Sin lugar a duda, el compositor Dmitri Shostakóvich descolla como una de las figuras más icónicas de la música del siglo pasado. Padre de un corpus creativo de proporciones ciclópeas, encabezado por sus quince sinfonías, su vida y obra siguen siendo —hoy en día— objeto de un constante revisionismo. El primer concierto para piano es también el primero de los seis conciertos para instrumento solista y orquesta que escribiría en su prolífica, y compleja, carrera compositiva.
Por Gregorio Benítez
De los ‘Happy twenties’ al realismo soviético
Dmitri Shostakóvich nació en septiembre de 1906 en el seno de una familia de intelectuales de ascendencia polaca y tradición antizarista en una ciudad de San Petersburgo aún convulsa por la revolución de 1905 de la que había sido epicentro. El mediano de tres hermanos, el joven Dmitri despuntaría rápidamente por sus aptitudes musicales, comenzando a tocar el piano a los 9 años e ingresando, cuatro años más tarde, en el conservatorio de su ciudad natal, entonces renombrada como Petrogrado. En la institución musical más antigua de Rusia tendría como mentor a Alexander Glazunov, estudiando —asimismo— piano con Leonid Nikolayev y composición con Maximilian Steinberg. Sería en esta primera etapa juvenil cuando complete, con tan solo 19 años, su primera sinfonía como obra final de graduación de dicho conservatorio, una composición que causó sensación y le serviría de trampolín hacia futuros proyectos.
Eran momentos felices, en los que el joven pianista y compositor se erigía como una de las grandes promesas del temprano panorama musical soviético, donde gozaba de un prestigio precoz que le hizo recibir numerosos encargos oficiales cuando apenas alcanzaba la veintena.
Será en estos felices años 20 cuando el ‘paraíso soviético’ se abra a vanguardias plásticas como el Cubismo, géneros musicales importados del nuevo continente como el jazz, o las tendencias de compositores occidentales del momento que incluso llegarán a visitar el país como Hindemith, Berg o Krenek. La música que el compositor escribe en este decenio emana espontaneidad y radicalismo, siendo notable el grado de especulación que podemos hallar en su segunda y tercera sinfonías. Esta ‘artificialidad consciente’, como la definiría el crítico Alex Ross, se daba en un entorno de dinamismo cultural renovador que favorecía la experimentación y que veía en ella una clara analogía con la aplicación del ideario socialista y sus políticas revolucionarias a las artes, aunque este espacio de apertura a las corrientes artísticas coetáneas tendría sus días contados al ocaso de la misma década.
Un primer choque con las políticas del régimen lo encontramos en junio de 1929, con motivo de la presentación de su ópera satírica La nariz en formato de concierto y en contra de la propia voluntad del compositor. La obra, que sería estrenada siete meses después en su versión escénica, estaba basada en el cuento homónimo de Nikolái Gógol y en ella, un irreverente Shostakóvich parodiaba la sociedad y las relaciones humanas haciendo uso de un lenguaje ingenuo, a veces virtuosístico y esperpéntico, que se recreaba en lo absurdo y donde incluía alusiones a la música popular y el atonalismo. La Asociación Rusa de Músicos Proletarios no tardaría en cargar contra el compositor acusando a La nariz de ser una manifestación de la ‘decadencia burguesa’ y denunciando su ‘formalismo’. Este último término, tan peyorativo en el entorno cultural soviético, se repetiría en una editorial del diario Pravda con motivo de la representación en Moscú de su ópera Lady Macbeth de Mtsensk en el año 1936, una obra que desagradó considerablemente a Stalin y que era tildaba de ser un ‘embrollo caótico’ en el periódico oficial del partido comunista.
Para entender este cambio tan inesperado que experimenta la apreciación de su música por parte de los estamentos gubernamentales, es necesario analizar el contenido del manifiesto de reconstrucción de las organizaciones literarias y artísticas decretado por Stalin en 1932, en el cual el realismo socialista —terminología acuñada por primera vez en dicha ordenanza— se convertía en la única estética artística consentida en el estado.
El Concierto para piano núm. 1 se encuentra en esa horquilla cronológica en la que la admiración hacia ese enfant terrible protegido por las autoridades se disuelve y se tornará en una hostilidad constante; una verdadera espada de Damocles que pendía sobre la cabeza del compositor. La partitura no es solo una clara evidencia de este período trémulo que atravesaba el músico, sino también un fiel testimonio del vínculo de Shostakóvich con el instrumento.
Shostakóvich y el piano
Posiblemente, al igual que ocurre con su producción para piano, la faceta pianística de Shostakóvich quede eclipsada por su inmensa dimensión como sinfonista. Sin embargo, cuando se hace mención al músico ruso hay que tener presente que, al igual que otros compositores de ese tiempo como Béla Bartók, Sergei Rajmáninov o Sergei Prokófiev, Shostakóvich fue un avezado concertista, especialmente durante los primeros años de su creciente carrera artística, hasta que una esclerosis lateral amiotrófica relegaría —paulatinamente— su vertiente interpretativa al ámbito del estudio privado. No obstante, a diferencia de los compositores citados, el piano no ocupa un eje prioritario dentro de su invención musical, siendo su catálogo para este instrumento algo más modesto que el de otros compositores.
