Antonio Serrano descubrió la armónica en su más tierna infancia. Desde pequeño su padre le inculcó el amor por ese pequeño instrumento, que le ha llevado a compartir escenarios con músicos de la talla de Larry Adler o Paco de Lucía. Ya sea clásico, jazz, blues o flamenco, Serrano nos conmueve con las notas que saca, como un mago, de la palma de su mano.
Por Alicia Población
Su padre fue quien le inició en el mundo de la música. ¿Cómo empezó todo?
Mi padre fue una figura muy importante para mi desarrollo profesional. Desde pequeño me fascinó la pasión con la que él vivía la música y la vida. Venía de haber estudiado ingeniería, y tenía una mentalidad muy científica. Era extremadamente racional, trataba de entenderlo todo, y además era muy independiente en un mundo en el que siempre tenías que asociarte con alguien para ser apoyado. En ese sentido creo que se hubiera sentido más cómodo viviendo en el mundo de hoy.
Recuerdo una frase que decía: ‘hay que elevar la armónica a nivel de instrumento sinfónico’. Yo al principio me tomé muy en serio la armónica porque era una manera de hacer feliz a mi padre. Tengo la sensación de que él sabía, o se imaginaba, cómo debía ser el mundo perfecto y la educación perfecta, pero no había tenido la posibilidad de recibirla. Así que trató de transmitir lo que él pensaba y sentía a sus hijos.
¿Por qué decidió embarcarse en el estudio del piano, la guitarra y la percusión? ¿Qué le ha aportado el estudio de otros instrumentos como armonicista?
Cuando era pequeño me decía: ‘si mi padre toca tan bien la armónica —y de veras que lo hacía, y eso que había aprendido de forma autodidacta—, ¿por qué no consigue realmente tocar con gente y meterse en el mundo de la música?’. Llegué a la conclusión de que si quería tocar con gente y rodearme de quienes están en ese mundo tenía que hablar su idioma, estar a su mismo nivel. Mi padre no tenía estudios musicales, por lo que se le notaban ciertas carencias. Así que me dije: ‘si yo quiero tener una vida dedicándome a la música, me voy a tener que hacer músico’. La armónica estaba muy bien, pero no era suficiente. El mundo de la armónica era como una especie de mundo aparte y, si quería dedicarme a la música, tenía que alejarme, en cierta manera, de ese mundo.
En su juventud hay dos acontecimientos importantes, uno con 13 años, cuando su padre lo llevó a una competición de armonicistas y conoció a Larry Adler, y otro cuando conoció a Toots Thielemans.
El encuentro con Larry Adler por un lado me dio confianza para sentir que era suficientemente bueno como para dedicarme a esto como profesión, pero por otro me dio unos aires de grandeza que no fueron tan buenos. Me hizo pensar que estaba a un nivel al que a lo mejor no estaba. El concurso me confirmó lo que yo pensaba de pequeño: que para hacer una carrera tienes que ser un buen músico. Adler nunca me habló de la armónica. Él me hablaba de música, de armonía, de compositores… y todos los demás armonicistas que estaban allí no hacían más que hablar de la armónica. Entonces entendí que la cosa realmente iba de música, que la armónica solo era el instrumento, y me di cuenta de que si quería hacer algo con la música había que relegar el instrumento a un segundo plano. A veces, cuando a mis alumnos no les sale algo con el instrumento, les digo que prueben a hacerlo sin él. En ocasiones el instrumento no es el problema, sino que la idea no está clara en la cabeza.
Cuando Toots Thielemans vino a tocar a la Expo’92, se organizó toda una comitiva para que pudiera conocerle. Le habíamos dejado un disco que yo había grabado en Holanda en el que improvisaba y me soltaba un poco más con el jazz, y él fue preparado a la entrevista. Nos recibió poco antes del concierto y me dijo: ‘Oye Antonio, ¿qué notas tiene un acorde de Re menor séptima con la quinta disminuida?’. En ese momento no sabía esas cosas, estaba empezando, y me hizo varias preguntas técnicas que no supe contestar. Entonces me dijo: ‘Para tocar jazz todavía tienes que estudiar mucho. Yo sé que Larry Adler te ha subido al escenario, pero si quieres tocar conmigo, tienes que estudiar mucho esta música’. Aunque de primeras sus palabras me dolieran, me hizo crecer como músico porque me puse a estudiar muchísimo. Lo bonito es que con el tiempo he vuelto a encontrarme varias veces con él y eso ha hecho que haya podido ver mi progreso.
