muy mal recibida allí y ni siquiera Clara logró los aplausos que había obtenido en el resto de Europa. Tras este fiasco, Schumann decidió intentarlo en Berlín, con varias funciones de El paraiso y la Peri. El recibimiento fue aún peor, y tuvieron que regresar a Dresde, por la que el músico sentía ya una abierta antipatía.
Decidido a explorar todos los campos posibles, el siguiente objetivo del artista fue crear una ópera que contribuyese a afianzar el género lírico alemán, tan brillantemente forjado por Weber, y que Wagner trataba de convertir en su estandarte personal, de momento sin conocer el éxito (muy probablemente por elegir la aburrida Dresde para estrenar El holandés errante y Tannhäuser). Schumann eligió como libreto la leyenda de Genoveva de Brabante. En ese tiempo compuso también su extraordinario álbum para piano Escenas del bosque y el melodrama Manfred, a partir de un texto de Lord Byron. A la vez que la familia aumentaba (en Dresde nacieron cuatro hijos), el compositor vivía su etapa más prolífica, que coincidió también con la revolución de 1848. Mientras que Wagner participó activamente en las barricadas de Dresde, desafiando a los guardias a que le disparasen para comprobar su inmortalidad, Schumann se alejó temporalmente del tumulto, más empeñado en concluir el flujo de obras que le surgía a borbotones.
Tras la huida de Wagner, cuyo arresto fue decretado por las autoridades, Schumann trató de sucederle al frente del Hoftheater de Dresde, pero al ser considerado también sospechoso por sus ideas liberales, no pudo obtener el puesto. El disgusto no le hizo aminorar el ritmo, siendo 1849 un año extraordinariamente prolífico, que le deparó algunas alegrías, como el triunfo de las Nuevas escenas para Fausto en Weimar, Leipzig e incluso Dresde. Pero sus esperanzas de ser aplaudido como operista se desvanecieron, al pasar desapercibida Genoveva en su estreno de Leipzig. Ciertamente, y como le sucediera a Schubert, no estaba dotado para el drama escénico.
Esta desilusión fue el motivo de que Schumann quisiera abandonar Sajonia, donde tan mal recibimiento se daba a obras en las que había puesto sus mayores esperanzas. La oportunidad de marcharse le llegó poco después, cuando Ferdinand Hiller abandonó la dirección de la Orquesta Liedertafel de Düsseldorf y le propuso a él para sucederle en el puesto. Era un viejo sueño truncado demasiadas veces, algunas especialmente dolorosas, como en el caso de la Gewandhaus. Estaba claro que debía aceptar.
Un concierto para un año feliz
Hubo una única cuestión que hizo dudar a Schumann de aceptar la batuta de la Liedertafel: la existencia de un manicomio en Düsseldorf. Por algún motivo, le asustaba la idea de vivir cerca de él, como si estuviera destinado a albergarle alguna vez, presentimiento que, por desgracia, acabaría por cumplirse. Pero la oferta de 900 táleros anuales, que asegurarían a su familia una estabilidad de la cual nunca habían gozado, era demasiado tentadora como para rechazarla.
A su llegada, la orquesta y su coro, que conocían bien su obra, le honraron con un concierto en el que se interpretaron fragmentos de El Paraíso y la Peri. Schumann quedó a cargo de confeccionar los seis programas de la temporada y de dirigir distintos conciertos. Viéndose por primera vez en su vida sin aprietos y con todo el tiempo del mundo, el compositor escribió con gran comodidad y rapidez distintas obras en los últimos meses de 1850. ¡Y vaya obras! Después de finalizar su Réquiem y los Lieder de Lenau, el 10 de octubre comenzó el Concierto para violonchelo op.129, que terminó en sólo dos semanas (aunque por alguna razón desconocida, nunca llegó a interpretarse en vida suya). En noviembre escribió una nueva sinfonía, dedicada a aquella zona del Rin que tan hospitalaria había sido con él. La Tercera o Renana quedó lista para diciembre, y sin perder su vigor sinfónico, sacó del cajón aquella sinfonía inacaba de 1841, que concluyó, convirtiéndola en la Cuarta.
