Por Carlos Tarín
«No intenté escribir música filosófica, o describir en música la gran obra de Nietzsche: quería representar por medio de la música una idea del desarrollo de la raza humana desde su origen, a través de las varias fases de su desarrollo, religioso y científico, hasta llegar a la idea nietzscheana del superhombre. Todo el poema sinfónico está enfocado como un homenaje al genio de Nietzsche, que encontró su mayor expresión en el libro Así habló Zaratustra«. Richard Strauss respondía así a las duras acusaciones tras el estreno de uno de sus más largos poemas sinfónicos, así como también de los más complejos y difíciles. Su reconocido ateísmo y anticlericalismo encontraron el soporte inicial perfecto en la obra de Nietzsche, algo que se complicaría más adelante cuando también los nazis tomaron al pensador germano como referencia para su idea de la super raza aria, y además Strauss no dejara claras sus relaciones con el régimen.
Fue siempre hombre práctico, que vivió la música desde pequeño en una acomodada posición social y económica -que sólo hizo mejorar durante su vida-, continuando así la infancia y juventud vivida en la ciudad conservadora y mercantilista de Munich. Desde el punto de vista musical tuvo la inmediata y conocida orientación de su padre, uno de los mejores trompas de su época, violinista y director de una orquesta de aficionados de prestigio, aunque antiwagneriano acérrimo: ello le mantuvo alejado durante un gran tiempo del mundo abierto por Liszt y sobre todo por Wagner. Sin embargo, la relación con Alexander Ritter, compositor y primer violín de la orquesta de Meiningen -de la que fue director de coro y sustituto de Von Bülow-, fue determinante a la hora de conocer ese universo difícil, pero más atractivo para un joven de grandes ambiciones, que no podía conformarse con imitar a Haydn, Mozart y Beethoven, o Mendelssohn y Brahms.
Un ambiente familiar plenamente musical le permitió conocer pronto a todos los músicos clásicos, así como hacerse con una educación universitaria. En 1882 cursó sus estudios de Filosofía, Estética e Historia del Arte en la Universidad de Munich, lo que le permitiría tener una visión más amplia que la meramente musical. Pero además no tardaría en manifestar sus extraordinarias dotes en la dirección de orquesta, hasta el punto de dejar asombrado al mismísimo Hans von Bülow, seguramente la batuta más famosa del siglo pasado.
Queremos con todo ello dejar claro que Strauss fue, por un lado, hombre que dirigió sus pasos en la misma dirección que la diosa Fortuna; pero por otro, que supo aprovechar su suerte, sus dotes y quiso hacerse de una cultura extraordinariamente amplia y completa. Ello le llevó también a otro aspecto no tan elogiable de su personalidad: una notable autoestima («¿Acaso no soy yo el músico más importante de Alemania?»), hasta el punto de titular uno de sus poemas sinfónicos más famosos, Vida de héroe, refiriéndolo a él mismo («No veo por qué no podía escribir una sinfonía sobre mí»). Aunque también, como amante de la vida familiar, en cierta forma usa la música como una especie de autobiografía (Sinfonía Doméstica, Intermezzo).
Poética musical
Parece que verdaderamente la atracción de Strauss al escribir su Zaratustra le llegó por la magnífica poesía en prosa del mejor esfuerzo de la producción nietzscheana, y no tanto por el trasfondo filosófico que contiene (advierte en la portada de la partitura «libremente inspirada en Friedrich Nietzsche»). También es seducido por su aspecto evolutivo, que va trasluciendo musicalmente, más como pensamientos musicales de su mente que como traslación musical fiel del poema. A través de ocho secciones, a las que precede una introducción, recorreremos este camino, brillante como pocos.
El inicio es sobrecogedor. Un amanecer, metáfora de todo lo que surge, nos es dado. Es el principio, la naturaleza, el mundo en el que vive el hombre. Una quinta vacía (Do-Sol) en las trompetas («solemnes») nos desconcierta por su neutralidad; antes, el contrafagot, el órgano y el contrabajo han creado una atmósfera cósmica desde sus voces extraordinariamente graves: es imposible, llegado a este punto, no citar la famosa 2001, Odisea del espacio de Kubrick, ya que buena parte del principio de la cinta correrá paralelo a la música elegida para sustentarla. Y algo más: desde entonces, rara es la película que trasciende el marco terráqueo que no utiliza semejantes efectos, ese sonido lóbrego del universo, sustituido por los más modernos instrumentos digitales, que sólo imitan el original y sólo mejoran esa sensación envolvente de la sala de proyección.
