Por Martín Llade
Antes de realizar un estudio del único concierto para violín escrito por el genio de Bonn, sería preciso detenernos en las circunstancias en que éste fue compuesto, en 1806, en plena efervescencia creativa de un autor que tan sólo cuatro años antes había escrito lo siguiente: «Cuán humillante resultaba que alguien estuviese junto a mí y escuchara el sonido lejano de una flauta sin que yo pudiese percibirlo o que oyesen cantar a un pastor, sin que yo pudiera hacerlo. Todo esto me puso de inmediato al borde de la desesperación y a punto estuve de poner fin a mi existencia. Sólo el arte me detuvo. ¡Ah! Me parecía imposible dejar este mundo sin haber llevado a cabo todo lo que me siento obligado a realizar».
Algunos biógrafos de Beethoven dan escasa credibilidad a las intenciones suicidas del compositor, manifestadas en Heiligenstadt, en las afueras de Viena, el 6 de octubre de 1802 en lo que ha sido considerado su primer testamento. A sus treinta y dos años, el músico más prometedor de su tiempo veía cómo con el avance progresivo de su sordera se le escapaba la posibilidad de vivir una vida normal. Sin embargo, en ningún momento se planteó el abandonar su música, que a partir de entonces sólo podría escuchar en su cabeza. Para él, la enfermedad sólo afectaría a su vida social, y apenas a su obra, que le reclamaba emerger de las profundidades de su imaginación y cobrar vida. Sea como fuere, en el testamento de Heiligenstadt el músico afirma haber renunciado ya a la idea de quitarse la vida, si es que realmente la tuvo alguna vez y, como prueba de la firmeza de este propósito, guardó el escrito entre sus papeles. Sólo tras su muerte pudo conocerse con precisión la naturaleza de la crisis por la que había atravesado y sus sentimientos al respecto. Como contrapartida, el hecho de refugiarse en su obra resultó un acicate tal que ésta experimentó una evolución sorprendente que haría temblar los cimientos de la historia de la música.
Los ecos de Heiligenstadt
Tan sólo unos meses después de Heiligenstadt, el genio comenzó a escribir una nueva sinfonía, que sería la tercera de su catálogo, concebida precisamente en las mismas fechas que escribiera el testamento. Pero algo se había roto en el camino entre la Nº 2 y ésta. El buen espíritu haydniano, que hasta ese momento fuera su guía, se disipa por completo en esta nueva composición en la que el sinfonismo romántico se manifiesta ya en todo su esplendor. Hasta ese momento, Beethoven se había limitado a enriquecer las formas clasicistas llevadas a su grado óptimo por Haydn y Mozart, insuflándolas de su propio sentimiento subjetivo. Así nacieron algunas obras ingeniosas pero superficiales como el Septimino (que el autor llegaría a aborrecer por la enorme popularidad que alcanzó, en detrimento de otros trabajos superiores) u otras de mayor calado como los tres primeros conciertos para piano, los cuartetos Op.18 o varias sonatas para piano, entre las que se encuentran la Patética y Claro de luna. Pero el simetrismo exacerbado y racionalista de esa época no era capaz de contener el maremagnum de sentimientos beethovenianos y el artista hizo explotar aquellos rígidos corsés, acabando para siempre con el concepto de música como divertimento del público aristocrático y burgués. Ampliando la tonalidad y emplazando a cada instrumento dentro de su sección como parte indispensable de un todo orgánico, Beethoven lograría imbuir a sus obras de su propia personalidad, gracias a un colorido orquestal de profunda penetración psicológica, a través del cual pudo expresar estados de ánimos nunca antes reflejados en la música. Por otro lado, su portentoso desarrollo de las formas y la originalidad absoluta de su lenguaje lo convierten en una figura sin precedentes. Bach y Haendel eran barrocos, Mozart y Haydn clasicistas, pero Beethoven es por sí solo toda una época, un movimiento y una forma de sentir la música al margen del devenir histórico. Es por ello que su música es atemporal siendo su única influencia la propia inspiración del autor. Sin embargo, no puede pasarse por alto el momento en el que fueron escritas, muy concretamente la Sinfonía Nº 3, ya que inicialmente Beethoven quiso plasmar en ella los vientos de libertad que recorrían Europa, esparciendo los ideales de la Revolución Francesa, encarnados por aquel entonces en su principal adalid, el general Bonaparte. Indudablemente, Beethoven consideraba que esa misma libertad era la que ahora impregnaba su obra, saltándose la tiranía de las formas establecidas. Sin embargo, el correr de los acontecimientos le obligaría a desdecirse, cuando Napoleón demostró no ser sino un autócrata más. De ahí la conocida anécdota según la cual, al enterarse de la autoproclamación imperial del general, tachó con tanta furia el nombre de Bonaparte de la partitura de la sinfonía que rasgó el papel, aunque resulta un tanto desmitificador un detalle que se omite a menudo y es que eso sucedió dos años después del estreno de la obra, y la variación se realizaría de cara a la primera edición impresa de la partitura. Además, el detalle provocativo de Beethoven quedó un poco minimizado en el momento del estreno al dedicar la sinfonía al Príncipe Lobkovitz, clara señal de que el republicano estilizado que nos han legado algunas biografías no tuvo las manos tan libres como parece. Cuando años después Napoleón sea derrotado, las necesidades materiales del músico le harán escribir algunas obras coyunturales para la apertura del Congreso de Viena, en el que se reunirán los vencedores de la guerra napoleónica, todos ellos absolutistas a excepción de Gran Bretaña. Una de las composiciones de esa época será La batalla de Vitoria, una fantasía que glosa la derrota de los franceses a manos de Wellington, pero a años luz de la obra que Napoleón le inspirase.
