Por Carlos Tarín
En 1803 se descubren en la abadía de Benediktbeuren unos 250 poemas escritos en latín bajomedieval, mezclado con un alemán temprano. El estilo apunta a los goliardos, monjes y/o estudiantes errabundos de vida libre, que hacían de las tabernas su templo; pero no se ha descartado que estos cantos fuesen una forma de protesta contra el estilo religioso en boga, o incluso que sus autores pudieran ser trovadores reales o al servicio de éstos; o todo a la vez, ya que probablemente la fecha de creación fuese anterior al siglo XIII (se piensa que fueron agrupados hacia 1230), y su procedencia muy diversa. Su compilador debió ser un erudito, cosmopolita y poderoso caballero, a juzgar por las ricas iluminaciones del manuscrito. Sin embargo, hasta 1847 no se dieron a conocer en la edición del bibliotecario Johann Andreas Schmeller, quien los presentó con el título de cantos o canciones de Beuren, nombre que han conservado hasta hoy.
Por su parte, Carl Orff había nacido en Munich, no lejos del monasterio, y al conocer por un amigo la existencia de estos manuscritos con música neumática no pautada, sintió un vivo interés por hacerlos suyos; sin embargo, no ha calado ninguna melodía original en su obra, sólo los textos y su espíritu. En cuanto al estilo, Orff, gran conocedor de la obra de Monteverdi, Schütz o Schoenberg, adopta, sin embargo, un aire «nuevo», «no corrupto», buscando el efecto inmediato en el oyente. Esta estética se alinea con el llamado vitalismo, una corriente que gozó de las simpatías del régimen nazi, lo que ha pesado siempre en la carrera del muniqués. Las sospechas no son del todo infundadas: nos recuerda Claudio Uriarte, entre otros sustanciosos detalles, que «Orff también compuso una Oda al Cumpleaños del Führer y eso en 1944, cuando Hitler estaba perdiendo la guerra y la mayoría de los compositores oportunistas como Richard Strauss empezaban a marcar una prudente distancia».
La obra fue estrenada el 8 de junio de 1937 en Frankfurt, y en 1953 Orff la agrupó junto a los Catulli Carmina (1941-43) y el Trionfo di Afrodite (1949-51) en el tríptico Trionfi. Se trata de una cantata escénica, en la que no hay un verdadero un hilo dramático, por lo que ha supuesto un verdadero problema para los directores de escena. Musicalmente posee una buscada simplicidad, en la que el aspecto rítmico se impone a los demás (se consideraba devoto de Stravinski), con gran alarde de percusión, marcado sentido enfático de la repetición (ha justificado en Monteverdi sus reiteraciones estróficas), así como interés por las dinámicas estentóreas, notas subrayadas permanentemente, etc.
I. La primavera (Primo Vere)
El primer número posee una introducción que quiere sorprender al oyente con una entrada espectacular. Habla de la diosa Fortuna, del fatalismo estoico que nos hace inermes ante nuestro destino, expresado con el cuidado que Orff pone en imbricar texto y música: notas largas, especialmente al comienzo de verso, subrayan la entrada de las voces en un contratiempo que choca con la métrica regular de los instrumentos; mientras, la acentuación de todas las notas subraya aún más la ostentación del inicio. El número se estructura musicalmente en once frases de 8 compases cada una (repetidas con ligeros cambios), a las que precede la famosa y referida introducción (4 compases); cierra una briosa coda instrumental.
Continúa en el siguiente número un lamento por los efectos veleidosos de la diosa Fortuna (nº 2), con un esquema que se repite. Una primera frase es entonada por los bajos, en la que se juega con el acento latino, vocalizando y/o sincopando las sílabas acentuadas de palabras como «heridas» (vulnera), «lacrimosos» (stillantibus), «dones» (munera), «ha sustraído» (subtra-hit), etc. Para cada segunda estrofa (Verum, Quidquid), recurre inicialmente a tenores y bajos sobre una métrica muy regular, estrofa que será inmediatamente amplificada en la repetición por el coro completo, fuerte, y con un dibujo insistente en cuerdas y trompas.
Fortuna Imperatrix Mundi
Comienza ahora la primera parte del tríptico propiamente dicho, en la que asistimos a un canto gozoso y festivo a la primavera, comenzando por una descripción bucólico-amorosa (nº 3). Tras haber llamado nuestra atención con el coro grande, recurre ahora a uno más pequeño, introducido por el xilófono, flauta, oboe y piano, y en el que las voces dibujarán un canto agregorianado, sensación acentuada por la elección del modo eolio, cuyos cuatro primeros versos van introducidos y separados por dos acordes resolutorios, mientras los cuatro siguientes se enuncian sin interrupción, sobre acordes tenidos de la madera y floreados al final sobre un Ah! en el texto, que sustenta largamente el coro al final de cada frase. La fórmula se repetirá dos veces más con distinto texto.
