Por Carlos Ruiz Silva
Se cumplen este mes los doscientos años del nacimiento de Vincenzo Bellini, uno de los más extraordinarios compositores de ópera que ha dado Italia, un genio dotado de una creatividad melódica por completo excepcional, que logró en sus escaños años de vida, crear un universo personal, un estilo propio en el que se funden una línea de canto exquisita con un vigor dramático de gran energía y sentido teatral. Una ópera como «Norma» no es sólo el mejor melodrama italiano de la primera mitad del siglo XIX, sino que hay que recurrir a los más alto de Verdi y Puccini para encontrar alguna ópera italiana que pueda comparársele. Pese a ello, el altísimo valor de Bellini, este centenario no ha contando en España con la debida celebración. Es tan injusto como incomprensible. Los responsables de los grandes teatros de ópera españoles no han sabido estar a la altura de las circunstancias. Peor para todos.
Primeros pasos hasta su consagración con «Il Pirata»
Nació Bellini el 3 de noviembre de 1801 en Catania en una familia de músicos. Desde muy temprano dio muestras de un inequívoco talento musical. A los seis años tocaba con soltura el piano y a los siete recibió las primeras enseñanzas de composición de su abuelo, profesor y maestro de capilla en Catania. Las primeras composiciones de Bellini fueron piezas religiosas, corales y de órgano. A los dieciocho años obtuvo una beca para estudiar en el conservatorio de Nápoles, teniendo por maestro a Nicola Zingarelli. De estos años como estudiante datan algunas ariettas que muestran el interés del joven compositor por la voz humana y el teatro, interés que cristalizó en la composición de la primera de sus óperas, «Adelson e Salvini» que fue presentada en el teatro del conservatorio de Nápoles el 12 de enero de 1825 como reválida al finalizar sus estudios.
«Adelson e Salvini» tiene lugar en Irlanda en el siglo XVII y se centra en la pasión de un pintor italiano por la prometida de un lord irlandés quien es, a su vez, mecenas del pintor. El malvado de la ópera es el coronel Struley que para vengarse de lord Adelson intenta raptar a su prometida. Salvini, el pintor, lo impide. Al final, la pareja de nobles se casa y el pintor se las arregla con una hermosa discípula suya. Lo absurdo del libreto, de Andrea Tottola, no impide que la obra tenga momentos de gran belleza en los que aparece la inconfundible vena melódica belliniana, como en el aria de Giuletta «Oh, quante volte» de «I Capuletti e i Montecchi». El aria de Salvini «Ecco signor, la sposa» es, asimismo, muy bella.
El éxito de su primera ópera le valió a Bellini un encargo del teatro San Carlos de Nápoles para la temporada siguiente. La obra, con libreto de Domenico Gilardoni, fue «Bianca e Fernando», una historia siciliana con un tirano usurpador y los dos hijos -que dan título a la ópera- del destronado duque, que al fin rescatan a su padre y lo restituyen en sus derechos ayudados por el pueblo de Agrigento. La ópera se estrenó el 20 mayo de 1826 con el título de «Bianca e Gernando», ya que la censura no permitía que la obra llevase el nombre de un soberano de Nápoles. El aria «Sorgi, o padre» que canta Bianca en el segundo acto contiene una hermosa melodía en la que puede advertirse la esencia del aria belliniana, la pureza de la línea cantabile y el ámbito melancólico de la expresividad que alcanza momentos muy emotivos.
El paso siguiente en la carrera de Bellini habría de ser decisivo. El empresario de la Scala de Milán, Domenico Barbaja, le encargó una ópera para la temporada de 1827. Bellini compuso «Il Pirata», sobre libreto de Felice Romani, autor con el que colaboraría en sus ópera siguientes. El éxito fue extraordinario y extendió la reputación de Bellini por toda Italia. Las consecuencias fueron muy importantes también para su vida privada. Se estableció en Milán y entró a formar parte de la crema de la sociedad milanesa. Los principales salones de la aristocracia, los de la princesa Belgioioso, la duquesa Litta o la condesa Appiani le abrieron sus puertas. De esta época data también su relación amorosa con Giuditta Turina, esposa de un acaudalado comerciante y terrateniente. En una carta fechada en septiembre de 1828 dirigida a un amigo le dice: «Giuditta es una maravillosa mujer, muy rica y con todas las cualidades que la hacen deseable para cualquier hombre sensible. Desde que me ha conocido no asiste ya a fiestas y su único deseo es estar conmigo; creo que me ama verdaderamente. Cuando estamos juntos nos encontramos en perfecta armonía y ya no necesito ir, como hasta ahora, de una belleza en otra. Soy muy feliz».
