Tal vez sea exagerado presentar Alzira como el fracaso verdiano más clamoroso de los ‘años de galera’, pero lo cierto e innegable es que, seguida de cerca por Giovanna d’Arco y más aún por Il corsaro, fue la ópera que más rápido transitó hacia el olvido en aquel período de tempestades sombrías que encontrara en Ernani, y especialmente en Attila, escrita justo después de la historia de la princesa inca, el luminoso contrapunto. Tan profundo engulló el olvido a Alzira que a la muerte del compositor un periódico inglés se referirá a ella como Montezuma en el obituario.
Por Alejandro Santini Dupeyrón
La Radio Italiana la ignoró por completo en las retransmisiones del repertorio verdiano con motivo del cincuentenario del deceso. La primera emisión radiada, de la que por cierto se conserva un registro parcial, fue a través de la Reichssenders Berlin en 1938, cantada en alemán; se conmemoraba entonces el 125.º Aniversario del nacimiento del compositor. El hecho es singularmente curioso si tenemos en cuenta que la primera representación alemana de Alzira tuvo lugar en el modesto Stadttheater Passau (Baja Baviera) en 1998. Pero volvamos hacia la tempestad, con el galeote bajo cubierta, antes de poner rumbo a la América colonial española del siglo XVI.
Afecciones de garganta, dolores abdominales, trastornos estomacales, intestinales, fiebre, depresión, fueron los padecimientos habituales en aquellos años de agobiante y apresurado trabajo regido por el estrés. ‘Me entristece ver cómo se desgasta —informa Muzio sobre Verdi, que asistía a los ensayos de I Lombardi en La Scala—. Grita con desesperación, patea el suelo […] suda tanto que las gotas caen sobre la partitura’. Cuando, agotado por las continuas crisis nerviosas, decide no acudir a las primeras representaciones, vuela a Busseto la disparatada especie de que ha sido envenenado por un compositor rival. Verdi se apresura a desmentirlo en su respuesta al alarmado amigo ‘Finola’ (hombre que tenía a gala ser el bussetino ‘mejor informado sobre Verdi’); le tranquiliza, asegurando encontrarse ya mejor: el aire de las montañas, y aún más el reposo, le han ayudado; sin embargo, es consciente de que ‘volverá a sentirse mal en cuanto vuelva el trabajo’. Las suyas no eran desde luego jornadas llevaderas. Se levantaba a las cinco de la mañana y de inmediato se volcaba en la composición, sin pausa, hasta las seis de la tarde. Como único alimento, una larga sucesión periódica de tazas de café, a menudo compartidas con el libretista, que al momento adaptaba el verso a las exigencias de Verdi. Mientras componía Ernani el cansancio le provocaba fiebre por las tardes; a la fiebre sucedía un estado de melancolía que devenía en auténtica desesperación. Había resuelto pegarse un tiro si la ópera fracasaba. Durante la composición de Macbeth se levantaba a las nueve y trabajaba hasta medianoche, concediéndose, ahora sí, una pausa para comer. ¿Cómo este ritmo de trabajo frenético, origen de continuas dolencias, no habría de comprometer, siquiera parcialmente, la calidad de las obras?
Aquejado de una inflamación de garganta, solicitó al empresario del Teatro San Carlos de Nápoles, Vicenzio Flaúto, aplazar un mes el estreno de Alzira, previsto para el 12 de agosto de 1845. Con la misiva aportaba certificados médicos que le prescribían reposo. Indolente e ingenioso, el empresario del tercer teatro más importante de Italia replicó que, si tal era su estado, debería viajar cuanto antes a Nápoles: nada como la ‘eccitabilità del Vesuvio‘ para poner de nuevo en marcha todas las funciones. Para la garganta le sugirió ‘tintura d’assenzio‘ (ajenjo). El estreno no se retrasaría.