Este es el sorprendente contexto en el que Schumann compuso el Concierto para violonchelo que seguidamente analizaremos. Aún quedarían muchas otras obras por escribirse en los dos o tres años posteriores, pero la historia de Robert estaba destinada a tener un final no feliz. A partir de 1853, año en que conocería a un joven genio llamado Johannes Brahms, empezaría a manifestar síntomas de desequilibrio mental, a los que se sumaría su extraña actitud a la hora de dirigir la Orquesta Liedertafel. Sumido en lo que las obras le inspiraban, Schumann dejaría de repente de dirigirlas en plena interpretación, desconcertando a los músicos y al público. Finalmente, le sería vetado el dirigir a excepción de sus propias obras. La crisis finalizaría con un intento de suicidio en ese Rin al que dedicara su Sinfonía Nº 3. Internado en el manicomio de Endenich y no en el de Düsseldorf, cuya existencia tanto pavor le causara, el artista pasó allí los tres últimos años de su vida. Sólo se permitió a Clara visitarle pocas horas antes de su muerte, el 29 de julio de 1856.
El Concierto para violonchelo fue estrenado el 9 de junio de 1860 en Leipzig, y aún había de dar una última sorpresa, más de un siglo después, al descubrirse, en 1987, una versión para violín, transcrita por el propio Schumann.
El concierto
Nicht zu schnell (Non troppo veloce)
No es este un concierto en la forma de Beethoven o Brahms, sino que más bien puede equipararse a la concepción de los escritos por Chopin, en los que el instrumento solista desarrolla sus partes, actuando la orquesta en calidad de acompañante. De hecho, el concierto para piano escrito por Clara Schumann sigue este mismo patrón. Una de las razones de esta decisión fue, muy probablemente, el temor de que la sonoridad grave del violonchelo pudiera verse devorada literalmente por el tejido orquestal, por lo que Schumann preservó a las intervenciones solistas de esta confrontación. Por otro lado, concibió el concierto entero en un solo movimiento, dividido, eso sí, en tres partes muy diferenciadas, que se ejecutan sin interrupción para remarcar esa unidad (algo que sucede con el segundo concierto para piano de Liszt). Otro aspecto que llama la atención es el escrupuloso respeto a la forma que guarda aquí el autor, que algunos han tildado incluso de académica, y el relativo apaciguamiento del romántico desgarrado de la década anterior, que aquí se muestra más moderado y conciso.
Tras los tres acordes iniciales, a través de los cuales el compositor establece la tonalidad de la menor, entra el desbordante tema principal del violonchelo solista, al que sucede un ‘tutti’ orquestal, después del cual el violonchelo introduce un segundo tema, en la tonalidad de Do mayor.
Cuando la orquesta procede a desarrollar este segundo tema, en una atmósfera de angustia puramente romántica, el solista repite la idea principal del primer tema, sin llegar a desarrollarla.
En este momento es cuando debería de tener lugar la ‘cadenza’ tras la formulación de los temas siguiendo la forma sonata, pero Schumann prescinde de ella, y de la coda que hubiera seguido a ésta, finalizando el movimiento con un pasaje introspectivo y de gran serenidad, que enlaza directamente con el adagio.
Langsam (Adagio)
Este movimiento, cuya forma puede recordar a la de un lied, comienza con un pizzicato de la cuerda y entra el solista con un tema de gran intensidad, a la vez que sereno, que se va repitiendo a lo largo de una serie de variaciones. El oyente atento podrá distinguir en una de estas variaciones un recitativo tras el cual la cuerda alude al tema que abría el primer movimiento del concierto. La concentrada atmósfera de contemplación se ve interrumpida por el solista, que en un breve y enérgico pasaje parece querer desprenderse de la tristeza que lo embarga, incitando a la orquesta a rebelarse con él. Este movimiento, que suele rondar en torno a los cuatro minutos de duración, enlaza con el tercero y último con una decisión y una fuerza tales que muchos han visto aquí el influjo de Beethoven en este momento.
Sehr lebhaft (Molto vivace)
Schumann adopta nuevamente la forma sonata para este movimiento, cuya construcción se atiene a dicha estructura tan fielmente que diríase que en algún momento el compositor ha puesto cortapisas a su propia creatividad, lo que podría haber conferido cierta rigidez al resultado final, de no ser por la profunda inspiración que denotan los temas. El primer tema, muy impetuoso, se repite tras el segundo, pero exactamente igual que al principio del movimiento, sin ninguna variación. Sin embargo, durante su desarrollo se ve bruscamente interrumpido por la «cadenza» del solista, un pasaje muy brillante en el que grandes intérpretes como Pau Casals o Mstislav Rostropovich han dado siempre lo mejor de sí mismos. Tras este despliegue de las posibilidades del instrumento, la orquesta reaparece con una coda que pone punto final al concierto.