«Il Pirata» se estrenó en la Scala el 27 de octubre de 1827, alcanzando quince representaciones esa misma temporada. El compositor tuvo la fortuna de encontrar a dos grandes cantantes entonces en la cumbre de sus facultades: el tenor Giovanni Battista Rubini y la soprano francesa Enrichetta Méric-Lalande, para quienes escribió los papeles de Gualtiero e Imogene. El libretista, Felice Romani, se basó en «Bertram» de Charles Maturin, estrenada en 1816, una pieza que tenía todos los ingredientes propios del romanticismo más exaltado: un amor adúltero, un héroe al margen de la ley pero noble y valiente, una heroína que pierde la razón y un final trágico. Romani hizo un libreto en el que conservó la esencia del drama original pero alteró las situaciones, redujo los personajes y adaptó los versos para que Bellini pudiese verter en ellos las excelencias de su prodigiosa vena melódica. «Il Pirata» es una ópera de gran amplitud, con importante intervención coral, teatralidad convencional pero efectiva y, sobre todo, un lenguaje operístico innovador y anticipatorio de la línea que iba a seguir el melodrama italiano. El papel de Gualterio require un tenor lírico-spinto pero que domine el estilo belcantista, mientras que la soprano, en uno de los papeles difíciles de todo el repertorio, es una lírica con cuerpo capaz de expresar momentos del más subido dramatismo combinado con un completo dominio de las agilidades más espectaculares y de la capacidad para la expresión del canto legato de tonos elegíacos. Tal vez a estas dificultades se deba lo escaso de las representaciones de esta ópera.
Triunfos y fracasos: «La Straniera», «Zaida», «I Capuleti e i Montecchi».
El 14 de febrero de 1829, Bellini volvió a obtener un enorme éxito en la Scala con el estreno de «La Straniera», un melodrama con libreto de Romani basado en un poema dramático del vizconde de Alincourt. El texto resulta poco creíble. El rey Felipe Augusto de Francia se casa por razones de estado con una princesa de Dinamarca, pero la misma noche de bodas la abandona. El rey, enamorado de Agnese de Pomerania, intenta repudiar a su esposa para casarse con ella, pero el Papa lo amenaza con la excomunión. Agnese vive recluida en un castillo, pero la joven deja en su lugar a una doble y se retira a una casa sencilla en las orillas de un lago. Las gentes del lugar la conocen como la «straniera» y la consideran una mujer bella, misteriosa y quizás hechicera. Arturo de Ravenstel se enamora de Agnese, pero la extranjera, que se siente atraída por el joven, lo rechaza sin explicarle la verdadera razón. Después de muchas complicaciones -celos, equívocos, acusaciones de hechicería y asesinato- al final llega un mensajero anunciado la muerte de la reina. Agnese retorna a la corte y se convierte en la nueva reina de Francia. El desventurado Arturo se suicida.
Acaso los momentos más bellos de la ópera se produzcan en los pasajes más estáticos, en los que la cantinela belliniana fluye con asombrosa belleza y naturalidad y acierta a retratar psicológicamente a la protagonista con su misterio y lejanía. En este sentido, es modélica la secuencia en la que escuchamos por vez primera a la heroína -cuadro segundo del acto I- por su línea de canto exquisita, de una pureza inmaculada. Pero no todo es placidez y falta de tensión dramática en «La Straniera». Cuando la situación teatral lo requiere, Bellini es capaz de mostrar una fortaleza expresiva que anticipa a Verdi.