¿Considera importante la improvisación en la formación de los músicos? ¿Cree que debería impartirse en los conservatorios?
Es complicado cambiar un sistema tan consolidado como el de los conservatorios. Están cambiando cosas, ahora hay Superior de jazz y se está empezando a introducir también el flamenco. Sin embargo, te siguen exigiendo una serie de titulaciones que muchas veces los músicos no tienen. Yo no tengo ningún título superior o universitario pero creo que a lo largo de mi vida he reunido una serie de conocimientos que me permitirían, en algún momento, dar clase en un conservatorio. El problema es que no reúno las condiciones burocráticas. Todo esto de los títulos se convierte muchas veces en el objetivo de las personas, que dedican su vida entera a conseguir lo que se les pide. Yo he dedicado mi vida entera a intentar entender la música, de modo que no he podido sacar todos esos títulos que se exigen. Creo que academizar y burocratizar la enseñanza hasta ese punto hace muy difícil ser músico y a la vez poder enseñar. Hay gente muy preparada y músicos maravillosos que además tienen todos los títulos, pero son la excepción. Yo despegué artísticamente cuando un profesor mío del conservatorio me dijo: ‘Antonio, lo que tú quieres saber, aquí no te lo vamos a enseñar’. Entonces me liberé.
A mis estudios académicos les debo mucho porque aprendí a leer muy bien, muy rápido, de hecho en muchas orquestas se elogia a los músicos españoles por su velocidad para leer a primera vista. Me dio una base muy buena de lectura y escritura que en la llamada música popular no se estudiaba de la misma forma.
Hace poco sacó un libro, Aprende a tocar la armónica cromática con Antonio Serrano. ¿Cree que proyectos así ayudan a que se introduzca este instrumento en las enseñanzas oficiales?
Con este libro intento enseñar el instrumento desde la música, como un primer paso para ir creando una metodología para el estudio de la armónica. Todo lo que se ha hecho hasta ahora son manuales para tocar algunas canciones en poco tiempo. Yo, con mi método, estoy intentando hablar de una metodología seria del instrumento. Me apoyo en canciones, pero lo que intento es que la persona que se acerque a la armónica se tome también la molestia de aprender música y de abordar el instrumento como si abordara una trompeta o un violín, que no se quede en un manual de aprendizaje, sino que sea el inicio de una metodología oficial.
Una de las carencias que veo más frecuentemente es el ritmo y, para entenderlo, muchas veces no es necesario el instrumento. El ritmo se aprende bailando, escuchando música, llevando el compás… Si en tu infancia no has tenido contacto con la música, por ejemplo, es difícil que de mayor tengas un buen sentido del ritmo. Creo que esta carencia deriva de que la música no está integrada en nuestra manera de vivir.
Volviendo a Thielemans, parece que le ha acompañado a lo largo de su vida porque, como decía usted, se encontró con él en varias ocasiones: cuando grabó Oblivion o haciendo Tootsology, que fue un álbum como para cerrar el ciclo con el armonicista belga.
Tras nuestro primer encuentro me puse como objetivo estudiar mucho para sorprenderle la próxima vez. Con él, como con Adler, nunca hablé de armónica. Él me decía por ejemplo que, cuando se despertaba, antes de levantarse de la cama, estudiaba 20 minutos de Gigant Steps. Que me dijera esto era una gran motivación para mí, porque si seguía estudiando con 80 años, yo tenía que estudiar el doble. Ese espíritu y esas ganas de aprender en todo momento es lo que me atrajo también del mundo del jazz. La ilusión, el compromiso con la música, no los había sentido antes. En el mundo de jazz la gente me preguntaba qué escuchaba, y a mí eso nunca me lo había preguntado nadie en el conservatorio. Hasta ese momento yo pensaba que la música era tan solo tocar, de dentro a fuera, tú eres el que produce. Sin embargo, a medida que fui entrando en el mundo del jazz, me di cuenta de que el ochenta por ciento de la música es escuchar. Tú no puedes sacar nada si no tienes nada dentro. Primero tienes que escuchar la música, entenderla, amarla, es como intentar hablar si nunca has oído hablar. Los músicos de jazz me hicieron entender que escuchar era lo realmente importante.
