Toda una declaración de intenciones encontramos en las palabras de Christoph Willibald von Gluck (1714-1787) en el prefacio y dedicatoria, al Duque de Toscana, de la partitura de su ópera Alcestes en el año 1769: ‘Cuando me puse a escribir la música para Alcestes, resolví en diferir enteramente de todo abuso, introducido tanto por la errónea vanidad de los cantantes como por la exagerada complacencia de los compositores, que han desfigurado sobremanera la ópera italiana y han hecho de los más espléndidos y bellos espectáculos los más ridículos y tediosos entretenimientos. He procurado restringir la música a su verdadero oficio de servir a la poesía por medio de la expresión, siguiendo las situaciones del argumento, sin interrumpir la acción ni ahogándola con inútiles y superfluos ornamentos; y creo que debería hacerse así, de la misma forma que la elección de colores afecta a una correcta y bien ordenada pintura, con un bien clasificado contraste de luz y sombra, que sirve a la animación de las figuras sin alterar sus contornos’.
Por Roberto Montes
Combatir el estereotipo operístico
¿Cómo llegó Gluck a estas conclusiones? Pongámonos en antecedentes. Durante la primera mitad del siglo XVIII, la ópera se había convertido en un espectáculo aparatoso y brillante al servicio de reyes y cortesanos de toda Europa. Desde Portugal a Rusia imperaba la tragedia lírica, cuyo modelo fueron primero las óperas de Alessandro Scarlatti en Italia y de Lully en Francia, a quien siguió el magnifico Rameau, óperas montadas con los más sorprendentes efectos y un lujo inmoderado. Por su parte, el principal productor de libretos de carácter heroico y mitológico fue Pietro Trapasi, conocido comúnmente con el seudónimo de Metastasio, poeta imperial que impuso en Viena y otras cortes europeas este tipo de ópera pomposa y altamente convencional. Innumerables autores barrocos y clásicos tomaron sus libretos como base para sus óperas.
Al mismo tiempo, la estructura de la ópera barroca constituye su discurso musical en una serie de recitativos, que pueden ser secos, es decir, con acompañamiento del clave, o acompañados por la orquesta, a los que sigue un aria, generalmente en su forma ‘da capo’.
Los sucesos peregrinos e incongruentes que proporcionaban a los músicos los libretos durante la primera mitad del siglo, carentes de toda verosimilitud, hicieron surgir ciertos movimientos reformistas, como el de los dos grandes revolucionarios de la época, el libretista Rainiero Calzabigi (l714-1795) y el compositor Christoph Willibald Gluck. Hasta 1762, Gluck había cultivado predominantemente el estilo italiano, con su marcada generosidad hacia los virtuosismos y extraordinarias destrezas de los cantantes. No fue hasta entonces cuando Gluck se asoció con el poeta italiano Ranieri de Calzabigi, quien le escribiera un libreto que admirablemente concertó con las ideas del compositor en cuanto al apropiado equilibrio entre palabras y música. Con el vasto objetivo de reconducir el género lírico hacia un estilo comparable al de la tragedia griega clásica.
La reforma propuesta por Gluck procurará que el libreto exprese los sentimientos de manera sencilla e inequívoca, tratando de conmover al auditorio, disolviendo el drama en la música en vez de limitarse a adornarlo. En su mente yacía una reforma fundada sobre todo en el logro de la unidad del drama, para devolver a la música su función primordial al servicio del texto y poner fin a las convenciones metastasianas de las arias ‘da capo’, profusamente ornamentadas y cantadas por ‘castrati’ después del obligado recitativo.
En 1762, Gluck estrenó en Viena Orfeo y Eurídice sobre libreto de Calzabigi, un paso gigantesco para imponer las nuevas orientaciones al arte lírico, y que él mismo pondría de relieve en el prólogo a la primera versión publicada en Alcestes, de l769. Gluck quería, ante todo, eliminar del drama los elementos alegóricos y dramáticos, tan queridos del barroco, y crear una ópera más sencilla, de menos aparato y número de personajes.