Tres meses más tarde, el 16 de mayo, se estrenaba en el teatro ducal de Parma «Zaira», una tragedia lírica de celos y muerte inspirada en Voltaire, con libreto de Romani, que construyó un sonado fracaso. Pero Bellini no se arredró y antes de un año ofrecía un nuevo título, «I Capuleti e i Montecchi», dado a conocer en La Fenice de Venecia el 11 de marzo de 1830 con éxito apoteósico. Un comentarista de la época nos dice que después de innumerables salidas a escena, Bellini fue escoltado hasta su residencia por una procesión de gente entusiasmada que portaba antorchas. Poco hay de Shakespeare en esta ópera. El libreto de Romani abunda en libertades de todo tipo, dejando sólo la línea del argumento, esto es, los amores de dos jóvenes pertenecientes a familias rivales que terminan trágicamente. El personaje de Romeo fue escrito para una mujer, mientras que el primer tenor hacía el personaje de Tebaldo, que es una mezcla del personaje de Shakespeare del mismo nombre y del de Paris, pretendiente a la mano de Giulietta. Entre lo más destacado figura la escena de Giulietta del acto I, en la que la delicadeza expresiva, la hermosura melódica, el contenido melancólico y la exquisitez de la línea de canto hacen de «Oh, quante volte» un modelo de aria belcantista cuya pureza sólo el propio Bellini podría superar en los años venideros.
«La Sonnambula»
En 1830, Romani asistía en París a las tumultuosas representaciones del drama de Víctor Hugo «Hernani». Impresionado por su fuerza teatral y su novedad, se puso de acuerdo con Bellini para realizar una ópera basada en el revolucionario título. Escribió el libreto y el compositor empezó inmediatamente a trabajar en la partitura que destinaba al teatro Carcano de Milán, rival de la Scala, que contaba para aquella temporada con la famosa Giuditta Pasta. Bellini, que estaba pasando el verano con Giuditta Turina en una villa a orillas del lago de Como, llegó a componer cinco números de la ópera pero, tal vez por razones políticas, la empresa fue abandonada. La mayor parte de la música escrita para «Ernani» pasaría a formar parte de «Norma». Para sustituir al fallido «Ernani», Bellini y su libretista decidieron realizar una ópera totalmente distinta, basada en un vaudeville de Eugène Scribe y Germain Delavigne titulado «La villageoise somnambule, ou Les deux fiancées» (1819), por entonces obra de gran éxito, que ya había sido llevada a la escena en forma de ballet por Louis Hérold con el título de «La Somnambule ou L’arrivée d’un nouveau seigneur» (1827).
Bellini compuso «La Sonnambula» con gran rapidez. Los primeros esbozos datan de finales de 1830 y se estrenó el 6 de marzo de 1831. Con ella alcanzaba Bellini una extraordinaria depuración de los elementos melódicos, una gran finura en la orquestación y un definitivo afianzamiento de su estilo, que aparece ahora más fluido que nunca. Pero Romani realizó un libreto carente de fuerza. En «La Sonnambula» hay una cierta blandura y un argumento pueril. Incluso los elementos picantes y de vaudeville -la joven sonámbula que puede ir de una cama a otra sin saber lo que hace- están convenientemente suavizados e incluso edulcorados. La Suiza que se nos muestra es tópica y falsa, pero aun contando con los convencionalismos, «La Sonnambula» es tan poco convincente, como tal historia, que más vale olvidarse del leve asunto y dejarse levar por la belleza de la partitura que alcanza momentos que pueden situarse entre los más bellos del melodrama italiano. Cuatro son los personajes principales de «La Sonnambula»: Amina, una huérfana delicada y sensible que padece de sonambulismo; su prometido Elvino, un acomodado granjero; Lisa, la mala de la historia, enamorada de Elvino y rival de Amina y el conde Rodolfo, señor de la comarca e involuntario causante del conflicto al recibir en sus habitaciones la visita de la muchacha dormida. Todo se resuelve al final y el telón cae en medio del regocijo de todos, explicadas ya las causas de la aparente conducta frívola de Amina. La ópera aparece dominada por la protagonista de la que la Pasta hizo una gran creación. De Chopin son estas palabras: «Jamás he contemplado nada tan sublime como la Pasta haciendo «La Sonnambula». La Malibran quizá tenga una voz más maravillosa todavía, pero nadie canta como la Pasta. Es un milagro».