Su producción para piano solo está encabezada por los 24 preludios opus 34 y los 24 preludios y fugas opus 87, además de dos sonatas y otras colecciones de piezas breves, algunas de las cuales dominarían su época estudiantil y los años inmediatamente posteriores.
Destacan en esta primera fase colecciones como las Tres piezas fantásticas opus 5 o los Aforismos opus 13, partituras en las que el compositor demostraba un conocimiento bastante íntimo de las posibilidades del instrumento. Igualmente, su Sonata para piano núm. 1 opus 12 es un claro ejemplo de sincretismo entre la tradición musical germana, la nueva música rusa y el juego de transformación temático lisztiano; habiéndose conformado como su contribución más notable a la evolución del género sonata en el siglo XX y una obra paradigmática dentro de su estilo compositivo más temprano.
En 1933, casi al mismo tiempo que escribía este primer concierto, el compositor le confesaba a un amigo que estaba estimando seriamente la posibilidad de dejar la composición para retomar su actividad concertística, un dilema bastante razonable teniendo en cuenta el persistente dedo señalador que empezaba a sentir desde comienzos de este lustro. Era el piano en ese año de 1933 el centro sobre el que orbitaba la tarea compositiva de Shostakóvich, primero acometiendo la empresa de los 24 preludios opus 34 y, tan solo cuatro días después de la finalización este ciclo, del Concierto núm. 1 opus 35. Con esta obra el compositor reconocía su intento de llenar un hueco existente en la música soviética de esta era, en la cual no se habían compuesto todavía conciertos significativos para este instrumento. La aparición de su opus 35 fue —por consiguiente— todo un hito en la historia de la música en la URSS, una obra que iría seguida por otros conciertos de compositores contemporáneos como el célebre Concierto en Sol menor de Dmitri Kabalevsky (1935) y el Concierto en Re bemol mayor de Aram Khachaturian (1936).
El Concierto para piano, trompeta y cuerdas
Estrenado con muy buena recepción en Leningrado el 15 de octubre de 1933, contando con el mismo compositor al piano, Alexander Nikolaievich Schmidt como trompetista y la batuta de Fritz Stiedry dirigiendo a la Orquesta Filarmónica de Leningrado, la obra muestra a un joven Shostakóvich lleno de energía y humor, pero sin renunciar a ese lirismo tan personal que caracterizó a toda su música. El concierto, que fue empezado el 6 de marzo y finalizado 20 de julio del mismo año de su estreno, consta de cuatro movimientos que se suceden sin interrupciones (Allegretto–Lento–Moderato–Allegro con brio).
Resulta preciso aclarar, debido a que su nombre podría incitar a confusión, que no se trata —en un sentido estricto—de un concierto doble, sino de una partitura en la cual el papel solista lo desarrolla el piano, alcanzando la trompeta el rol de coprotagonista únicamente en el último movimiento.
Gracias a Evgeny Makarov, pupilo del compositor, sabemos que la obra fue concebida en su génesis como un concierto para trompeta al que gradualmente fue anexionándose una parte de piano cuyo protagonismo iría in crescendo hasta convertirse, finalmente, en el solista principal de la partitura. La importancia de este concierto en la deriva de su vida concertística fue tan relevante que, después del estreno, Shostakóvich dejaría de tocar el repertorio de otros compositores para convertirse en intérprete exclusivo de su propia música, siendo este concierto una de las obras más interpretadas por él mismo.
Allegretto
El primer movimiento se abre con una rápida escala descendente de Do mayor en el piano, que se precipita —de manera sorpresiva— sobre una nota ‘errónea ‘, un re bemol en la trompeta. De esta nota surgirá, en el piano, una nueva escala mayor ascendente que desembocará de nuevo sobre do. El tono jocoso que se observa en estos tres compases de inicio descritos se vuelve ahora serio, con un tema principal muy expresivo e íntimo en el que el piano divaga sin un destino claro. El motivo principal de la línea melódica dibuja el acorde de Do menor, en un diseño que bien pudiera recordar al comienzo de la sonata Appassionata de Beethoven. La cuerda recoge este tema en una agógica más apresurada, con el mismo tono de expresión contenida, hasta que el piano vuelve a irrumpir imprimiendo un carácter algo más desenfadado y rítmico a esta primera sección. Este cambio de estados de ánimo en un mismo movimiento, tan fácilmente reconocible en la música de Shostakóvich, será encauzado hacia un segundo tema mucho más lúdico, escrito en la tonalidad del relativo mayor: Mi bemol mayor. En esta zona temática realizará su aparición la trompeta en un pasaje fugado donde se solapará con el piano, creando un bullicio cómico, casi circense, que dominará todo el movimiento hasta la reexposición del tema principal, esta vez, en las cuerdas.
El movimiento concluye con la misma atmósfera introspectiva que el comienzo, retomando el piano el tema inicial que, en esta ocasión, parece difuminarse en la soledad de un lúgubre dúo entre el solista y la trompeta.