‘Quella è proprio brutta‘
Verdi consigue terminar Alzira evitando incumplir el contrato con Flaúto. El mismo día, 30 de julio, escribe al conde Maffei informándole del hecho; pero de manera singular, añade: ‘No sabría darte una opinión sobre este trabajo mío, porque lo hice casi sin darme cuenta y sin ningún esfuerzo…’. Esto último es cuando menos una exageración. Respecto de lo primero se hace difícil imaginar en un hombre orgulloso como Verdi vacilación alguna al valorar su trabajo. Es el orgullo, ocultándose tras una máscara de indiferencia, lo que le lleva a decir que si la ópera fracasaba tampoco sufriría mucho, aunque en seguida apostilla: ‘Pero tranquilo, un fiasco no será’.
No acertó al prejuzgar a los napolitanos. Se aplaudieron pocos números, y la actuación de una claque contra la soprano Anna Bishop, designada por Verdi en lugar de la prima donna del San Carlos, Eugenia Tadolini, terminó por deslucir una función para la que tampoco la crítica tuvo palabras halagüeñas. La Gazzetta Musicale di Napoli aconsejaba al joven compositor buscar otras vías ‘más intelectuales’. En otras palabras: Verdi se estaba repitiendo. El estreno siguiente, en Roma, fue una catástrofe; la obra se retiró de cartel esa misma noche. Alzira emprendió entonces un breve pero lastimoso recorrido por los teatros de Italia (jamás se pensó en La Scala) hasta desaparecer de las programaciones. Años más tarde, considerando Alzira, Verdi admitirá sin ambages que se trataba de una ópera realmente mala: ‘Quella è proprio brutta‘. Entre sus errores, el mayor, fue confiar demasiado en Salvatore Cammarano, poeta oficial del Teatro San Carlos, quien tuvo absoluta libertad para elegir el tema (algo que nunca más volvería ocurrir) y desarrollarlo sin intervención alguna de Verdi (ni una sola vez se reunieron), deslumbrado como estaba ante la fama del autor de Lucia di Lammemoor y la increíble oportunidad que se le brindaba de colaborar con él.
De la tragedia de Voltaire…
Cammarano fue el último poeta en adaptar la tragedia de Voltaire para la ópera y Verdi el último compositor que la puso en música. Antes que él recurrieron al tema el alemán Johann Simon Mayr (Giovanni Simone) y Nicola Manfroce. La ópera de Mayr, Zamori, ossia L’eroe dell’Indie, con libreto de Luigi Prividali, inauguró el Teatro di Piacenza en 1804. La Alzira de Manfroce, versificada para canto por Gaetano Rossi y Jacopo Ferretti, fue estrenada en el Teatro Valle de Roma en 1810.
Alzire ou les Americains, tragedia en cinco actos, subía por primera vez a escena en París el 27 de febrero de 1736. Tras el escándalo de las Cartas Filosóficas, Voltaire buscaba congraciarse con la élite católica francesa, recuperar el favor del rey y conjurar definitivamente la lettre de cachet que pendía sobre su cabeza. Alzire presenta la relación entre América y el Viejo Continente, un mundo puro (aunque idólatra) y otro corrompido por las costumbres de la civilización, como una confrontación donde el fanatismo, la intolerancia y la tiranía son estados superables mediante la observancia de la ‘sana moral cristiana’.
La acción se desarrolla en Ciudad de los Reyes (Virreinato del Perú) en la región conocida por los nativos como Lima, durante los primeros años de la colonización española. El caudillo inca Zamore, cacique en la región de Potosí, encarna las virtudes del bon sauvage: es noble, valiente, leal a los dioses de sus antepasados. Su antagonista, don Gusman, es el violento y vengativo gobernador representante de la Corona española: ‘Dejad que el americano siempre altivo | se acostumbre a temernos, y que tiemble | a fuerza de rigor y de castigos’. Son personajes abocados a un odio mortal recíproco que corrompe también la esfera íntima, pues ambos aman a la princesa Alzire, hija de otro cacique local, Monteze, quien por influencia de don Alvarès, el anciano y piadoso padre de Gusman, ha abjurado de sus dioses y venera ahora, junto con su pueblo y Alziere, al dios cristiano. La conversión previa de la princesa fue decisiva, ya que ‘de todos Alzire es modelo | y los ojos en ella tienen fijos | todos los merodeadores de estos climas’. Este es el motivo por el que Alvarès, de acuerdo con Monteze, contempla el enlace entre la princesa y Gusman como remedio a futuras guerras. ‘Solo su corazón puede adquirirnos la paz de los pueblos limeños con Castilla —dirá Alvarès a Gusman—; verás a este país agradecido | adoptar nuestras leyes y costumbres | y verás la moral de Jesucristo | de todos admitida […] sirviéndote de Alzire | ver podremos todos estos vastos señoríos | poblados de españoles y cristianos, | y el nombre de salvaje abolido’.