Los timbales, quizá por ese carácter primigenio y tribal, nos llevan también por quintas a la aparición de la tercera del acorde, menor-mayor. La tríada representa para Strauss un elemento capital en su obra (Brahms incluso le había recomendado que moderara sus desarrollos contrapuntísticos derivados del acorde perfecto); la abstracta quinta inicial es seguida, pues, por la tercera (Do-Sol-Mi), comienzo de la serie armónica -que justifica la consideración de la tríada como «natural», primero en el paso mayor- menor y luego al contrario, en una aparente demostración de los pares opuestos de la naturaleza. De nuevo los timbales nos conducen a un nuevo ascenso creador, esta vez al cuarto grado, la subdominante, culminando la sección en un reiterado y atronador Do mayor, fijándose así el universo primigenio de la tonalidad. El órgano, instrumento cristiano por antonomasia, retrasa su silencio, haciéndose valer y casi anticipándonos el carácter de la siguiente sección.
Ésta (Von den Hinterweltlern, De los hombres del mundo ultraterreno) nos lleva a Do menor, y vuelven los sonidos graves y telúricos, prácticamente ecos en sus mórbidos trémolos con sordina, sobre los que van surgiendo inconexas voces en las maderas, acalladas por las trompas, que exponen con monódico canto una cita de la liturgia católica gregoriana (Credo in unum Deum). A continuación surge una hermosísima reflexión en La bemol mayor, en donde ya se empieza a tomar contacto con la maestría del contrapunto straussiano; una modulación a Do mayor transitoria hace que la vuelta a La bemol mayor sea extática. Tan sólo el corno romperá tan lírica visión con un motivo anacrúsico pertinaz y disonante.
Aún así, el violín nos llevará suavemente hasta el siguiente pasaje (Von der grossen Sehnsucht, De la aspiración suprema), en la tonalidad de Si menor, que representa el arte, el espíritu, la humanidad, frente a Do, el universo, la naturaleza. Un áspero motivo arpegiado e invertido en fagotes y violonchelos nos traerá el motivo definitorio de la sección, mientras los violines dibujan una hermosa melodía. Una vez más es interrumpida por el corno, que hace suyo ahora el tema inicial del poema en un discordante Do, repetido con el oboe: el choque con Si -ahora mayor-, junto a una nueva cita litúrgica en el órgano (esta vez de un Magnificat) confrontará de nuevo la naturaleza y el hombre. Unos fugaces tresillos de fusas transmitirán el desasosiego, que pugna con una bella melodía fragmentada, una decisiva exposición del motivo «cósmico» inicial en las trompetas (Do), seguida de una última sacudida fugitiva (accelerando), que nos llevan al siguiente pasaje.»De las alegrías y de las pasiones» (Von den Freuden und Leidenschaften) se inicia con un irregular motivo (blanca frente a dos tresillos) en Do menor, en donde la agitación se adueña de todo el conjunto. Su dibujo, ondulante pero de cierto tono ascendente, conducirá hasta un fortissimo, a partir del cual será sustituido por otro, estructurado como un tema de cuatro compases de indudable semejanza (cuya cabecera son dos grupos similares de negra y cuatro semicorcheas, descendentes), que se repite por dos veces, aunque finalmente se quedará reducido al arranque del mismo, subiendo y bajando -al final sólo asciende- por secuenciación (cambio de altura), en donde podemos observar mejor que en ningún otro pasaje del poema la influencia sabiamente aprendida de Wagner para mantener la tensión con sencillos recursos melódicos y tonales. Un ascenso cromático de las trompas llevarán al clímax de la sección, en donde convivirán los dos motivos (no se olvide el cariño que Strauss siente por el instrumento, y el papel generalmente estructural que le asigna). También los trombones entonan un canto coral, quizá de hastío tras el agitado y terreno episodio. En los seis últimos compases finales aparece un breve motivo de enlace -germen de otro decisivo posterior-, que abunda en los cromatismos descendentes en casi todos los instrumentos, un motivo rápido como una exhalación, también cromático… que incluye a las dos tubas. Strauss -y no sólo en este pasaje- escribe no para el carácter de cada instrumento, sino que procura que sean éstos los que se adapten a sus requerimientos, tratando al «trombón como si éste fuera un flautín».
Ahora volvemos a la tonalidad de Si menor sin solución de continuidad. Das Grablied (El canto fúnebre) recoge el tema principal de las alegrías, que inicia en principio el oboe y que seguirá nostálgicamente el corno inglés y simultáneamente aquel que exponía el fagot en el episodio «De la aspiración suprema», puede que referido a valores y experiencias que, ahora ya pasadas, provocan la nostalgia y el abatimiento en medio de este ambiente fosco. Cinco compases más allá se repiten ambos temas, pero a la vez aparece en el violín un nuevo canto de carácter cromático, inseguro, perdido, pero que suele mirar con más frecuencia al elevado de la «aspiración» -el inicio es muy similar- que al de las alegrías y pasiones, el cual, por cierto, repetirá sucesivamente la segunda parte del tema, el descendente vinculado con las pasiones, entre corno, clarinetes y fagotes. Pasado el ecuador del episodio, los temas invierten sus destinatarios -de maderas a cuerda, y viceversa-, terminando entre la planicie de las trompas, fagotes y violines, y el inquietante descenso de clarinetes y violonchelos.
