Pocos nombres se muestran tan ineludiblemente unidos a un instrumento como el de Rajmáninov. El genial compositor, intérprete y director ruso, dedicó al piano el lugar principal dentro de un ingente catálogo artístico en el que se incluye también música orquestal, música de cámara, óperas, lieder y música coral. De entre todo su testamento artístico, su Concierto núm. 3 en Re menor sobresale como un auténtico monte Everest: una cima de la literatura pianística rodeada de leyenda que ha otorgado —y sigue proporcionando— la gloria a aquellos virtuosos que han sabido alcanzarla exitosamente.
Por Gregorio Benítez
Las décadas anteriores a la Revolución
Nació Rajmáninov en el seno de una familia acaudalada de la nobleza rural rusa, poseedora de ciertas propiedades en la comarca de Semiónov, en el óblast de Nizhni Nóvgorod. Su infancia bien podría ser tomada como una fotografía del momento tan crucial que atravesaría el gran país eslavo en los próximos cincuenta años. El cuarto de seis hermanos, Serguéi Vasilievich Rajmáninov vino al mundo en la primavera de 1873. A pesar de la amplia posesión de terreno que el clan materno había heredado en las cercanías de Oneg, su padre lapidaría el patrimonio familiar en los primeros años de vida del compositor, generando arduas dificultades económicas en la familia, que se mudaría algún tiempo después a San Petersburgo.
Aunque no fue un niño prodigio en un sentido estricto, dadas sus aptitudes, y como era tradición en casa, fue iniciado en la educación musical a edad muy temprana de manos de su madre, pero no sería hasta su traslado a la capital de los zares cuando el joven se matricularía oficialmente en el conservatorio, en el cual prosiguió estudiando piano con Vladimir Demyansky y armonía con Alexander Rubets.
Fueron años difíciles y convulsos para el mancebo. Por un lado, la muerte de su hermana Sofía, el abandono definitivo del hogar por parte de su padre y la rigidez disciplinaria maternal a la que se veía sometido en casa; por otro, su comportamiento subversivo y las malas calificaciones en el conservatorio acabarían por acarrear su expulsión de la institución. Es en este momento cuando entra a jugar un papel destacado su primo, el célebre Alexander Siloti, quien al escucharle tocar decide que continúe su formación en Moscú. Allí proseguirá estudiando cuatro años con el severo y paternalista Nikolay Zverev, con quien trabajaría incisivamente la cuestión técnica y con quien rompería definitivamente su relación en 1889, un año después de ser admitido en el conservatorio de la ciudad.
Bajo la tutela de Antón Arensky (composición) y Serguéi Taneyev (contrapunto), con 18 años se gradúa con las máximas distinciones y finaliza su Concierto para piano y orquesta núm. 1, dedicado a Siloti. Un año después, en 1892, completa en diecisiete días su ópera en un acto Aleko, con la que obtiene la medalla de oro del Conservatorio de Moscú. La obra sería estrenada en abril de 1893 en el Teatro Bolshói con una calurosa acogida de la crítica que catapultaría al reconocimiento y consideración del artista como la gran promesa de la música rusa. Entre el público de su estreno se encontraba una de las personas más admiradas del joven artista: Chaikovski.
El gran compositor ruso, al que Rajmáninov había conocido durante su periplo de estudio con Zverev, influenció notablemente obras tempranas, como su Trío elegíaco núm. 1 en Sol menor, y le alentaría a seguir componiendo, dando como fruto de esta inercia creadora su poema sinfónico La Roca, que —a pesar de estar dedicado a Rimski-Kórsakov— sería presentado al maestro para su aprobación. A Chaikovski le gustó esta fantasía orquestal y se comprometió a dirigirla en una cercana gira de conciertos. Lamentablemente, su muerte en 1893 impediría llevar a cabo esta empresa y Rajmáninov, tras la sentida conmoción al tener conocimiento del suceso, escribiría en su memoria un profundo Trío elegíaco núm. 2 en Re menor, opus 9, obra henchida de momentos umbríos, vehementes y de arrebatos dramáticos, en cuyo segundo movimiento haría uso de un tema extraído de La Roca.