La obra suprema de Bellini: «Norma»
Después del triunfo de «La Sonnambula», la Scala encargó a Bellini una nueva ópera. El título elegido fue «Norma», que es no sólo la obra maestra de Bellini sino uno de los más grandes melodramas de la historia. En el verano de 1831, Romani empezaba a escribir el texto basándose en la tragedia de Alexandre Soumet «Norma», que acababa de ser estrenada el 6 de abril en el teatro Odeón de París. El drama francés establecía un conflicto personal e íntimo: el amor de dos mujeres por un mismo hombre, a lo que se añadía el dato, un tanto atrevido e incluso morboso, de hacer de las dos amantes sacerdotisas que habían hecho voto de castidad. Pero también era importante el trasfondo de la tragedia: la lucha de un pueblo contra sus opresores, en este caso la de los galos contra el invasor romano. Tal vez este aspecto atrajese a Bellini dado el clima político de la Italia de su tiempo que luchaba por conseguir su unidad y arrojar del suelo patrio a los austríacos.
Pese a la rapidez con la que Romani hizo el libreto -apenas un mes- «Norma» está escrita con habilidad y sentido teatral. Los personajes más importantes -la protagonista, Pollione y Adalgisa- están bien trazados, con unas psicologías algo más ricas en sentimientos y contradicciones de lo que es habitual en los esquemas de la ópera. El influjo de la tragedia griega es perceptible en la escena en la que Norma intenta matar a sus propios hijos, así como la inmolación final que supone una catarsis purificadora. Bellini supo aprovechar la variedad de situaciones de la tragedia de Soumet a la que Romani había sido fiel, logrando incluso algún avance dramático, como, por ejemplo, haber transformado a Oroveso, jefe de los galos, en padre de Norma, con lo cual intensifica la interdependencia entre la gran sacerdotisa y el poder político, guerrero y social, especialmente en la escena tan teatralmente conmovedora, al final de la ópera, en la que Norma pide piedad para sus inocentes hijos, fruto a la vez del pecado religioso y del realizado contra la patria, ya que fueron engendrados por el invasor romano.
Bellini hizo de Norma uno de los papeles más hermosos y completos de la historia de la ópera. Es una mujer apasionada pero sensible, dura pero frágil, hipócrita pero valiente, es decir una criatura profundamente humana a la que el músico dotó de una línea vocal que va de los exquisito a lo casi feroz, de la ternura a la cólera, de la compasión a la grandeza trágica. Necesita una voz de refinada línea belcantista pero con volumen, extensión y anchura suficientes como para hacer frente a las partes dramáticas, así como dominio de las agilidades, de los filados, del canto legato, de los reguladores, de los pianos y pianísimos; en suma, una soprano completa que además posea algo fundamental en el belcantismo: la pura belleza tímbrica. Logros como la famosa «Casta diva» del acto I, la tensa y emotiva escena en la que Norma, desesperada, intenta matar a sus hijos en el acto III, o su decisión de perecer en la hoguera en el final constituyen un desafío para cualquier soprano por buena que sea, pero tienen como recompensa el formar parte de esos momentos, no muy numeroso del drama lírico general, que pueden calificarse de sublimes. «Norma» se estrenó en la Scala, con Giusitta Pasta de protagonista, el 26 de diciembre de 1831 sin mucho éxito, aunque poco después era ya reconocida como la maravillosa obra maestra que es.
El final: «Beatrice di Tenda» e «I Puritani»
El siguiente paso en la carrera del compositor sería el estreno en Venecia el 16 de marzo de 1833 de «Beatrice di Tenda», también con libreto de Romani. Es una historia de falso adulterio y de terrible venganza, basada en hechos reales acaecidos a Filippo Visconti, duque de Milán, y a su esposa, Beatrice di Tenda, a comienzos del siglo XV. La ópera constituyó un estrepitoso fracaso y no ha conseguido rehabilitarse desde entonces, pese a sus indudables méritos musicales y dramáticos. Ni siquiera los esfuerzos de eminentes cantantes como Joan Sutherland o Leyla Gencer han conseguido situarla en el repertorio.
Los dos últimos años de su vida los vivió Bellini con gran intensidad. En 1833 viajó a Londres invitado por Pierre François Laporte, empresario del King’s Theatre, para asistir a representaciones de «Norma», «La Sonnambula, «Il Pirata» y «Capuletti…», con la Pasta y la Malibran, que alcanzaron triunfos espectaculares. En sus cuatro meses de estancia inglesa fue ampliamente agasajado y presentado en los ambientes más distinguidos, con la duquesa de Hamilton como rendida admiradora.