Deberemos poner mucha atención a la siguiente sección. El tema está construido por dos breves motivos de dos negras y una blanca, ascendentes y descendentes; luego dos tresillos de negras, en similar disposición, y finalmente uno de blancas que reposa en una blanca con puntillo final. El primer motivo reproduce el motivo cósmico (Do-Sol-Do) en los oscuros abismos de violonchelos y contrabajos, imperceptiblemente en pianissimo. Además, el tema incluye los doce sonidos cromáticos de la escala, y es el principio de una fuga -hasta donde es posible en Strauss- académica. El dibujo arpegiado responde al sostén triádico del pasaje, y en él encontramos nuevamente la convivencia de Do mayor y Si menor, junto a otros puntos de referencia, que parece que sólo el insondable saber permite. El episodio se titula, naturalmente, «De la ciencia» (Von der Wissenschaft).
Ninguna fuga es fácil, pero observe el auditor cómo se va tupiendo la trama -la cuerda está constantemente dividida en tres y cuatro grupos cada sección-, sensación acrecentada por el buscado resultado umbrío que Strauss nos quiere representar, sin tener que moverse del muy clásico juego de pregunta y respuesta, y continuando la tradición de Beethoven o Brahms, al partir de un solo esquema motívico de tres notas, al que troca sus valores rítmicos, su dirección y sus sonidos, sin que dejemos de reconocerlo fácilmente. Hacia la mitad del pasaje termina la fuga, puesto que la ciencia no parece dar respuesta a las preguntas de Zaratustra. Vuelve la eterna pregunta, el retorno del tema de la aspiración suprema, que exponen fagotes, trompas y violonchelos, seguido inmediatamente de los primeros violines que inician un pasaje de lírica jovialidad, desde el tema que servía al concertino para abrir el canto fúnebre, aunque en esta ocasión la dirección no será tan funesta. Primero un pasaje por terceras y luego asumen el tema de la aspiración, también por terceras, y de nuevo su tratamiento nos resulta evidentemente wagneriano. No hay tiempo para respirar: antes de que nos demos cuenta un trino -¿anticipación de la risa?- en los fagotes da paso a un juguetón tema en las maderas -¿quizá socarrón?-, mientras que toda la cuerda sostiene en un intenso trémolo el vigor del pasaje. Sin embargo, la trompeta retoma el viejo tema inicial, imitado por el oboe a la cuarta. Luego los clarinetes dan lugar a un delicado diálogo constituido por un ahora grácil motivo, que ya había cerrado de manera dramática la sección de las «pasiones» en las tubas -entre otros instrumentos graves-, y que se irá expandiendo poco a poco por el resto de la madera para explosionar con la entrada de los violines y el resto de la cuerda, teñido ahora de un marcado carácter dramático.
Strauss revisó el famoso tratado de orquestación de Berlioz, lo que supuso un soplo de aire fresco para el referencial texto. Este hecho nos puede dar idea de la maestría que alcanzó el maestro muniqués en el tratamiento orquestal, del que hace un verdadero alarde en la sección de «El Convaleciente» (Der Genesende). Simultanea un tema derivado del final del episodio anterior -en la madera- con el tema de la fuga, que se expone nuevamente en la tonalidad original en violonchelos y contrabajos; inmediatamente saltará a trompas y violas, que lo hacen sobre Si menor, con un motívico contrapunto en los violonchelos. Así notamos que resultó infructuosa la indagación de la ciencia y la oposición parece tan evidente como al principio, aunque ya fagotes y trompas apuntan, con sus trinos, una posible vía de escape: la risa, definitiva en el corpus nitzscheano. El tema pasará ahora a los segundos violines y oboes, mientras que los fagotes entran (marcato) con la cabecera del tema, para reunirse todos cuatro compases más adelante en un fortissimo, en el que se intercalará con todo su poder el inicial tema de la trompetas, no sólo en su tonalidad, sino también en su duración y fuerza, a lo que las maderas contestarán salpicando los pentagramas de incontenidas risas (trinos). Esta situación se volverá a repetir, mientras las texturas se van cerrando, y el motivo de la fuga se regulariza dibujando tresillos en violines y flautas, y las trompas aprietan el paso mediante ascendentes cromatismos hacia un ansioso desenlace. El tema cósmico se cuartea en las trompetas, aunque finalmente reaparece triunfante en solemnísima ampliación.