Un solo de barítono (nº4), affettuoso y rubato incita al amor por mandato irrenunciable del sol, «que todo lo templa». Cada frase es introducida por cuatro toques de carillón y flauta, cerrados finalmente por trompas y contrabajos. En el nº 5 volvemos al coro grande, con instrumentos de percusión. De nuevo tenores y bajos inician la melodía, siendo repetida posteriormente por el coro, continuando con breves vocalizaciones pareadas y seguidas de una alegre melodía, alternando luego voces masculinas y femeninas, hasta desembocar en el consiguiente Ah! tenido, con acompañamiento floreado; el esquema se volverá a repetir dos veces más con distinto texto. La única originalidad del número estriba en colorear las palabras que abren cada sección a la manera de los manuscritos medievales, según nota Machlis.
En la pradera (Uf dem Anger)
Este segundo bloque se inicia con una danza de esquema ternario y metro cambiante (nº6, Tanz), siempre dentro de fórmulas tenaces. Cada sección extrema contiene a su vez una subsección contrastante; la central está a cargo de la flauta, y en la repetición los metales se hacen cargo de reexponer casi literalmente esta evocación de danzas alemanas. En Floret Silva (nº7) nos alejamos temporalmente de los ritmos marciales. Y si bien la armonía de los instrumentos e incluso del coro se vuelve más triádica que nunca, notamos una mejor inspiración y un más sincero acercamiento al folklore germano. Al gran coro sucede el pequeño, con igual naturalidad y acierto, culminando en unas dulces vocalizaciones sobre el texto «¿Quién va a quererme?» y el inevitable Ah!. Como es de esperar, todo se repite, si bien con la novedad de pasar del latín al alemán a partir del segundo verso de la siguiente estrofa.
El coro siguiente (nº 8 ) conserva el alemán, la tonalidad y la oposición de coros, esta vez de pequeño a grande, así como su interés en el folklore. En realidad es el coro pequeño el que canta y el grande el que lo interrumpe a boca cerrada; en la segunda estrofa mantiene uno de los Ah!. Todo se repetirá dos veces con diferente texto. Sigue un corro (Reie, nº 9), al que nos introducimos por una sección instrumental también de disposición triádica, y en la que sobresale el bufido abisal del contrafagot y el balanceante de los timbales. Continúa un número estructurado de manera ternaria, cuyas partes extremas son cantadas por el coro grande (Swaz), mientras la más inocente e íntima central (Chume) es encomendada al pequeño. Ambas adoptan un ritmo ternario, especialmente marcado en las secciones extremas por los violines en pizzicato (¿guitarras?). En Swaz, el coro de mujeres imitará al de hombres; la sección central (Chume) nos depara otra de las páginas inspiradas de Orff, a cargo del coro pequeño. Cierra el pasaje un solo de flauta, tras el cual toda la sección se repite. Para finalizar esta primera parte, Orff recurre a la fanfarria de los metales para terminarla llamativamente (nº 10). El texto elegido («si el mundo entero fuese mío […] de él me desprendería por tener entre mis brazos a la reina de Inglaterra»), el carácter hímnico y el grito final del número (Heil!) recrudecen las sospechas nazis que pesan sobre compositor austríaco.
II. En la taberna (In taberna)
El segundo bloque conduce de los amores primaverales a los más carnales del sexo y otros igualmente terrenos; está encomendado a solistas masculinos y coro de hombres. Se trata sin duda de la parte más teatral, y así, la que mejores resultados ofrece a un compositor vinculado a la escena a largo de su carrera. En taberna se inicia con una de encendida canción para barítono sólo (nº11), y la componen dos grandes secciones, la primera de las cuales -de ritmo galopante- se repetirá en música y no así en texto, mientras la segunda -más lírica- va alternando la música cada cuatro versos hasta la breve coda final. El humor negro caracteriza el episodio del cisne asado (nº12), canción introducida por un fagot de discurso entrecortado. Acaso sea una parodia del cisne wagneriano, acaso del aria italiana… lo cierto es que la ironía del canto de un tenor solo, en falsete, suprimiendo los violines, resulta original y acertada. Tres estrofas del solista alternarán con estribillos del coro. Nueva parodia del canto gregoriano (nº13), esta vez a manos de un abad borracho, jaleado por los gritos del coro y acompañado de abundante percusión.