Escuchar ayuda a combatir el ego.
Si somos sinceros con nosotros mismo entenderemos que no somos nadie. No te puedes levantar cada mañana pensando que eres Beethoven. Si tienes eso claro, el ego no te afecta, porque el ego es una fantasía. Cuando tienes claro que realmente somos insignificantes es cuando puedes empezar a utilizar herramientas para defenderte en este mundo. Y este mundo sí te pide que muestres tu ego, te pide que seas alguien. Por eso de cara al mundo a veces sí hay que sacar un poco las uñas y decir: ‘aquí estoy yo’. Pero hay que preguntarse: ‘¿para quién toco?’. Hay gente que dice que toca para sí mismo, y al final se queda tocando en su casa. Yo toco para quien me ha llamado. Si siento que quien me llama para tocar es el público, que ha venido a verme a mí, intento tocar para ellos, hacerles felices a ellos. Si a mí me llama Paco de Lucía para tocar, yo no toco para las cinco mil personas que han venido a ver a Paco de Lucía, toco para Paco de Lucía, e intento que él sea feliz conmigo, porque es él quien me ha llamado.
A principios de los años 80, el flamenco empieza a fusionarse con otros estilos. A finales de los 90 se disuelve el primer sexteto de Paco de Lucía, y en 2004 el guitarrista saca el disco Cositas buenas. Es a partir de ese momento cuando se empieza a crear el nuevo sexteto del que usted formará parte. ¿Qué estaba pasando en Madrid a principios de los 2000? ¿Se imaginaba que al descolgar el teléfono pudiera ser Paco de Lucía?
A finales de los 90 vuelvo a Madrid con veinte y pocos años. Venía de tocar con bandas de blues en Alicante y estaba un poco saturado de la noche, de la música fuerte, y quería centrarme en estudiar jazz bien. Decidí irme a Madrid sin intención de tocar con nadie, solo para estudiar. Cuando iba a las jams la gente me escuchaba y enseguida quería tocar conmigo, pero yo siempre decía que no, aunque sonara soberbio. Estuve así un año y fue la mejor decisión que tomé en mi vida. Lo hice porque realmente necesitaba parar, estudiar, no por soberbia en absoluto. Con el tiempo me di cuenta de que quienes me llamaban no eran quizá los músicos con los que yo quería tocar. Si me hubiera dejado llevar, a lo mejor habría seguido tocando en bares, haciendo lo mismo que en Alicante, pero tomar esa distancia me permitió ver que los músicos con los que yo quería tocar, que hacían algo diferente, no eran los que necesariamente estaban tocando en esos sitios por la noche. Esos músicos no eran tan visibles. Por supuesto que tocaban, pero luego empleaban gran parte de su tiempo en prepararse.
Después de ese año de preparación empecé a ir a locales donde sí sabía que tocaban músicos con quienes yo quería tocar. Allí conocí a Chano Domínguez, Rubem Dantas, Jorge Pardo… Compartir música con ellos y conocer a esos músicos me hizo estar dentro de esa generación. Esos mismos músicos además eran quienes tocaban en el que era, por aquel entonces, el sexteto de Paco de Lucía. Sin embargo, yo no fui su primera opción cuando el guitarrista decidió cambiar de grupo. Primero llamó a un flautista hindú con quien al final no se terminó de entender musicalmente; luego llamaron a otro flautista-saxofonista para hacer la gira, pero tampoco acabó de convencer a Paco. Al final dijo: ‘Venga, llamad a ese que decís que toca tan bien la armónica, a ver si ese funciona bien…’. En cuanto los compañeros me dijeron que iba a llamarme me puse como un loco a estudiar su música. Yo imaginé que mi función sería la que había tenido Jorge Pardo, así que me puse a trascribir la parte de saxo y flauta. Cuando empecé a trabajar con Paco me sentía un bicho raro, tenía muy pocos conocimientos de flamenco, pero también sabía que no me iban a pedir que bailara, sabía exactamente qué me iban a pedir y por eso creo que supe prepararme.