La princesa acepta con resignación unirse al hombre que detesta no por mandato del padre, ni porque eso redunde en bien común; acepta porque cree muerto en combate a su amado Zamore. El caudillo inca, prisionero en ulterior combate y liberado mediante soborno al carcelero español, se cobra al fin venganza sobre el odiado gobernador asestándole una puñalada, aunque su ‘débil brazo | poco acostumbrado al homicidio | erró el golpe fatal’. Sabemos del hecho al comienzo del Acto V, cuando ya ha ocurrido; y Gusman no expira hasta su reaparición en la séptima y última escena del acto. En el ínterin habrá tenido lugar la redención moral del canalla: ‘la muerte | de todos mis errores me ha instruido’, dispuesto ahora a la reconciliación y al perdón, no sin antes proclamar ante Zamore la excelencia de su fe: ‘tus dioses te ordenaron la venganza | nuestro Dios, en el momento mismo | que acabas de traspasar mi débil pecho | me ordena que perdone a mi enemigo’. El inca se lo concede, avergonzado del acto. ‘Zamore, ama a tu esposa [Alzire] —concluye Gusman—; y sobre todo | abraza la moral del cristiano […] a todos os perdono… sed felices… | soy contento… yo muero… padre mío…’
…al libreto de Cammarano
Política y religión son elementos marginales en el libreto de Cammarano. La trama se articula en torno al triángulo amoroso formado por los protagonistas (en el libreto: Alzira, Zamoro y Gusmano) en el contexto de un choque irreconciliable entre civilizaciones. Los soldados españoles son vistos por los guerreros americanos como ‘crueles opresores’ y ‘monstruos ávidos de oro y sangre [siempre] dispuestos | para conquistar nuevas tierras’; se les desea ‘que tengan una muerte horrenda | y ni una tumba los recuerde’. Los nativos son vistos por los españoles simplemente como ‘salvajes’ y ‘bárbaros’. El carácter de Gusmano se revela aquí en el terreno amoroso. Es él quien propone a los incas sometidos ratificar una paz mediante su enlace con Alzira, indiferente al hecho de que la princesa aún llora al amado que cree muerto, ‘sombra en el reino de las tinieblas’: ‘Aquel a quien vencí vivo —dice—, debo vencerlo muerto…’. Encoleriza al saber que el ‘salvaje Zamoro’ vive y pretende liberar ‘del domino íbero’ a la princesa: ‘Quien me quita el corazón de Alzira | no tiene derecho a la existencia’. Pero el Gusmano de Cammarano carece del tono sombrío y perverso del Gusman de Voltaire. Accederá al ruego de su padre, don Álvaro, de liberar a Zamoro cuando es apresado en pago a la deuda de vida contraída por el anciano con el caudillo inca, aunque citándolo antes a un último encuentro en el campo de batalla. La poética de Cammarano, para la que Verdi no escatima elogios en su correspondencia, alcanza el summum de la truculencia con versos como estos: ‘¡Tu cabeza, que escapó del hacha, | no escapará a mi espada!’, ‘¡Ah soberbio, ya creo verte | caer muerto en el polvo! Tu cabeza, empapada en sangre, | te arrancará esta mano’.