Algunas de estas mismas líneas definirán la siguiente canción (nº14), acaso la más representativa de este bloque escenográfico. Hay, como en muchos de los anteriores, un sentido de progresión, pero esta vez no sólo en el sentido más lineal de ir añadiendo voces e instrumentos mientras se elevan las dinámicas, si no en el más sutil y germánico de ir desarrollando el poema a partir de pequeños esquemas iniciales. Mantiene, en cambio, su reiterativo acompañamiento a contratiempo; parte de la frase (sobre corcheas repetidas) se convertirá en el motor del número. Tras una sección contrastante (Primo paro…), de fuertes dinámicas y notas más largas y acentuadas, vuelven las recitadas corcheas, que toman cuerpo y se expanden durante los siguientes versos (de semel a silvanos, y de decies a agentibus), y tras cada uno, el referido elemento contrastante, que también varía. Para el final, cuando La música empestilla al verso, Orff retoma el principio instrumental (más que fortísimo, feroce) en La mayor, y las corcheas cobran vida plena en un vivo retrato tabernario, de rítmica animada, que hacia su término regresa a las negras acentuadas -también muy modificadas-, pero que concluirá (ya lo pueden imaginar) con el tutti a todo gas y los gritos jubilosos de los bebedores en La mayor.
III. La Corte de Amor (Cour d’amours)
La última parte se inicia con El amor vuela por doquier, un introductorio número por el que nos encaminamos a un amor menos carnal (parecen anticiparlo la dulzura de la orquesta, el grácil coro de muchachos o el canto de la soprano-doncella); sin embargo, Orff nos distancia todavía de tal sentimiento, especificando para la soprano «extrema coquetería, fingiendo inocencia». Una única célula recorrerá el pasaje, en semicorcheas seguidas de notas largas para los chicos, y en un cinquillo de semicorcheas y notas largas para ella. Su canto lo caracterizará un dibujo de insistentes puntillos.
En el nº16 nos hallamos inmersos en pleno amor cortés (de ahí el título en francés del bloque), a cargo de un barítono que alterna el latín con el provenzal. Está distribuido en tres estrofas, haciendo recaer el melisma siempre en el cuarto verso sobre las palabras «llanto», «gran [dolor]» y «remedio», respectivamente, todas ellas en provenzal. No hay una respuesta directa a todo ello en el nº17; sin embargo, se mantiene un acompañamiento sincopado semejante -que separa cada verso de las dos estrofas similares-, un movimiento melódico que lo recuerda, así como la tonalidad. De nuevo el barítono entona un atormentado canto (nº18). Dividido en tres estrofas de tratamiento musical idéntico, en las que predomina un danzable compás ternario. El coro de hombres, que repite el comienzo del canto solista mientras éste se entrega al característico Ah!, es sustituido en el estribillo por el del mujeres, que se hace eco de su pena en alemán. Bien distinto es el nº19. Un grupo de voces masculinas (un barítono y dos bajos, coreados por tres tenores) entonan una canción bufa a capella, de concepción escolásticamente triádica, cuyos versos -en grupos de dos o tres- se van repitiendo hasta enlazar de nuevo con el comienzo, mediante una síncopa inicial mantenida.
Del nº20 se ocupa un doble coro, sustentado por el inevitable acompañamiento a contratiempo, sólo que esta vez la melodía coral rompe levemente su cuadratura mecánica por un inicio sincopado, casi jazzístico. Si el contrapunto esta lejos de la estética orffiana, al menos da muestras de su dominio antifonal con un inocente juego de preguntas y respuestas entre ambos coros, terminando aunados sobre palabras sin sentido (nazaza, trillirivos). La siguiente estrofa vuelve a las figuras regulares, métricas y acentuadas de carácter repetitivo, interrumpidas sólo por uno de los coros y la percusión, finalizando en fortísimo sobre Re mayor (nazaza). In trutina (nº21) se convierte por derecho propio en uno de los momentos brevísimos y más acertados de estas canciones, por el profundo y sincero lirismo que exhuman sus pentagramas (estos pasajes no dejan de vincularse al operismo finisecular italiano), para que se luzcan las sopranos sensibles, sin necesidad de virtuosismo técnico alguno. Tanta magia dura poco, y raudo vuelven casi todos los efectivos en liza (nº22): soprano, barítono, coro de chavales y pequeño coro, arrastrando abundante y cascabelera percusión. Tras el inicio contrastante del coro, sigue un solo de barítono, al que el coro acompaña en su último verso; musicalmente, el número acaba aquí, y lo que resta no es sino la alternancia en los solos del barítono con la soprano y el coro de muchachos. Un minúsculo nº 23 (Dulcissime) esconde un enérgico y dificilísimo pasaje de coloratura para la soprano, con un Re estratosférico. Por fin, el nº 24 está concebido a manera de epílogo y titulado Blanzifor y Helena, en el que las voces, tratadas una vez más homofónicamente van alternando con la cuerda en rubato, aunándose hacia el final, que enlaza sin pausa con la repetición del gran coro en el tono umbrío del primer número, para no olvidar quizá nuestra dependencia aleatoria de la fortuna.