Aunque las reacciones de una gran parte de la crítica de entonces (muy distinta aún de la que se institucionalizará a partir de Robert Schumann) fueron adversas a su nuevo estilo, Beethoven se convirtió en un compositor muy popular entre las masas, que veían algo nuevo e irresistible en su música. Convertido en el estandarte del incipiente romanticismo, la audición de sus obras llegará a impactar de tal manera al público que incluso en algún caso, como en el registrado tras el estreno de la Sinfonía Nº 5 en París, un oyente excesivamente apasionado se quitará la vida tras la impresión sufrida.
Una vorágine de obras cumbre
El estreno de la Heroica tuvo lugar en 1804 y en ese momento Beethoven entrará en una vorágine de obras maestras sin altibajos, cada una de las cuales resulta más audaz que la anterior y en las que convulsiona todos los géneros. Aunque esta época prolífica abarca hasta 1814 (tras la cual Beethoven entrará en una crisis de la que sólo lo sacará la composición de la Sinfonía Nº 9) puede decirse que el trayecto que va desde la Tercera hasta el Concierto para violín op. 61 que nos ocupa, es de una solidez impresionante, sólo equiparable a cuando Mozart enlazó obras como el Concierto para clarinete, La flauta mágica y el Réquiem. La sinfonía lleva el opus 55 y a ella le seguirá el 56, con una obra sorprendente que apenas ha tenido continuidad, debido a su extraordinaria complejidad y la necesidad de contar con tres solistas de primera. Se trata, naturalmente, del Triple concierto para piano, violín y violonchelo. Es el primer concierto de Beethoven no confiado exclusivamente al piano solista y sólo Brahms supo de alguna manera tomar el relevo, con su Doble concierto para violín y violonchelo. El opus 57 es la Sonata Nº 23 para piano «Appasionata» aunque ya en la Nº 21 la «Waldstein», contemporánea de la «Heroica», manifestaba Beethoven su nuevo estilo. La obra siguiente es nada menos que el Concierto Nº 4 para piano y orquesta, también concebido en ese año de 1802 en el que todas las ideas parecieron brotar de golpe en la mente del genio. Si en el extraordinario Concierto Nº 3 el molde clasicista era llevado hasta sus máximas consecuencias, rebasando el antiguo formato en pro de un diálogo compacto y equilibrado entre solista y orquesta, en el Cuarto el compositor eleva el género hasta cotas nunca alcanzadas, que sólo será capaz de superar el Concierto Nº 5 «Emperador». Pero la verdadera síntesis entre la parte solista y el elemento sinfónico se manifestará abiertamente en el Concierto para violín. Resulta sorprendente que en medio de todas estas obras, el músico tuviera tiempo de hacer su primera y única incursión en el terreno operístico. Sin embargo, como ya comentamos en su día en la sección «La ópera del mes» (Nº 100 de Melómano), Fidelio proporcionó más dolores de cabeza que alegrías a Beethoven, siendo la obra que más veces se vio obligado a revisar, siendo estrenada sin éxito en 1805. Tras la versión definitiva de 1814, la obra se convertiría en una de las grandes obras maestras del repertorio lírico alemán.