La figura de Rajmáninov parecía consolidarse como el nuevo valor de la música nacional, cuando el estreno de su Sinfonía núm. 1, en 1897, fue un considerable fracaso. La recepción de la obra, tanto por el público como la crítica, fue extremadamente dura y Rajmáninov, en una carta a su amigo Alexander Zatayevich, acusó al director, Alexander Glazunov, de incompetencia y de falta de predisposición para el entendimiento del texto musical. Este episodio sumió al compositor en un estado depresivo que se vio acrecentado por el abuso del alcohol.
A pesar de obtener ciertos éxitos en su faceta de director de orquesta y del buen recibimiento que seguía cosechando su ópera Aleko en otras ciudades del imperio ruso, su estado emocional se agravó, y tras tres años apesadumbrado por esta agria depresión, el músico se puso en manos del doctor Nikolai Dahl. Gracias a las sesiones de hipnosis recibidas, el compositor superó esta situación de hundimiento y abandonó la bebida. Asimismo, por consejo del doctor Dahl, el músico fue a pasar un reposo estival en Italia, produciéndole un efecto muy beneficioso, pues en el país transalpino compuso parte del que sería su Concierto núm. 2 para piano. La obra, escrita en la tonalidad de Do menor, al igual que un intento de concierto proyectado con anterioridad, fue un formidable éxito, marcando su estreno en otoño de 1901 el punto de partida hacia un fructífero período creador.
Tras el triunfo logrado con su Concierto núm. 2, Rajmáninov empieza a componer de manera regular produciendo un amplio número de obras en breve márgenes de tiempo. Así, de 1901 a 1902, el compositor completa su Sonata para violonchelo y piano, la Suite para dos pianos, o algunos de sus Preludios opus 23. Son años felices para el compositor, quien —en 1902— se casará con su prima Natalia Satina, teniendo al año siguiente a su primera hija.
Comienza la composición de sus óperas El caballero avaro y Francesca da Rimini, ambas estrenadas en el Bolshói y, precisamente del Bolshói, aceptará el puesto de director de la orquesta del teatro y ejercerá ese cargo entre 1904 y 1908. Sin embargo, aunque a priori pudiera desprenderse lo contrario, este empleo no marcharía del todo bien debido a numerosos contratiempos en los pagos y las renovaciones de contratos. Este hecho —unido a la inestabilidad política que agitaba la vida pública en Rusia— provocó que el compositor abandonara Moscú y, tras una somera visita a Italia, se estableciera en Dresde, desarrollando una incesante actividad musical como pianista, compositor y director que ampliaría en diversas giras por países de occidente. Será en su primera tournée por EE.UU. donde presente en público su Concierto núm. 3. Nada haría presagiar que sería en estas tierras americanas donde moriría en el exilio —algo más de tres decenios después— tras la Revolución bolchevique, tan alejado de su amada Rusia, en uno de los capítulos de nostalgia más recordados de toda la historia de la música del siglo pasado.
El último romántico
No resulta en absoluto arriesgado afirmar que Rajmáninov no fue un innovador, al menos en su faceta compositiva. Su persona suele observarse como la de un anacronismo, un negador tanto de la realidad como del lenguaje musical de su tiempo. Todo ello cobra especial trascendencia en un período histórico en el cual la musicología ha tendido a enfatizar de manera continuada nombres propios de la pasada centuria como los de Debussy, Schoenberg, Bartók o Stravinski. Si bien es cierto que su dimensión como pianista siempre ha sido, y sigue siendo, elogiada y aceptada como el gran blasón dorado de esa gran edad venturosa que vivió el piano con intérpretes como Godowsky, Hofmann, Rosenthal, Lhévinne o Friedman, su creación musical no ha gozado siempre de la misma apreciación entre los sectores musicales.
Acusado de crear una música arcaica, de ser poco más que un autor trasnochado que escribía música ‘convencional’ extemporánea, el compositor confesaba afligido en el último lustro de su vida cómo se sentía un espectro errático que deambulaba en un mundo que para él se había vuelto extraño, irreconocible. Admitía su incapacidad de despojarse de su antiguo modo de componer música, es decir, de renunciar a sus ‘dioses musicales’ en favor de los nuevos que dominarían el siglo XX. Para entender esta afirmación es preciso concebir a la figura artística de Rajmáninov como la de un romántico, en su acepción íntegra; una persona que no podía desvincular la música ni de su temperamento ni de las emociones de sus vivencias, pues —en sus propias palabras— el compositor debía expresar con su arte ‘su país de origen, sus amores, su religión, los libros que le habían influenciado, o las pinturas que amaba’.
