Hoy día la calidad musical a nivel mundial es estratosféricamente alta comparada con la de no hace muchos años. Todo ha cambiado, y muy rápido, gracias en parte a la globalización que nos permite disfrutar de grandes artistas en directo, que viajan desde y hasta cualquier teatro del mundo, y en parte también a la prolífica difusión audiovisual que disfrutamos gracias a la tecnología. Aunque hay algo que no ha cambiado tanto y es la formación. Estoy seguro de que ha mejorado a lo largo de la historia, y no solo en la música, pero vivimos en un entorno enfocado a la productividad que deja al individuo fuera de lugar. Lo más importante es hacer las cosas bien, y preferiblemente en poco o nada de tiempo, a costa muchas veces de generar estrés y bloqueos emocionales, en una actividad que precisa justamente las mayores dosis de confianza y libertad de los seres humanos: la música. Este artículo trata de poner voz a esas situaciones que ocurren habitualmente en nuestro sector pero que no terminan de atajarse del todo.
Por Fran Parrado
Empecemos por el principio: ¿qué es el coaching?
El coaching es un proceso de acompañamiento reflexivo y creativo que, siendo honestos, existe desde hace cientos de años; ya Platón y Aristóteles nos conducían hacia formas de pensamiento más elevadas a través de sus grandes preguntas. Porque el coaching se basa precisamente en eso, en hacer las preguntas adecuadas que lleven al coachee (la persona que recibe la sesión de coaching) a lo mejor de sí mismo: reconocer sus talentos, encontrar una motivación fresca y dinámica, reforzar el compromiso que se tiene con la carrera profesional…
Se trata, además, de hacerlo de una manera que fomente la autonomía y el autodescubrimiento. Es decir, en este sentido es lo contrario a una clase magistral, que es la forma tradicional de enseñar que manejamos. El coaching está más cerca de la definición original de educar: del latín educare, que significa conducir o guiar de dentro a afuera. Tiene la connotación de que el educador es quien induce al educando a que utilice sus propios recursos y descubra las respuestas por sí mismo. Justo lo contrario a la educación a la que estamos acostumbrados, en la que el maestro nos dice cómo son las cosas y el alumno tiene que comprender y ejecutar. Esta forma es aparentemente más rápida y específica, pero tiene como desventajas que, bajo presión, que es la premisa bajo la que vivimos hoy día, el alumno puede caer fácilmente en bloqueos de tipo emocional e incluso físico.
Por eso el coaching para músicos no va todo de preguntas. Se incorporan además ejercicios prácticos que involucran al cuerpo y la imaginación, para hacer más fácil trasladar los beneficios al instrumento. Ya sabemos eso de que la mejor teoría es una buena práctica. Y es que de práctica va nuestra profesión, pues en la música no vale solo con saber las cosas, sino que hay que hacerlas, demostrarlas y convencer al público de que lo que hacemos no es difícil, sino fluido y evocador.
Confianza: la clave del proceso
El nivel de exigencia hoy día es bastante alto. Para qué engañarnos, ¡es el más alto de la historia! Aunque me atrevería a decir que ser músico nunca ha sido fácil, incluso en otras épocas. Pero hoy día se nos exige tener que conocer todos los dialectos de la música: interpretaciones barrocas, clásicas, románticas, contemporáneas… Lo asumimos como algo natural, pero en ninguna otra época el músico había tenido que conocer y dominar tantos tipos de lenguajes. Este dominio compite además con la gran cantidad y calidad de profesionales hoy día. Es una presión con la que contamos, en parte, gracias a la difusión mediática de las redes sociales, aunque ya nuestros profesores de conservatorio, si tuvimos la suerte, nos recordaron lo difícil que sería hacernos un hueco en el mundo artístico. O a lo mejor no nos lo dijeron, pero vimos lo bien que tocaban los compañeros en las audiciones y pensamos que no éramos tan buenos. Que había que terminar el conservatorio con unas calificaciones honoríficas para pretender hacer algo decente en el panorama actual… O quizá nada de eso, sino que todo eran adulaciones y matrículas de honor, pero al terminar de estudiar la realidad profesional no ha coincidido en absoluto con las expectativas.
Y es que, en general, hasta que uno se siente seguro y cómodo en su identidad artística vive en un estado de constante insuficiencia, especialmente en este entorno tan salvaje en que vivimos. Incluso con una carrera consolidada, un artista puede sentir inseguridad en su expresión al notar que su cuerpo no responde de la misma forma, o por tener que adaptarse a un estilo extravagante de un director… Todo esto afecta a uno de los pilares fundamentales de la interpretación en público: la confianza.
Tenemos derecho a no saber cómo es nuestra identidad artística, a no tener una definición clara de sus matices, porque vivimos en una sociedad que no nos educa en el autoconocimiento, y por desgracia ni siquiera en el entorno artístico. Porque esa identidad es algo que no se trabaja ni menciona en los años de formación, sino que se da por hecho que uno es artista y que por eso está ahí. Se trabaja el sonido, la técnica, el fraseo… pero ¿qué hay de los valores que el músico desea transmitir? Esos valores son realmente el sustrato de todos los elementos técnicos y expresivos, son los que nutren y dan vida a los colores, las coloraturas y cualquier elemento expresivo que queramos transmitir. Y no solo eso sino que muchas veces, el deseo de expresarlos es la razón y el compromiso de dedicarnos a esta profesión.