Pero es sólo una pequeña gran victoria; fagotes y trompetas vuelven a Si menor con el tema de la humanidad, que inquietantes trémolos y tenebrosos motivos en las fuerzas graves de la orquesta parecen contrarrestar el relativo triunfo, arrastrándose como una serpiente. De pronto, el motivo relampaguea, enlazando una secuencia con otra cromáticamente, seguido de un imparable despliegue en semicorcheas que se desplazan también semitonalmente en madera y cuerda. Nuevo salto inesperado, para que las flautas enmarquen con insistentes motivos el grito de la trompeta por octavas y la aparición de un nuevo motivo en el clarinete, que Strauss puntualiza que debe ser «con humor». El violonchelo inicia un canto solista sobre el motivo de la humanidad, en «su» tonalidad de Si menor. Sigue un pasaje de vitalidad y euforia desconocido hasta ahora, en el que parece anticiparnos ya el amado ritmo de vals que presidirá la sección siguiente, con glopcklenspiel incluido, un motivo de grandes saltos, mezclado con el fanfárrico toque de trompetas.
En «La canción de la danza» (Das Tanzlied) las flautas han enlazado la entrada con el pasaje anterior mediante un ligero motivo de cinco notas por segundas, que permite, una vez más, exponer el tema principal en su tonalidad, aunque ligeramente aumentado, y que Strauss lo desarrollará de nuevo a la manera beethoveniana, constituyendo la base rítmica que nos llevará al vals, entonado por el violín solista con gracia y dobles cuerdas, y con un contracanto en el oboe. Tras una atmósfera galante, donde la dominante y la tónica campan plácidamente, oboe y clarinetes deciden interrumpirla con un incisivo motivo -ya aparecido antes con menos protagonismo-, hasta que suavemente se vuelve al vals. Es más, este último y breve motivo decide integrarse en el vals, e insuflar su ritmo contagioso. Una progresiva estilización del baile lleva a reflexionar a multitud de instrumentos sobre el vital ritmo, hasta que renace el violín. Los fagotes entonan de pronto su motivo de forma seria, aunque en figuración homogénea y sobre todo en la tonalidad de Do mayor. ¿Será que el baile ha armonizado ambos mundos? Pronto son más los instrumentos que le imitan. Un episodio codal cierra la sección con un canto intenso en los violines de carácter sincopado, mientras que las trompas se aferran al tema mundano. Sin embargo, un fulgurante glissando del arpa detendrá por un momento el decurso lírico-épico de la música y el tema del vals volverá, aunque ahora en manos de toda la orquesta. Para terminar el pasaje, reaparecen el breve motivo con el que oboes y clarinetes interrumpían el vals al principio, y aquel que cerraba las «pasiones» y competía grácilmente en la madera con el motivo inicial tras la dura ciencia, transformándose luego en el muy socarrón del clarinete; junto a ellos, también muy integrado, el de la aspiración suprema… Todo ello crea un clímax imparable, que estalla con la entrada de la última sección (fff), y que enlaza, sin interrupción, con la última sección, reconocible por el primer toque -de doce- asignado a la campana.
«El canto del sonámbulo» (Das Nachwandlerlied) rompe la noche con estas campanadas -quizá influencia de Berlioz, del que también parece heredar, no sólo el manejo orquestal sino también la idea cíclica-, y el tema del «humor» (una quinta descendente, que sube a la misma nota cromáticamente), aparece ahora con todo sus esplendor y -ahora- dramatismo. Y aunque toda la orquesta lo repite, serán las trompas quienes lo entonen a modo de vals hipnótico, que se va agotando en su propia reiteración, mientras sus pasos se lentifican (tema en aumentación); antes de detenerse del todo, clarinetes bajos y fagotes descienden cromáticamente, mientras el arpa sube arpegiadamente, entre los últimos toques de campana. Al final, el tema ha crecido enormemente; tanto, que Strauss le suprime la nota inicial y final y lo deja sólo en el ascenso semitonal, que se expone lento (langsam) con una belleza lírica increíble, sobre la base tonal resolutoria de Si mayor, tonalidad en la que inmediatamente se oye el tema de la «aspiración suprema» en los fagotes, que esta vez se adhieren al bello canto del violín por terceras -¿el baile, el vals, como la risa, es también redentor del alma atribulada? El solista sube y sube a regiones donde sólo la celestial arpa puede acompañarle junto a la nobleza del clarinete. Cuando parece que Strauss ha inclinado la balanza hacia un lado, nos aparecen una serie de estáticos acordes, una suerte de música de las esferas, en la que alternan las tonalidades de Si mayor (acaso la aspiración conseguida) y Do mayor (la Naturaleza, que simplemente «es»), en un canto a la bipolaridad irrenunciable. Violonchelos y contrabajos enuncian por última vez el tema cósmico, en un delicado pizzicato (p), que se va extinguiendo (pp), hasta reducirse a la unidad, Do, en unas frecuencias que se funden con el silencio (ppp).