Como sabemos, Rajmáninov fue un virtuoso sin igual, pero también un compositor que completa la cultura romántica en un momento en el cual esta herencia musical empezaba a diluirse o se hallaba ya disuelta, y en la que —a diferencia de coetáneos como Scriabin— no comienza a transformar el lenguaje musical romántico, sino que lo culmina. Su música bien refleja este ideal romántico imperecedero de encontrar en ella el vehículo para expresar sus anhelos, sus desengaños, sus victorias, su amargura o sus miedos. La música, para Rajmáninov, al igual que otros grandes románticos, fue una metonimia de su estado de ánimo, dotando a su discurso melódico de un flujo emocional incesante, lleno de cromatismos y modulaciones que embriagan al oyente y que —como público— nos hace preguntarnos cuántas memorias y confesiones se cuentan a través de su paleta sonora.
El Concierto para piano núm. 3
No sabemos a ciencia cierta qué parte del diario más íntimo y autobiográfico de Rajmáninov se revela en este concierto. El propio compositor no dejó constancia de esta cuestión a través de entrevistas o ni siquiera es posible rastrear algún vestigio al respecto en su epistolario. Lo que sí sabemos es que fue una obra que, dadas sus enormes exigencias técnicas y proporciones ciclópeas, ponía en apuros en el período previo a su estreno al mismísimo compositor, quien llegó a utilizar —incluso— un teclado silencioso en la travesía en barco de trece días que lo llevó a EE. UU. y que seguiría empleando posteriormente durante los largos trayectos en tren que recorrería durante su gira de veintiséis conciertos por este vasto país.
Escrito en el verano de 1909 en la capital de Sajonia, a fin de ser presentado en su debut como pianista y compositor en algunas de las salas más destacadas de todo EE. UU., el Concierto núm. 3 es una obra de una extraordinaria dificultad interpretativa que llega a rozar los límites de la resistencia física del ejecutante, demandando a un pianista cuasi sobrehumano en momentos en los cuales la densidad y las características de la escritura parecen transfigurarse en un ejercicio de calistenia pianística extrema. Fue estrenado el 28 de noviembre de 1909 en la ciudad de Nueva York con Rajmáninov como solista y la New York Symphony Orchestra (después fusionada con la New York Philharmonic) bajo la dirección de Walter Damrosch. Su estreno fue épico y, salvo algunas sucintas críticas que reprochaban su extensión desmesurada, supuso un brillantísimo éxito para el compositor. Seis semanas después, el compositor volvería a tocar por segunda vez su flamante concierto en el Carnegie Hall, pero esta vez con Gustav Mahler a la batuta. Parece ser que estos dos titanes tardorrománticos, de corrientes y estirpes distintas, se admiraron de manera recíproca (a pesar de diferencias de criterio en los ensayos de las que nos ha llegado constancia gracias al testimonio de los músicos de la orquesta). Sin embargo, la muerte —al año siguiente— del genial director y compositor bohemio impidió que esta amistad entre los últimos herederos del Romanticismo se dilatara en el tiempo.