Es por eso que una parte fundamental de mi trabajo como coach es recuperar esos valores en quienes acuden a mí. Destacar todo lo que se ha desdibujado por la presión, exigencia o desvalorización. Hacer que cada músico tenga claro cuáles son esos elementos que definen su personalidad y conectarlos con su sonido y fraseo.
Conocerse a fondo
Hay otros elementos personales que son de gran importancia a la hora de mantener la confianza, como son los talentos o las fisuras emocionales. La mayoría de las personas piensan que uno es talentoso porque toca bien. Pero los talentos, y hablo en plural porque cada uno de nosotros poseemos múltiples, no consisten en hacer las cosas bien, sino en aplicar una serie de conocimientos profundos y de distintas áreas a una acción concreta. Y por eso encontramos intérpretes que destacan en precisión, otros en trascendencia, en frescura… Es una pena que muchas veces se confunda el talento con el virtuosismo, porque el espectro expresivo abarca mucho más que la agilidad. De hecho los talentos se observan también en el dominio de lo escénico. Hay artistas que tienen un magnetismo especial que atrapa al público nada más poner un pie en el escenario. Son personas que viven desde su grandeza, es decir, que integran esos valores y talentos y los comunican en su interpretación. ¿Cómo han llegado a esa grandeza?
Muchos dirían que después de una larga y fulgurante carrera artística, y generalmente es así. Pero la realidad es que la grandeza es algo inherente a cada uno, y todos contamos con talentos extraordinarios. Sin embargo, hay personas que nacen en una buena sintonía con ese nivel de conocimiento, y sus horas de estudio resultan altamente eficaces. Recordaré siempre la impresión al ver un video de Anne Sophie Mutter en un documental autobiográfico, en el que aparece tocando con apenas 8 años. Es un fragmento de los Aires Gitanos de Sarasate y de manera inequívoca se puede reconocer su fuerza, precisión y dulzura. Obviamente con el paso de los años ha matizado y perfeccionado toda su paleta expresiva, pero ese germen está ahí desde siempre. Incluso al final de la pieza, cuando empieza a correr y va casi por delante de su pianista, podemos percibir cómo se desborda su capacidad de liderar, otro talento fundamental que aplica en su carrera.
Por otro lado tenemos las fisuras emocionales, que son todas aquellas cualidades personales que no tienen la madurez suficiente para encarar situaciones cotidianas. Todos tenemos nuestras carencias y nuestras virtudes, pero algunas de esas carencias afectan a la vida artística. Por ejemplo, personas con una gran inseguridad que al exponerse en público no tienen la suficiente entereza para sostener su interpretación. O personas con una alta autoexigencia que bloquean el aprendizaje porque durante el estudio tienen demasiada tensión. No estamos hablando de patologías que requieran un tratamiento psicológico, como pudiera ser la depresión o un trastorno de la personalidad, sino de aquellos aspectos que suponen un desajuste para nuestro rendimiento. Hay casos en los que el proceso de preguntas del coaching resuelve por completo estos desajustes, pues mediante el diálogo el coachee alcanza una perspectiva más amplia. En otros, hace falta un trabajo previo de organización en el que resultan muy útiles los esquemas de síntesis. El hecho de trabajar no solo con nuestras ideas, sino también con las emociones, requiere de un esfuerzo intelectual y de abstracción importante. Por eso en algunos casos también se utilizan recursos de tipo simbólico o metafórico, pues resultan tener una gran eficacia además de ser muy amenos. Y por último en otro tipo de casos es necesaria una intervención más física, involucrando otros recursos de la inteligencia asociados al movimiento y la conciencia corporal.
El cuerpo como elemento comunicador
Nuestro ‘mundo interior’ se refleja constantemente en el cuerpo, y a través del movimiento consciente podemos profundizar en todo aquello que sentimos pero no somos capaces de explicar con palabras. Pero para llegar a sentir todos estos matices hace falta desarrollar un sentido que ha sido el gran olvidado en la historia: la propiocepción. Se trata de nuestra capacidad de percibir la posición y el movimiento de los músculos. Realmente a través de este sentido podemos percibir más cosas como son el equilibrio, la sensación de hambre, la temperatura corporal… pero en nuestro caso nos interesa la parte muscular.