Para llegar a ello, Gluck no vaciló en añadirle a la ópera italiana efectos de la francesa como el uso del coro como un personaje de la historia, la inclusión de la danza así como de la pantomima, una gran variedad de instrumentos orquestales, eliminando paulatinamente la necesidad y el uso del bajo continuo y de los interruptores ritornelli, un intento de convertir a la obertura orquestal en un episodio decisivo y revelador para el drama, no sólo una fórmula pasajera para silenciar a la audiencia al comienzo de la función, o el predominante uso del recitativo acompañado, antes que del recitativo simple o secco, vigente en las óperas barrocas.
Así la orquesta participa continuamente y los recitativos se hacen más líricos, rompiéndose la estricta frontera entre el aria y el recitativo. El énfasis recae en una continuidad que utilizaba también el arioso. Por último, la idea de la simplicidad, a veces adjetivada como noble o bella sencillez, es decir, la expresión directa y simple de las emociones en la música, sin los extendidos pasajes ornamentales del estilo italiano y la característica brillantez superficial.
La más griega de las tragedias de Gluck
Con libreto escrito por Calzabigi y basado en la tragedia homónima de Eurípides, Alcestes vivió su estreno en Viena el 26 de diciembre de 1767. Posteriormente, por contactos con la embajada francesa en Viena, Gluck se trasladó a París para una larga estancia que abarcó de 1774 y 1781. Allí, la pugna entre quienes apoyaban sus ideales reformadores, con óperas francesas, y los que eran partidarios de mantener los cánones tradicionales de la ópera italiana, representados por el compositor Niccolo Piccinni, instaron a Gluck a no abandonar sus propósitos y confiar firmemente en su propósito. En esta época nació la nueva versión de Alcestes, con un nuevo libreto escrito por Marie François Louis Gand Leblanc Roullet, basado en el original de Calzabigi.
La ópera también tuvo cambios en la partitura e incluso en su trama, agregándose el personaje de Hércules. Puede decirse entonces, y con toda propiedad, que la versión francesa de Alcestes, que es la más conocida, es en la práctica una ópera totalmente nueva en la producción de Gluck. Esta versión francesa fue estrenada en la Academia Real de Música de París el 23 de abril de 1776. Los cambios suponían apenas unas pequeñas mejoras, aunque la asociación directa de Gluck con la escuela francesa a posterior ha procurado una mayor familiaridad con el lenguaje novedoso de este título lírico.
Hércules sale al rescate
La ópera se abre ante el palacio de Feras, donde la gente se reúne para adorar al cielo que salve la vida de Admeto, rey de Tesalia, quien se haya al borde de la muerte. Alcestes aparece y, tras un aria de gran dignidad y belleza, pide al pueblo que le siga hasta el templo, para renovar allí sus súplicas. La siguiente escena se desarrolla en el templo de Apolo. El sumo sacerdote y el pueblo realizan un apasionado llamamiento a dios por la vida de su rey, y los oráculos contestan que Admito debe perecer, si no otro morirá en su lugar. Desde el comienzo de esta obra destacan los coros, como elemento de origen griego que busca la revitalización del género. El pueblo, lleno de terror, huye del lugar, y Alcestes, sola, determina abandonar su propia vida por la de su marido. El sumo sacerdote acepta su voto, y en su famosa aria Divinités du Styx, ella se ofrece un sacrificio a los dioses.
En la versión original, el segundo acto se abre con una escena en un bosque tenebroso, en el que Alcestes habla con los espíritus de la muerte, y, tras renovar su voto, es abandonada y dice adiós a su esposo. La música de esta escena es sumamente impresionante, y debe de haber sido intrínsicamente una de las mejores de la ópera, pero no hace avanzar la acción, y su omisión incrementa sensiblemente el efecto trágico del drama. En la versión posterior, el acto comienza con el regocijo de la gente ante la recuperación de Admeto. Alcestes aparece, y tras procurar en vano conciliar su angustia de los ojos de Admeto. Éste se ve forzado a admitir que ella es la víctima cuya muerte le devolverá la vida. Admeto, pletórico de pasión, rechaza el sacrificio y declara que mejor morirá él con ella que permitirle a su esposa inmolarse a su costa. Se precipita hacia el palacio y Alcestes dice adiós a la vida en un aria de extraordinario sentimiento y equilibrada belleza.