1806, el año del Concierto para violín
En 1806, Beethoven volvió al cuarteto de cuerda, en el que ya había hecho una primera incursión con los seis cuartetos Op.18. Desde esta nueva madurez aportó los tres del opus 59, dedicados al Conde Rasumowsky, segundo violín en el cuarteto que tocaba en el palacio de su cuñado, el Príncipe Lichnowsky, donde el primer violinista era el prestigioso Schuppanzigh. Consciente de la dificultad que implicaban estos cuartetos y de que acaso pasaría tiempo antes de que fueran plenamente comprendidos, Beethoven los calificaría como obras para los tiempos venideros.
Ese verano de 1806, en el que el compositor es invitado a la residencia del Príncipe Lichnowsky en Gratz (Silesia), escribiría su Sinfonía Nº 4 op. 60, en cuya atmósfera sosegada e intimista se perciben las esperanzas que albergaba por entonces el autor respecto a sus amoríos con Therese von Brunswick. La inspiración del momento le hizo acabar la obra con gran rapidez. Quizás por ser menos dramáticamente espectacular que las dos sinfonías entre las que está situada, la Cuarta ha gozado siempre de una fama inmerecidamente discreta. La estancia en casa de Lichnowsky terminó de forma accidentada. Unos oficiales franceses acudieron de visita al palacio y el Príncipe mandó a Beethoven que tocara para ellos. Sintiendo que se le ordenaba como a un criado, el genio montó en cólera y a punto estuvo de golpear a su protector con una silla en la cabeza. En su lugar, rompió su busto. «Príncipes hay muchos, Beethoven hay sólo uno», fue su escueto mensaje en una nota al abandonar el palacio para dirigirse a pie hasta la localidad más cercana, Troppau. Posteriormente, se reafirmaría en su actitud a través de una carta: «Lo que vos sois lo debéis a vuestros antepasados -escribió- lo que yo soy me lo debo a mí mismo». Con los años, ambos se reconciliarían, aunque sin la efusión de antes.
Poco después de su regreso a Viena, Beethoven recibió un encargo de Franz Clement, concertino y director de la Ópera de Viena desde 1802. Gran amigo suyo, Clement había dirigido el estreno de la Heroica, y le solicitaba ahora un concierto para violín, a fin de interpretarlo en una gala benéfica que tendría lugar el 23 de diciembre en el Theater an der Wien. Beethoven aceptó pese a no sentir una gran simpatía por el violín; de hecho, a los veinte años había intentado componer un concierto en Bonn, del cual sólo llegó a escribir los primeros 259 compases. Tuvo entonces la idea de rescatar aquella partitura y al repasar lo escrito le pareció que podría ser aprovechado para el nuevo concierto. Aún así, el plazo era extremadamente breve y trabajó a gran velocidad, entregando la partitura muy poco antes de la velada. Clement dispuso entonces de muy poco tiempo para preparar la obra y alguna versión señala que su exceso de confianza en sí mismo le jugó una mala pasada en el momento del estreno, ya que la dificultad del concierto rebasaba a la de cualquier otro que se hubiese escrito hasta la fecha para ese instrumento. Además, y siguiendo una detestable costumbre de la época, Clement dedicó la velada a hacer alarde de su virtuosismo, llegando a intercalar entre el primer y segundo movimiento una sonata suya, tocada sobre una sola cuerda y con el violín al revés. No queda muy clara la reacción del público a la obra de Beethoven: aunque fuera cierto que Clement no estuvo acertado, por no haber tenido o no haber querido dedicar el tiempo que la partitura requería, no parece que los espectadores coincidieran con la crítica, que destrozó el concierto. Otras versiones hablan de éxito, pero moderado. La obra no sería publicada hasta 1808, por la editorial Kunst Comptoir y su dedicatario no sería Clement, como quizás hubiera sido lo lógico, sino el amigo de Beethoven Stephan von Breuning. El pianista y compositor Muzio Clementi pidió a Beethoven que realizara una versión para piano del concierto poco después del estreno y el compositor accedió, añadiendo además unas ‘cadenzas’, algo de lo que carece la partitura original. La edición para piano fue dedicada a la esposa de Breuning. Olvidada durante muchos años, esta peculiar versión se interpreta actualmente en algunas ocasiones, aunque dista mucho de la brillantez que alcanza la obra con la sonoridad del violín solista. Después de esta transcripción, el concierto cayó en el olvido ya que los grandes virtuosos consideraban que era imposible de tocar. Tuvo que ser Josef Joachim, cuando contaba trece años, el que rehabilitase la obra en 1844, a las órdenes de Mendelssohn. A partir de ese momento, el concierto se convirtió en una obra habitual del repertorio. Actualmente, es la obra cumbre del género, junto al concierto de violín de Brahms, aunque curiosamente, el público sigue prefiriendo los de Mendelssohn y Bruch, de menor densidad aunque sumamente encantadores.
