Tras Don Carlo, tan mal comprendida por músicos como Bizet o Vincent d’Incy que la tildó de ‘tediosa mezcla de Meyerber y Wagner’, Verdi vivió cuatro años de descanso interrumpido solo por un arreglo de La forza del destino y algún otro trabajo sin mucha importancia. A sus casi sesenta años, el compositor se encontraba en su época más genial, aunque no todo el mundo mostrara entusiasmo por este Verdi ya maduro que había depurado su estilo hasta extremos que difícilmente comprendieron quienes seguían admirando al maestro de perfección melódica, buscador de la sencillez y del efecto inmediato.
Por Karmelo Errekatxo
No es que hubiera renunciado totalmente a tales características que, entre otras óperas, abundan en sus triunfales Il Trovatore o Rigoletto pero, como tendencia de la lírica de aquellos días, como señala Kurt Pahler ‘se dirige hacia la ópera integral, a la ópera que ya no se divide en números, que además se hace más profunda desde el punto de vista dramático y psicológico’. Acude Verdi al leit-motiv que ya había sido utilizado por Berlioz, Bizet y sobre todo por Wagner. En Aida, además de una inspiración cálida, existe enorme claridad, fuerza y pasión.
El tratamiento de las situaciones dramáticas resulta perfecto, así como el efecto musical que se fusiona magistralmente con cada detalle y situación que propicia el libreto. El sentido teatral del músico alcanzó aquí la cima de su arte, demostrando, acaso como nunca hasta entonces, su genialidad dramática con el resultado claro, profundo de cada momento de la historia de amor de sus personajes Aida y Radamés o el desafío en Amneris y Amonasro. La orquestación deja de ser un ropaje de acompañamiento convirtiéndose en revestimiento de todo el canto, creando así una atmósfera que discurre pareja con el libreto. Es bien sabido que en esta ocasión Verdi intervino cuidadosamente, más que nunca, en muchísimos detalles del libreto, cambiando en ocasiones el metro de Ghislanzoni por cierta libertad que respondiera claramente a la expresividad musical.
En toda la ópera, especialmente en el tercer acto, existe un colorido exótico sabiamente creado, sin exceso. Esto no solo ocurre en las partes de ballet. También es notabilísimo en los momentos de carácter religioso o en los cantos de nostalgia por Etiopía de Aida y su padre Amonasro. No se trata de pintura apastelada, sino de evocación sutilmente reflejada en el entramado melódico y armónico. Es magnífico el tercer acto, como se ha señalado, en escenas como en la que Aida lucha entre el amor por un general egipcio y la nostalgia por su patria y el respeto hacia admirado padre cuando canta ‘O, patria mia‘, con los recuerdos de un cielo azul, verdes colinas y perfumadas riberas de su Etiopía que ya nunca volverá a ver.
En la caracterización musical de sus personajes Verdi encuentra la definición intensa tan propia de su portentoso talante dramático. Radamés es un héroe joven, viril, valiente, que tiene que luchar entre el amor por la esclava de su país enemigo y el sentido patriótico hacia su Egipto en el cual es un heroico guerrero. Aida, dulce, es una personalidad fuerte que a pesar de sus dudas entre el amor a los suyos, admiración hacia su padre y nostalgia de su país, es más fuerte en ella el amor hacia el hombre-heroe. Amneris, el personaje que mejor está reflejado en cuanto a evolución dramática, es una heroína perdedora, pero, a su vez, poseedora de una gran entereza, aunque al final no le sirva para salvar de la muerte a su amado guerrero.
En esta saga de amor y guerra en época de faraones, adaptación de Camille du Locle de un cuento del egiptólogo Auguste Muriette, encontramos también coros importantísimos a lo largo de la partitura en los que el maestro de Roncole muestra su admiración por los grandes polifonistas italianos, especialmente Palestrina, músico que no parece estar ausente en las escenas corales de carácter religioso.
La ópera se sitúa en el antiguo Egipto amenazado por las tropas de Etiopía. Los personajes principales son Aida, la bella esclava etíope, Amneris, hija del Faraón; ambas están enamoradas de Radamés; éste ama a la primera y por ello se ve envuelto en luchas humanas y patrióticas que motivan la condena a ser emparedado, suerte en la que es acompañado de su amada por decisión de ella misma.
Esta ópera verdiana, máxima partitura antes de Otello y Falstaff, en cuatro actos, sobre libreto de Antonio Ghislanzoni, se estrenó en la Ópera de El Cairo el 24 de diciembre de 1871. Verdi, que había rehusado componer un himno para la inauguración del Canal de Suez, aceptó el ofrecimiento de escribir una ópera para la inauguración del coliseo lírico, aunque tampoco Aida inauguró el teatro de la ópera, sino que se estrenó un tiempo más tarde.
El orden seguido de los intérpretes en las versiones reseñadas es el siguiente: Aida, soprano; Amneris, mezzo-soprano; Radamés, tenor; y Amonasro, barítono.