El problema con este sentido es que requiere de un gran dominio de la atención, pues lo que se percibe a través de él tiene un carácter muy sutil. Hace falta serenidad y espacio para que podamos interpretar con claridad las señales recibidas en el cerebro. Pero generalmente en la práctica musical, y quizá debido a su complejidad, se superponen otros elementos a este sentido. La vista se lleva muchas veces gran parte de la atención, bien sea leyendo la partitura o escudriñando el movimiento de los dedos sobre el instrumento. Y otras, cómo no, es el oído quien capta la mayor parte de nuestra atención. Quizá estos detalles puedan parecer banales, pero juegan un papel fundamental en nuestro rendimiento como intérpretes. Hay fases del aprendizaje que funcionan mejor utilizando recursos visuales, como por ejemplo la memorización de pasajes largos. Y otras como la organización de las dinámicas que requieren, obviamente, de nuestra inteligencia auditiva. La parte de la propiocepción es idónea para los momentos que requieren mayor coordinación, para regular la intensidad energética y también para los matices de la expresión. También es ideal para los cantantes ya que, como su cuerpo es su propio instrumento muchas veces las sensaciones corporales son más fiables que el sonido que les llega de vuelta de la sala. El gran pianista Vladimir Horowitz es un ejemplo en el que predomina esta quietud tan particular, y puede verse en sus gestos, movimientos, su expresión facial relajada, sin que eso reste matices a su interpretación.
Lo ideal es que haya un equilibrio entre todos los sentidos y que tengamos una alternancia fluida según lo que se requiera. Sin embargo, cuando la dificultad asoma, ese equilibrio se polariza y hace que unos sentidos predominen sobre otros, haciendo más complicada la ejecución. Generalmente suele ser la vista quien se lleva toda la energía disponible de nuestro cerebro y por ende se reduce nuestra capacidad de sentir. No es que perdamos sensibilidad, sino que nuestra atención está mayoritariamente en el recurso visual y apenas reparamos en la información sensorial.
Sabiendo esto, trato siempre de llevar al coachee a un lugar equilibrado, un espacio mental suficiente como para ejecutar y solventar cualquier elemento de la interpretación. Es algo que siempre vemos en los grandes cuando salen a los escenarios y hacen gala de un gran aplomo. Hay determinados talentos que instalan ese espacio interior, y que nos permiten tocar de una manera cómoda. Y también hay fisuras emocionales que impiden ese espacio interior. Este es el punto en que el coaching tiene un papel crucial en la vida del músico, esa piedra angular que aúna los aspectos personales y profesionales.
El arte como proyecto de vida
Una vez que se dominan los aspectos técnicos y nos consolidamos en nuestra trayectoria profesional, resulta interesante una revisión de la implicación personal en la misma. Las técnicas actuales de gestión de proyectos son ideales para este planteamiento, y en ese sentido nos pueden ayudar a definir bien nuestros objetivos a corto y largo plazo y a cómo sortear las dificultades que encontremos en el camino. A groso modo, un proyecto de vida es una actividad que realizamos desde nuestro máximo compromiso. Es aquello donde depositamos nuestra mayor pasión y energía, y que no hacemos simplemente para ganar dinero. Una carrera de músico desde luego que se trata de un proyecto de vida. Ya el propio sistema de estudios, de catorce años de duración actualmente, deja atrás a quienes no tienen una implicación total. Porque hay algo claro y es que, tengas más facilidad o menos, siempre hay que dedicar muchas horas y tener una férrea constancia para dedicarse a la música. Y eso solo puede hacerse de manera saludable si es tu pasión, y que el interés por aprender y mejorar cada día sea quien guíe el proceso.
También para soportar muchas veces los periodos de incertidumbre sin conciertos, las innumerables pruebas o audiciones para conseguir un contrato (y sus correspondientes NO APTO), o para ser capaz de afrontar las críticas sin desestabilizarse. Estos aspectos más duros de la profesión se ven compensados por los momentos maravillosos que se dan en los escenarios, y por supuesto también por la satisfacción que nos otorgan nuestros logros. Por eso, tener una buena perspectiva que nos permita relativizar y recontextualizarnos nos ayudará a mantener nuestra motivación al máximo, y con ganas de seguir adelante.
Y es que después de conseguir tanto, el público y nosotros mismos pediremos más. Querremos depurar mucho más nuestro virtuosismo, nuestro sonido, nuestro fraseo… Ya sabemos que la música es un arte que no tiene fin, y la mejor manera de asumir este hándicap es que intentemos crecer al mismo nivel en lo personal. Que podamos tener la misma plasticidad emocional que nuestro sonido, que podamos integrar la filosofía de nuestro pensamiento con la de los grandes autores, y de esa forma aportemos al discurso musical nuestra sapiencia. Que los grandes sentimientos que vivimos a veces durante el concierto formen parte de nuestro acervo; y así podamos profundizar más y más en todos ellos, compartiéndolo también con nuestro entorno cercano. Pues eso hará que mantengamos nuestro compromiso vivo con la música. Hará que podamos posicionarnos de manera sólida en la defensa y valoración de las artes, que tan poco peso tienen en la sociedad actual.
Hagamos pues, con esta manera de entender la música, una forma de difundir las formas de pensar y sentir más elevadas que disponemos. Con humildad, desde el equilibrio, y con la alegría de estar formando parte de esta construcción conjunta que es la humanidad.
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