I. Allegro ma non troppo
Este primer movimiento tiene forma de sonata en dos temas. Cuatro golpes suaves del timbal preceden a una introducción de la orquesta entera, durante la cual dichos cuatro golpes serán un motivo recurrente en torno al cual se desarrollarán de forma embrionaria los temas que el solista cultivará, sacando de ellos el máximo partido. La forma en la cual Beethoven va hilvanando dichos motivos es portentosa, y de una densidad sinfónica tal que el oyente se olvida durante este tiempo que va a escuchar un concierto para violín. Pero la entrada del solista se hace esperar, permitiendo que el clímax introductorio alcance unas cotas de solemne grandiosidad como nunca se habían dado en una obra concertante. Sorprende entonces la reposada y casi discreta entrada del solista a través de una delicada «cadenza» a partir de la cual, el violín presentará los dos citados temas principales, que la orquesta ha prefigurado con anterioridad, subrayado por la madera, que toma el relevo en la exposición del segundo tema, que el violín no abordará en su totalidad hasta casi el final del movimiento. Haciendo gala de un melodismo raro en él, cuya belleza el violín matiza hasta el colmo de lo imaginable, Beethoven somete a los dos temas a su desarrollo siguiendo el esquema de la sonata, en el que sin embargo lo último que hallamos es una rigidez formal. La repetición hasta el infinito del tema principal, que pasa por todas las secciones de la orquesta, (además del solista, claro está) es tan variada y vigorosa, que el discurso fluye con virtuosa frescura, algo que parece imposible dada la compleja arquitectura del «allegro». Pasando de momentos de lúcido intimismo, sobre todo en los pasajes del solista, a otros de lirismo exultante, Beethoven expande el poderío de su portentosa vena creativa a lo largo de veinticinco minutos. Hacia el final del movimiento tiene lugar una reexposición del comienzo de la obra, que trae a colación las cuatro notas iniciales del timbal, aunque Beethoven no se limita a repetir dicha sección, sino que le introduce notables variantes. Concluye el «allegro» una extensa «cadenza» de vibrante virtuosismo, en el que el violín desnuda el tema segundo de principio a fin, en una brillante sucesión de graves y agudos.
II. Larghetto
Este movimiento podría emparentarse con las famosísimas romanzas para violín y orquesta, Op. 40 y Op. 50 que son una suerte de ensayo del Concierto. La atmósfera apacible recuerda a otros momentos gloriosos de la producción beethoveniana, como el «adagio» de la Novena. El tejido orquestal, trenzado por la cuerda en un pianissimo casi imperceptible, se va desenvolviendo con un sosiego y una serenidad bucólicas, indudablemente inspiradas en el concepto apacible de la naturaleza que tenía Beethoven (y que prefigura en cierta medida la descripción del río de la Pastoral). El violín desarrolla un único tema, sobre el que realiza media docena de variaciones que muchos estudiosos han coincidido en definir como «decorativas». El viento y el metal, que no osan perturbar el gozoso clímax, toman parte en dichas variaciones, dando como resultado un conjunto reflexivo y ensoñador, maravillosamente acorde a la contrastante vivacidad del siguiente movimiento.
III. Rondo (Allegro)
Verdadera explosión de júbilo como pocas en la producción beethoveniana (quizás otro ejemplo posterior equiparable lo hallemos en la Sinfonía Nº 7). El violín comienza directamente con un vivaz tema que según parece, fue idea del propio Clement. La orquesta en su conjunto repite brillantemente dicho y juguetea con él una y otra vez, repitiéndolo de forma vertiginosa, como en un juego, en una concatenación de estribillos en los que el violín solista casi parece desprender chispas. El momento más logrado, que no podíamos dejar de citar aquí (y de hecho, es nombrado en todos los análisis de esta obra que existen), es un pasaje de inspiradísima belleza, en el que la melodía del violín, tocada en sol menor, pasa de éste al fagot. Poco después tiene lugar la «cadenza», que como ya se ha dicho, no existía en la partitura original. Aunque algunos intérpretes se valen de la «cadenza» de la versión pianística del concierto, transcrita para violín, la que más habitualmente suele utilizarse en su día es la escrita por el violinista y compositor Fritz Kreisler, de factura extraordinaria. Otros violinistas se animan a escribir la suya propia, como es el caso de Nigel Kennedy. El concierto concluye con una coda en la que se recoge la exposición del tema de Clement.