El tercer acto se abre con las lamentaciones del pueblo por su reina departida. Hércules, liberado por un momento de sus trabajos, entra y pregunta por Admeto. Está horrorizado por la noticia de la calamidad que ha ocurrido a su amigo y anuncia su resolución de rescatar a Alcestes de las garras de la muerte. Mientras tanto, Alcestes ha alcanzado las puertas del Hades y está a punto de rendirse a los poderes del infierno. Admeto, quien todavía no ha abandonado su esperanza de persuadir a Alcestes para que renuncie a su propósito, aparece, y le suplica apasionadamente que abandone su destino. Sus ruegos son vanos, y Alcestes se aleja de los brazos de Admeto por última vez cuando Hércules aparece de repente. Tras una breve lucha, derrota a los poderes de la muerte y devuelve a Alcestes a su esposo.
El personaje de Hércules no apareció en la primera versión de la ópera, pues de hecho no lo introdujo Gluck hasta que hubo dejado París, unos días después de la producción de Alcestes. La mayoría de la música que se le asignó a Hércules no era probablemente de Gluck, sino que parece haber sido escrita por Gossec, que en aquella época era uno de los músicos emergentes de París.
La conclusión de la ópera es seguramente inferior a las partes anteriores, pero la introducción de Hércules es una gran mejor en la versión original del último acto, en el que el rescate de Alcestes lo protagoniza Apolo. El libretista francés no trató el episodio con inteligencia, pues en efecto toda la última escena es terriblemente prosaica y carece de atmósfera poética. Para observar cómo la aparición del lujoso héroe en las postrimerías del drama puede enaltecer el interés trágico por la fuerza pura del contraste, hemos de retornar a la Alcestes de Eurípides, donde la muerte de Alcestes y el extraño conflicto de Hércules con la muerte es tratado con ese toque de misterio y repentización que está ausente en el libreto que Gluck musicó.
En definitiva, la presentación de Alcestes en París, en 1774, supuso una total remodelación de la ópera, hasta el punto de que casi son dos óperas distintas: los personajes no son exactamente los mismos y las escenas se ordenan de forma diferente. La versión parisina es considerada superior a la italiana y es esta versión, a menudo traducida al alemán, al italiano o al inglés, que se representó en el siglo XX en los principales teatros de ópera.
Música innovadora e inmortal
De la música de Alcestes, su pasión e intensidad, es imposible hablar sin acudir a grandilocuencias. Sus pasajes están llenos de milagroso poder, en el que la más profunda tragedia y el más conmovedor afecto son dibujados con una seguridad indudable. Es extraño pensar con qué medios tan sencillos escaló Gluck tan elevadas alturas. Comparado con la orquesta moderna, la pobreza de recursos de los que dependía parece casi ridícula. La instrumentación con tres trombones destaca en otros momentos de la obra, con su carácter siniestro y fúnebre.
Incluso en la parte vocal de Alcestes, Gluck tuvo cuidado de evitar todo aquello que se asimilase con el sensual belleza del estilo italiano que a veces caía en el extremo opuesto para escribir una retórico meramente árida. El aria más famosa de toda la ópera es la Ombre, larve (Divinités du Styx en la versión francesa), de Alcestes, que ya se ha mencionado. Este personaje tiene otras dos arias de gran belleza en el acto segundo: ‘O dieux! Soutenez’, de gran dificultad vocal, pues debe cantarse las notas altas en pianissimo, y ‘Ah! Malgré moi’. Además, mantuvo con tanta consistencia su ideal de verdad dramática que su música ha sobrevivido a todo cambio de gusto o moda, y hace aun las delicias de amantes de la ópera de igual modo que lo hizo en la época de su estreno.
Alcestes forma parte del repertorio a pesar de que plantea tres problemas principales, según José María Martín Triana: ‘la falta de garra para el espectador actual del tratamiento hierático de la trama, el anticlímax musical que es todo el acto tercero, y la dificultad de encontrar una auténtica soprano dramática que además cuente con la verdadera técnica belcantista que exige el papel principal’.