De Londres pasó a París, donde llevó una vida de relevancia social en compañía de Rossini, Chopin, Heine y otros artistas famosos de la época. Pero la vida de salón y sus aventuras amorosas no le impidieron trabajar en «I Puritani», realizada en colaboración con el conde Carlo Pepoli, un aristócrata liberal que había tenido que huir de Italia. El libreto se basa en el drama francés «Têtes rondes et cavaliers» de Jacques Ancelot, secuela de Walter Scott, que acababa de estrenarse (25 de septiembre de 1833), una historia de amores e intrigas políticas, sobre un trasfondo de guerra civil en la Inglaterra de Cronwell. En realidad, Pepoli hizo una defensa de la monarquía encarnada en la reina Enriqueta de Francia, viuda de Carlos I de Inglaterra, que huye de la persecución de los puritanos.
Bellini trabajó con estusiasmo, dando a la ópera un tono heroico combinado con su habitual maestría melódica. Los dos protagonistas, lord Arturo y Elvira, tienen papeles tan difíciles como lucidos que Bellini escribió expresamente para Giovanni Batista Rubini y Giuli Grisi. En «I Puritani», el maestro de Catania logró manejar hábilmente los elementos dramáticos y canoros, haciendo que las dificultades puramente vocales no fuesen gratuitas sino que sirviesen para fortalecer tanto la psicología de los personajes como para poner más en claro los conflictos políticos y sentimentales. La lucha interior de Arturo entre el amor por Elvira, con la que está a punto de casarse, y el deseo de salvar la vida de la reina se resuelve a favor de esta última, huyendo con ella del castillo sin poder explicar la angustiosa situación de la soberana que, si es reconocida por los puritanos, será condenada al patíbulo. Elvira pasa de la felicidad de sus bodas a la locura que le produce la inesperada huida de su prometido con otra mujer. Arturo es condenado a muerte por haber salvado a la reina pero regresa secretamente para ver a su amada y esclarecer la situación. Cogido prisionero y cuando está a punto de perecer, una amnistía de Cronwell cambia su suerte, Elvira recobra la razón y todos entonan un coro de júbilo. En «I Puritani» vemos la vigorosa personalidad de Bellini en la pintura de muy distintos estados anímicos: la alegría, la melancolía, la pasión, la venganza, el perdón… en una sabia mezcla de sentido del espectáculo -externo, aparatoso, incluso efectista- pero también de la emoción estética -largas frases de extraordinaria belleza, melodías de acento elegíaco, sensibilidad para fundir la voz en el tejido orquestal-. La ópera se estrenó en París el 24 de enero de 1835 con éxito apoteósico (el dúo para barítono y bajo «Suoni la tromba» cantando por los eminentes Luigi Lablache y Antonio Tamburini hizo que el teatro se viniese abajo), siéndole concedida a Bellini la Legión de Honor.
A finales del verano de ese mismo año se sintió enfermo y poco después, el 23 de septiembre, moría de una inflamación intestinal, afección de la que ya había padecido anteriormente, en Puteaux, cerca de París. Tenía 33 años. A esa edad, de todos los compositores de ópera que en el mundo han sido, tan sólo Mozart había hecho una obra de calidad comparable. El 2 de octubre se celebró en los Inválidos una solemne ceremonia fúnebre en honor del malogrado artista, que contó con la participación de la orquesta y el coro de la Ópera de París y de destacados solistas, entre ellos Rubini. Se interpretó una misa de Cherubini, presente en el funeral al igual que Rossini, y un fragmento de «I Puritani». A continuación, sus restos, que habían sido embalsamados, fueron enterrados en el parisino cementerio de Père Lachaise, en una conmovedora ceremonia bajo una lluvia inconsolable. En 1876, los despojos del desgraciado compositor fueron trasladados a Catania donde reposan para siempre. En el cementerio de Père Lachaise se sigue conservando su tumba y una monumento en su honor.
La música de Bellini continúa siendo hoy tan maravillosa como cuando salió de sus manos. La muerte no podrá nunca con ella.