Dedicado al gran virtuoso polaco-americano Josef Hofmann, que nunca llegó a tocarlo en público, el concierto presenta una división arquetípica en tres movimientos. El primero de ellos se inicia con una sencilla y austera melodía doblada a la octava en el piano. Este tema principal posee un inconfundible sabor eslavo, que para algunos autores procedería de reminiscencias del canto ortodoxo. Tras su presentación, con ese tinte de melancolía estoica tan consustancial a la imagen musical del compositor, la orquesta lo recoge y comenzará una andadura dramática que desembocará —finalmente— en un tema secundario de fugaces resonancias marciales. El mismo piano lo encauzará hacia un perfil más amoroso gracias a su elegante lirismo, cargado de una fuerte atmósfera nostálgica que llegará con presteza a un efímero clímax. El desarrollo, fácilmente reconocible al iniciarse con el tema principal, supone un claro paradigma del ideal romántico de lucha heroica entre afectos opuestos. Plagado de momentos cargados de patetismo, ensoñaciones poéticas que se desvanecen, cromatismos desgarradores y siniestros, en él Rajmáninov se sirve de transmutaciones del material temático principal para crear un marco sonoro repleto de una amplia riqueza expresiva para el lucimiento del solista. Este punto se verá enfatizado al final del desarrollo, con la aparición de la cadenza. A pesar de que el autor solo registró la primera de las dos cadenzas escritas para este concierto, la segunda de ellas —marcada como versión alternativa (ossia)en la partitura— se basa en una escritura más sólida y densa, donde destacan complejos de acordes que rebosan intensamente el más puro ímpetu pasional de la música de Rajmáninov. Ambas cadenzas reposan en un diálogo sucesivo entre el acrobático acompañamiento arpegiado del solista con la flauta, oboe, clarinete y trompa, respectivamente. Esta conversación fluida se encarga de apaciguar el entorno sonoro del momento, conduciendo el discurso hacia una reexposición invertida, en la que el solista retoma el tema secundario en forma de cadenza íntima y virtuosa. Solo en el crepúsculo del movimiento parece colarse de nuevo el tema principal en su forma original, portador de una añoranza tan afligida como hierática, en un final que terminará esfumándose en acelerando y pianissimo.
El segundo movimiento se presenta como un Intermezzo al más innegable estilo posromántico ruso. Derrochador de un insaciable sentimentalismo impulsivo, donde el cromatismo desfigura en numerosas ocasiones la línea melódica, su escritura engrosada evoca emociones fluctuantes que se tornan —en un segundo— en impresionantes momentos de exaltación anímica. Falsas esperanzas, gritos del alma, remembranzas placenteras, todas ellas parecen encontrarse contenidas en este sentido movimiento que da paso a un deslumbrante Finale sin solución de continuidad.
El último movimiento es toda una explosión arrolladora de medios malabarísticos en el solista y que vence el tono doloroso, desvaído y taciturno implorante hasta ese momento. En la exposición hallamos un primer tema de aire guerrero que parece llamar a la batalla. El juego de notas repetidas en el piano es recogido por la orquesta durante una transición que dará paso a un segundo tema de carácter efusivo y sentimental. Este, fácilmente reconocible al abrirse paso sobre el arpegio del acorde de Sol mayor, contrasta en carácter con el comienzo del desarrollo. Si bien, esta sección más que adoptar una forma convencional de desarrollo estructural, se presta más bien al tratamiento episódico. En estos episodios podemos encontrar diversas metamorfosis de materiales temáticos previos, en lo que podría considerarse como un intento de unificar cíclicamente la obra. Como ocurre al inicio del desarrollo, donde el tema secundario del primer movimiento aparece en forma de scherzando, para seguir siendo variado de manera grácil, sensual o lánguida, en un claro ejemplo de la multiplicidad de modelos capaces de adaptar la inventiva creadora del compositor. Tras una vertiginosa retransición, Rajmáninov yuxtapone un interludio formado por sobrios acordes a los que seguirá la reexposición del tema inicial y el tema secundario. El movimiento concluye de manera enérgica en un desatado y pletórico final, en el cual —al igual que en el resto del concierto— el compositor supo aunar de manera magistral el gran vuelo melódico y el desparrame de recursos técnicos en la parte solista, con una orquesta que —más que un mero apoyo— es todo un complemento perfecto para un piano con aspiraciones sonoras orquestales.
Todo ello, hace de este Concierto núm. 3 un verdadero vademécum de toda la imaginación expresiva e instrumental del autor; en lo que es un ejemplo irrebatible de cómo el compositor supo plasmar las implosiones de su espíritu sobre el papel pautado. Una psique, la de Rajmáninov, que a nivel musical sería condenada al ostracismo durante décadas, pero que —sin duda alguna— es la creadora de una partitura mítica (si no la más) dentro de la colosal historia del piano ruso.
Una obra imprescindible para apreciar mejor la inabarcable fertilidad artística del universo musical que nos legó el siglo XX.
Ruddy Velasquez Encinas dice
Mi saludo y felicitaciones. Su contenido es de mi entera satisfacción, por el nivel que guardan y lo imprescindible que es para los que amamos la música que nos permite apreciar mejorel universo musical del talento de estos mounstruos eternos…..