Por Tomás Marco
No hace mucho, una de las grandes figuras del teatro español, la actriz y directora teatral Nuria Espert, decía de cierto personaje de la gestión política en la cultura que ‘no estaba segura de que ni siquiera supiera leer’. Era una manera de señalar su falta de competencia cultural ya que, tradicionalmente, el analfabetismo, esto es, el no saber leer y escribir, era un síntoma evidente de incultura.
Hace un siglo, grandes capas de la población no accedían a la lectura, eran realmente analfabetas y tenían pocas posibilidades culturales por ello mismo. Pero tanto en España como en la práctica totalidad de los países europeos, los últimos cien años han supuesto un proceso de alfabetización creciente hasta el punto de que, hoy por hoy, el porcentaje de analfabetos puros desde la adolescencia en adelante es prácticamente nulo.
Claro que el que sepan leer y escribir no hace que lo practiquen habitualmente, y la estadística de personas que ni siquiera leen un libro al año es francamente escandalosa. De manera que ahora tenemos una clase de analfabetos que siguen siéndolo aunque sepan leer y escribir. Incluso hay un chiste que pregunta por qué los analfabetos saben leer y escribir. La respuesta es: ‘porque tienen que usar WhatsApp’.
Lo que la Espert señalaba es que la falta de cultura, cuando no odio hacia la misma, de la generalidad de nuestros políticos —con las naturales pero no enormes excepciones—, se hace grave en el momento en que sí se ocupan de cultura. Pero no debemos insistir demasiado en la incultura de ese sector social, ya que los políticos no surgen de la nada, sino de la misma sociedad. Lo que nos lleva a concluir que nuestra sociedad es generalmente inculta, o sea, de analfabetos que pueden o podrían leer.
Si pasamos de la cultura general a la música, la cosa se agrava y acaba por arrojar una inmensa masa de población española que es realmente analfabeta musical. En esta caso, además, en el sentido más estricto de la palabra, pues nadie que no sea músico sabe en España leer música. Se trata, desde luego, de algo que tiene que ver con los planes de estudio, pues leer básicamente una partitura no es más difícil que la lectura ordinaria de textos, aunque su entrenamiento sea distinto. Hasta entrado el siglo XX, la formación de una señorita de buena familia incluía leer una partitura y tocar aseadamente el piano, y eso que dichas señoritas ni eran por lo general cultísimas ni aspirantes al Premio Nobel.
Es una pena que la población no pueda acceder a eso porque repercute en su propio placer y hasta limita las posibilidades de disfrutar cantando en un coro aficionado. La diferencia entre un coro aficionado centroeuropeo y un coro aficionado español es que el primero canta por placer y no cobra, y el segundo, además, no sabe leer lo que canta.
Pero habrá que conformarse en que, por ahora, y me parece que en mucho tiempo, el español medio no accederá ni a la más modesta técnica musical. Pero muchísimo más grave me parece el analfabetismo musical que consiste en no saber apreciar la música y desconocer por completo su historia. En ese aspecto, batimos verdaderos récords europeos.
Naturalmente también es un problema educativo y señala de qué manera a nuestros responsables administrativos y políticos la música no les ha interesado para que forme parte de la cultura y, por tanto, de la enseñanza. Pero de la misma manera que no se enseña a los educandos a pintar o a componer sonetos y novelas, pero sí a gustar de la pintura y la literatura y a conocer sucintamente su historia, se les podría hacer apreciar la música y conocer su trayectoria. No es así y nos encontramos con un analfabetismo musical que hace que la gente culta, o que se considera así a sí misma, no sepa una palabra de música.
Nunca he oído a un graduado universitario de lo que sea decir abiertamente que no sabe y no le interesa nada de literatura o de pintura. Pero sí a muchos, incluidos los que se dicen ‘de letras’, que afirman sin sonrojo alguno que no saben nada de música y hasta parecen orgullosos de ello. Y no es porque no se esté rodeado de música, sino porque la diversión y la educación diarias solo priman la música de consumo industrial y su negocio, cosas sobre las que, por cierto, no hay que tener nada en contra, siempre que no se usen para borrar del mapa la cultura musical.
Evidentemente, si uno escucha diariamente todas las televisiones y todas las radios, con la única excepción de un solo canal público, no llegará siquiera a sospechar que existe una historia de la música e incluso una creación musical de otro tipo. Si ustedes siguen los concursos televisivos verán cómo los buenos concursantes se defienden bastante bien con preguntas sobre literatura o pintura pero que en música lo ignoran casi todo, no saben bien si Rigoletto es de Verdi o de Rossini, y sonoramente ni pueden distinguir entre Rameau y Mahler.
Eso sí, conocen perfectamente cuántas guitarras tenía Jimi Hendrix y los nombres de todos los componentes de cualquier banda de rock irlandés. A lo mejor no son cosas incompatibles pero aquí resultan así.
Cualquier consideración sobre la cultura, sea en este caso musical o de otro tipo, pasa por un proceso de información y de educación.
Si ambas cosas fallan, entonces simplemente no hay hecho cultural. Que nos encontramos en un tejido social eminentemente analfabeto en música nos los dicen muchos indicadores. Desde luego el número de personas -y no nos engañemos porque por muchas que sean es algo muy minoritario- que van a los museos es infinitamente mayor que el que va a conciertos de cualquier genero de la llamada música clásica. También las exposiciones, incluyendo las de arte actual, tienen sus seguidores, más en cualquier caso que los equivalentes musicales.
A veces, cuando se especula con el paso del tiempo y cómo ese tiempo va borrando la memoria a medida que se adentro en el futuro, se dice que llegará un día en que también Beethoven será olvidado. Eso nos desasosiega un poco aunque consuela pensar que falta mucho para ello y que nosotros no llegaremos a verlo. Es una sensación tranquilizante pero absolutamente falsa. Beethoven ya está olvidado para una gran mayoría. Seamos claros. Circunscribiéndonos solo a España: ¿para cuántos millones de personas Beethoven es solo un nombre sin mayor significado? ¿Para cuántos otros ni siquiera un nombre? Y no es la culpa de esas personas, la culpa es de sus educadores, de sus políticos y del día a día de su propia sociedad.
Un pensador muy célebre en los 60 y 70, aunque me temo que hoy no lo lee nadie, Herbert Marcuse, decía que ‘hay una diferencia más que cualitativa entre que alguien sea naturalmente ignorante o sea hecho ignorante por medio de la educación y la diversión diaria’.
Creo que tenía toda la razón y que eso es perfectamente aplicable al analfabetismo musical español. Nadie nace aprendido en nada y va aprendiendo a medida que le enseñan. Eso ocurre con todo y el analfabetismo general se quita enseñando a leer y escribir. Nadie en cambio se ha ocupado en mucho tiempo de paliar el analfabetismo musical y los resultados cada vez son más patentes. Y eso afecta incluso a la democracia que no se da en materias musicales. La democracia no consiste solo en votar cada cuatro años a los políticos que nos van a vapulear. Tampoco en actuar continuamente a base de asambleas. La democracia es fundamentalmente capacidad de elección. Que el ciudadano pueda decidir con toda la libertad lo que escoge en cada momento (no solo a quién escoge). Y para escoger con libertad hay que estar perfectamente informado.
Quizá con ello convengamos en que no se es libre ni informado para prácticamente nada. No pretendo ir tan lejos. Simplemente constato que, en lo que se refiere a música, así son las cosas. De ahí ese analfabetismo musical que arrasará finamente con todo.
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