¿Qué tiene el flamenco que no tienen otros estilos con los que ya estaba familiarizado?
Lo más bonito que tiene el flamenco es que es una cultura que tiene la música muy incorporada a la vida cotidiana. Creo que por eso hay artistas tan buenos y tan jóvenes sin necesidad de estudios académicos. Desde pequeños viven la música con una pasión y con un amor que no es fácil de encontrar en otros estilos. Los músicos de jazz viven la música de manera profunda al estar tocando, pero el resto del tiempo hacen una vida más convencional, por así decirlo. La música es como su trabajo, pero no está tan integrada en su vida. El clásico por su lado es un mundo más intelectual, más profesional en algún sentido. En el flamenco la música está presente todo el rato: en las comidas, en las fiestas, siempre se habla de música. Si yo alguna vez tengo una familia, me gustaría que la música estuviera en la vida familiar de esa manera. Creo que se ahorra mucho dinero en cursos, en clases, en psicólogos (risas). La música es algo muy saludable para el desarrollo humano, y los flamencos la tienen a la orden del día. Tenerla tan presente te da una sensibilidad brutal. Creo que la gente que más se ha emocionado conmigo han sido los flamencos. Ellos buscan esa emoción a un nivel muy profundo, son muy exigentes con eso, si algo no emociona, no les interesa. En el clásico, si encuentras algo que te mueva intelectualmente, aunque no te toque demasiado emocionalmente, lo aceptas.
Alguna vez ha dicho que siempre ha intentado relacionarse con los mejores, rodearse de los mejores músicos para tocar, incluso decía que a veces sentía que el éxito de los proyectos no dependía tanto de usted como de quienes le rodeaban. ¿Qué significó Harmonious? ¿De dónde derivaban esos miedos después de una trayectoria como la suya?
Siempre me he sentido como un infiltrado, como que me iban a descubrir y me iban a echar. Tengo una teoría sobre los genios. No creo que los genios sean tan diferentes a quienes no son genios, creo que es una cuestión de cómo te expones y qué muestras de ti mismo a los demás. No creo que nadie sea el músico perfecto, incluso Bach, a quien yo considero el músico perfecto, seguro que también tenía cosas que no sabía hacer. Quien consigue crearse ese estatus de genio es quien muestra al mundo lo que hace maravillosamente bien y se guarda para sí mismo lo que no sabe hacer. Y este es un ejercicio que deberíamos hacer todos si queremos crear cierto impacto en el oyente. Yo me di cuenta de que podía brillar y dar una imagen de maestro cuando estaba bien arropado por otros y hacía mi pequeña intervención, pero no me sentía buen músico. Para mí un buen músico era quien podía hacer música todo el rato y con cualquier cosa. Yo me sentía muy limitado. Cuando me invitaban a una comida o a cualquier evento no me llevaba la armónica porque sabía que me iban a hacer tocar, y no sabía qué tocar. Sentía que me iba a quedar parado e iba a quedar fatal, me daba vergüenza no saber qué tocar ante este tipo de situaciones.
Con Harmonious me propuse el desafío personal de mantener atenta a una audiencia yo solo. Uno de mis referentes fue Juan Tamariz. Me dije: ‘si Juan Tamariz es capaz de entretener a una audiencia con una baraja de cartas, yo tengo que ser capaz de hacerlo con una armónica’. Empecé a desarrollar técnicas de auto-acompañamiento, a tocar un poco el piano mientras tocaba la armónica y cosas que me permitieron llegar a donde quería llegar: a no sentir vergüenza de no poder tocar. Ahora sí llevo mi armónica a cualquier parte, y si no la llevo es realmente porque no me apetece, no por miedo.
Decía precisamente Thielemans que el jazz es como declamar poesía, decir más con menos palabras. A usted, que ha tocado tantos estilos tan diferentes, le pregunto algo más difícil, ¿qué es la música?
Para mí la música es un lenguaje universal equiparable a las matemáticas. Con la diferencia de que con las matemáticas intentamos explicar el mundo, mientras que a través de la música intentamos explicarnos a nosotros mismos, qué sentimos, retratar el mundo emocional. En esencia, música y matemáticas son muy parecidas, ambas son abstractas y eso las hace universales.
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