Texto: Sofía M. Gascón
Ilustración: Iciar L. Yllera
Madrid, sábado 1 de julio de 2017
Mi queridísimo nieto:
Te escribo, como siempre, desde este, mi sillón de cuero desgastado y botones rotos. Mirando por la ventana la gaviota que se ha posado en el alféizar, y, como siempre, buscando las ondas que solo los marineros conocemos del horizonte. El mar. Mis soñadas mareas saladas. La abuela está en la cocina, como todos los domingos preparando unas natillas, y un olor a vainilla y galletas María, perfuma la casa. Hoy he ido a recoger una analítica de sangre y tenía un poco alto el azúcar. Pero ni por mil diablos se lo digo yo a tu abuela, para que me deje sin natillas de postre. ¿Te imaginas morir de eso? De puro dulzor, digo. A manos de tu abuela. No me parece mal final. Jajaja. Pero bueno, ya sabemos que bicho malo nunca muere, ¿verdad hijo?
En la última carta me preguntabas por aquel glorioso día en el que tu abuela y yo nos encontramos al fin. Todo empezó cuando decidí desarrollarme en la carrera de tenor. Dios santo, y era tan bueno… los niños callaban cuando me veían interpretar, y las mujeres quedaban boquiabiertas de sorpresa. Fui puliendo la técnica, cantando día y noche, noche y día. ¡Como un ruiseñor, o como un mirlo! Y no es de buen gusto que así lo diga, pero no había rival para tu abuelo. Porque mientras todos cantaban con la garganta, yo lo hacía con el corazón. Sin embargo, pasó el tiempo, y no hubo coro alguno en el que me aceptaran. Ya lo sé, sé que ahora estarás exclamando en tu cabeza: ¡Claro que no, viejo bobo, eres mudo. Nadie quiere a un mudo en un coro, es un contrasentido! Y no sé bien explicar por qué no pensé antes en aquello. Tal vez sea porque echaba en falta que alguien se desgarrase el alma en un solo que no saliese de la boca sino del corazón. A llamaradas y chorretones furiosos, a cascadas tempestuosas, que se le desbordase la voz, ahogada de notas en sus bocas. Y hay veces que uno confunde un sonido agradable con una melodía del alma. Puede que sea por eso o porque es verdad que soy un viejo bobo.
Y en esas estaba yo, en ese puro debate interno de si estaba realmente loco o si los demás estaban sordos, cuando… una muchachita me vio salir del teatro. Y era tan bonita, delgada, y chiquitita, flotando sobre la acera, silenciosa y cubierta de pies a cabeza de ese olor dulcesuyo de natillas y galletas. Y así, resuelta y con gracia me dijo: “He leído que buscaban tenor para el coro. ¿Eres tú uno de los que se ha presentado? ¡Cántame algo!”. Sonrió.
Y así, la expectación y el entusiasmo de la muchacha, me llenaron el pecho, lo inflé de aire y de magia y canté. Como nunca, hijo mío. Ojalá me hubieras visto. Pero es que era una muchacha preciosa y era mi obligación, como galán y caballero, sorprenderla por completo. Acabé la canción ypensé que era tonto. Tu abuela había quedado callada e inmóvil yyo había recordado que era mudo. Pero… de pronto, una lágrima cristalina y limpia resbaló por la mirada de la muchacha. Y rompió a llorar, sobrecogida entre sollozos por mi canto.
Y ya lo sé, hijito mío, sé que te estarás llevando las manos a la cabeza diciéndote que te estoy engañando y que ni yo canté ni ella pudo escucharme, uno por mudo y otra por sorda. Y es que la música es así. Se canta y se oye por el mismo sitio, por el corazón. Y esa muchachita fue la única que me escuchó con los oídos del alma. La única que me sobrecoge, la única que me oye de veras, la única que entiende que no hay voz que brille más ni que suene tan limpia como la de este viejo bobo. Por eso ella hace natillas y yo, mientras, le canto, le canto, le canto y le canto. Y lo más maravilloso de todo es que le encanto.
Te quieren, siempre, tus abuelos.
Un beso, nieto.
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