¿Y qué es de Alzira entretanto? En medio de ataques y contraataques cruentos, capturas y liberaciones compasivas, nuevas capturas y fugas, la princesa asume con dignidad el resignado papel de heroína romántica incapaz de variar los acontecimientos de los hombres. Su cometido es lírico en esencia. Se entrega a ensoñaciones fantásticas (‘Huía de Gusmano | en una frágil barca, entre olas… cuando | en brazos de una sombra errante | fue elevada a las nubes…’; se entrega con delirio a sus brazos en el reencuentro (‘¡Resurge en tus ojos | la luz de mis días!’); se entrega, destrozado el corazón, cediendo al chantaje del hombre que aborrece, para librar al amado de morir en la hoguera. La unión no se consuma, como sabemos. Ante el altar cristiano, en lugar de la mano de Alzira, recibirá Gusmano el golpe mortal de Zamoro. Entre la puñalada, el arrepentimiento, perdones y muerte, median un cambio escénico y sesenta versos musicados. El segundo finale, que debió entusiasmar tanto a Verdi al leer el programma enviado desde Nápoles por Cammarano (‘sono contentissimo‘… carta del 23 de febrero de 1845) resulta, por súbito, inverosímil
Momentos destacables de Alzira
A propósito de Alzira y las otras óperas fallidas de los ‘anni di galera‘ Massimo Mila destaca entre sus valores la sencillez. Cuando Verdi componía música de escasa calidad, música vulgar, lo hacía siempre de manera franca y sin buscar subterfugios; su falta de inspiración, que no siempre afectaba a la invención melódica, se hace evidente en la fractura entre la línea de canto y la pobreza armónica del acompañamiento. Dicho esto, Mila se congratula de que para la crítica moderna, sencillez, transparencia, ingenuidad (puntos de partida más que de llegada en Verdi), sean términos reconocidos ‘como esenciales con relación a las verdaderas obras de arte’.
Alzira cuenta, en efecto, con muchas melodías inspiradas; es el contexto lo que las malogra y reduce a episodios asilados de belleza efímera. Ocurre así con el solo de cuarenta y dos compases para clarinete de la segunda sección de la obertura, que logra imponer su melancólico discurso, diminuendo ed allargando el tempo, hasta alcanzar el dolce que hace olvidar la estridente fanfarria del presto precedente. Es un momento cuya delicada emoción se esfuma apenas comienza el circense allegro brillante que cierra la obertura, y del que no quedará rastro en la memoria cuando salte a escena el brutal coro de incas en el Prólogo. En Vida y arte de Verdi (Turner, ed. esp. 2017) Julian Budden afirma que este es uno de los ‘dos intentos de orquestación imaginativa’ que hay en la ópera; el segundo es el preludio del Acto II, Escena 5 que describe la gruta donde se refugian los incas. Budden destaca asimismo como ‘impresionantes’ los finali: el primero por el crescendo gradual de voces, individuales al comienzo y luego emparejadas; el segundo, por la intervención del moribundo Gusmano (barítono) ‘recorriendo como una hebra dorada el tapiz coral y orquestal’. Pero el erudito inglés concluye, lapidario, que esto no basta para devolver a Alzira al repertorio, ‘si en verdad pudiera decirse que alguna vez figuró en él’.
Al hilo del melodismo inspirado presente en Alzira desearía citar otros momentos de interés, como ‘Un inca… ecceso orribile‘, cavatina de Zamoro (tenor) en el Prólogo; ‘Eterna la memoria’, cavatina de Gusmano (I, 2); la introducción orquestal y recitativo de Zuma (mezzo) ‘Riposa. Tutte, in suo dolor vegliante‘ (I, 3); el recitativo ‘Da Gusmano, su frágil barca‘ y cavatina ‘Quando, in sen d’un’ombra errante‘ de Alzira (soprano); ‘Il pianto… l’angoscia… di lena mi priva‘, parte de Alzira al comienzo del dueto con Gusmano (II, 3); ‘Non di cobarde lagrime‘, caballeta de Zamoro (II, 6).
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