Lento
El Lento comienza con una introducción de las cuerdas con sordina que recogen ese ambiente íntimo y reflexivo con el que finalizaba el movimiento precedente. Escrito en ritmo ternario, este ‘vals lánguido ‘ posiblemente sea una de las páginas más descorazonadoras escritas por el compositor hasta ese momento. Con un tono de melancolía comedida, el piano sucede al exordio de las cuerdas, utilizando Shostakóvich en este momento unas texturas mucho más diáfanas que en el Allegretto, en las cuales la orquesta acompaña al solista en un entorno sosegado que irá —progresivamente— aumentando en tensión, aunque sin alcanzar grandes aglomeraciones de masa sonora como ocurría en el movimiento anterior. La escritura pianística de este segundo movimiento está marcada por un empleo bastante recurrente de melodías dobladas a la octava, aspecto idiosincrático del pianismo del músico eslavo que, en este caso, dota de una fuerte sensación de sobriedad a la parte solista. Esta, por su lado, encontrará su momento de mayor demanda técnica en un più mosso central con cierto toque bachiano, y donde se percibe una idea de recitativo acompañado que jugará el papel de interludio en el movimiento. Tras esta parte central, las cuerdas reconducen el discurso musical hacia el estado de sentimentalismo reposado del comienzo. Será en esta reexposición cuando realice su aparición una tenue trompeta con sordina que recogerá la melodía inicial presentada por la cuerda. Tras un lacónico diálogo con el piano, el protagonismo volverá a recaer en este instrumento, quien será el encargado de cerrar —junto a la orquesta— el movimiento de una manera muy sutil.
Moderato
El tercer movimiento, por su parte, con sus menos de dos minutos de duración, es el más breve de todos los que integran el concierto. A pesar de ser publicado como un movimiento más, su carácter hace de él más un preludio que un movimiento independiente, pues su función principal es la de servir de introducción al movimiento final. De hecho, la escritura del piano presenta características cercanas a las usadas por el compositor en sus preludios opus 34, con un inconfundible toque improvisatorio y pequeños momentos de imitación contrapuntística. Así, este Moderato se inicia en el piano con un solo nítido y fluido —a la manera de Bach— sobre una nota pedal de mi bemol; tras esta entrada, el solista dará el relevo a la orquesta, que impondrá un ritmo más pesante y un lirismo parecido al empleado por Shostakóvich en algunos de los fragmentos más melódicos de su música para cine.
Finalmente, piano y orquesta se unen, creando un momento de somera apacibilidad que no hace presagiar el incesante Allegro con brio que se sucede tras la rápida escala ascendente del piano.
Allegro con brio
Será este último movimiento una auténtica explosión de energía con innumerables citas musicales que van desde las de compositores clásicos a la música popular judía, y en el cual Shostakóvich retome ese acento burlesco inconfundible e inherente a su personalidad artística. Escrito, al igual que el primero, en forma sonata, en él se produce la mayor interacción entre el piano y la trompeta de todo el concierto; dejando momentos verdaderamente trepidantes con un carácter de perpetuum mobile en numerosos pasajes. Prueba de ello es el mismo comienzo, donde las cuerdas impondrán un ritmo incesante con una clara alusión al Rondo opus 129 de Beethoven que embriagará a todo el movimiento. Igualmente, la segunda intervención de la trompeta recuerda al tema principal de la Sonata Hob. XVI/37 en Re mayor de Haydn, aunque con una ligera modificación interválica propia del humor mordaz del compositor ruso.
Será la trompeta la encargada de exponer el segundo tema, muy fácil de identificar por el giro a presto que experimenta el discurso musical en ese momento. El tema inicial vuelve a aparecer en el piano al comienzo del desarrollo, seguido —sin perder su ritmo frenético— por la orquesta, que será la responsable de conducir el movimiento hacia una especie de intermezzo protagonizado por la trompeta. El piano parece querer interrumpir el papel de actor principal de la trompeta en este solo con un rudo acorde que cualquier oído moderno catalogaría como funky, aunque realmente no lo consigue, y será la orquesta la encargada de redirigir —de nuevo— el concierto hacia una reexposición que dará paso a la virtuosística cadenza del piano. Aquí, una vez más, Shostakóvich parece acordarse de Beethoven, al empezar con el mismo trino con el que finaliza la cadenza del tercer concierto para piano del genio de Bonn. Tras esta intervención del solista, el concierto finaliza de forma explosiva con ecos de music hall que enfatizan su tono sardónico en un tumulto sonoro que pone el broche de oro a la obra.
Es este concierto una pieza maestra del eclecticismo de un joven artista que parece cerrar un ciclo de su biografía con la composición de esta obra. Los vítores que acontecieron al estreno pasarán ahora a convertirse en acusaciones e incertidumbre. Será, inequívocamente, su opus 35 un espejo de la creatividad de Shostakóvich frente a la represión, de talento frente a la mediocridad de los censores, de fantasía creativa vigilada y condicionada por una tiranía que no logró aprisionar la arrolladora genialidad de este Beethoven del siglo XX.
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