El noviembre de 2009 se cumplía medio siglo de la desaparición de uno de los mayores genios de la música del siglo XX, Heitor Villa-Lobos. Considerado el primer compositor genuinamente latinoamericano, fue un investigador incansable cuyos desvelos por la música popular de su país bien pueden equipararse a los de Bartok y Kodaly en Hungría. Además, dio rienda suelta a una imaginación prácticamente ilimitada, cultivando casi todos los géneros del repertorio, y aportando a éste decenas de obras maestras, muchas de las cuales son desconocidas para el público, debido a la magnitud de su catálogo y la insuficiente difusión del mismo. Para muchos, el músico carioca es únicamente el autor de la Bachiana brasileña Nº 5 y de algunas interesantes composiciones para guitarra y poco más. Y sin embargo, más allá de un icono para comprender la integración de los ritmos y danzas folklóricos en la música culta de su país podría decirse sin miedo que Villa-Lobos es la música ‘clásica’ en sí de ese gigante llamado Brasil.
Por Martín Llade
No podría explicarse el extraordinario universo musical de Heitor Villa-Lobos sin tener en cuenta la influencia que ejerció en él la figura de su padre. Raul Villa-Lobos vivía en el barrio de Laranjeiras (Río de Janeiro) y fue autor sobre la historia de Brasil y de cosmografía, pero ante todo amaba la música y dedicó gran parte de su tiempo a proporcionarle a su hijo, nacido el 5 de marzo de 1887, una formación musical.
Este proceso comenzó por una educación auditiva y así, era frecuente verles en ensayos y funciones de ópera. También se interesó Raúl en que Heitor (al que cariñosamente llamaba Tuhu, pues había nacido muy pelón) aprendiera a tocar diferentes instrumentos.
Mandó para ello hacer un violonchelo adaptado a las dimensiones de un niño y así empezó a tocar el que sería uno de sus instrumentos predilectos y para el cual compondría con gran maestría años más tarde, como puede apreciarse en algunas de sus famosas bachianas brasileiras.
Una vez avanzado en el estudio de este instrumento, Raúl no dudó en ir más allá en la formación musical de Heitor, llegando a hacer que se formase en la interpretación del clarinete, seguido del trombón, la guitarra -de la cual sería un gran virtuoso- y del piano, instrumento que aprendió a tocar más tardíamente.
Heitor vivía junto a sus ocho hermanos y su madre Noelia Monteiro Villa-Lobos, en una casa constituida en un gran centro musical, en la que los sábados se ofrecían veladas en las que el pequeño participaba con su violonchelo.
Pero no sólo la figura del padre marcó gran parte de la educación y formación del joven. También en casa de su tía Zizina se le inculcaría una profunda admiración hacia la obra de los grandes compositores, muy especialmente hacia Johann Sebastian Bach. Por otro lado, su abuelo materno, Antonio Santos Monteiro, había sido profesor de piano y compuso algunas piezas de regusto popular que gozaron de cierto éxito.
Un aventurero en el Sertón
Es esa fijación con lo popular la que imbuirá la obra de Heitor, especialmente en relación con los llamados “choros”, los conjuntos de música popular de Brasil. Si bien la palabra quiere decir literalmente “llorones”, también puede designar un determinado número de instrumentos. El choro es carioca, es decir, de Río de Janeiro, y está siempre formado por instrumentos y casi nunca por voces.
Los choros actuaban en las fiestas de los santos, en los bailes familiares, en bodas y, por supuesto, eran típicos en carnaval. Desde muy pronto comenzó Villa-Lobos a obsesionarse con este tipo de música, hasta el punto de convertirse prácticamente en una religión para él, y de apoyarse en formas suyas, como el seresteiro, para lograr un propósito sentimental dentro de sus propias creaciones.
Algunas de las figuras de los choros cariocas de la época, tales como Zé do Cavaquinho (que acabaría trabajando en el Conservatorio Nacional de Canto Orfeónico, que fundaría el propio Villa- Lobos) se convertirán durante esta época temprana en compañeros inseparables del compositor. Inició así una suerte de vida bohemia, en la que comenzó a ganarse el sustento manejando la guitarra, hasta alcanzar un excelente nivel interpretativo. Curiosamente, y quizás debido a esta formación autodidacta dentro de los choros, Villa-Lobos nunca llegaría a ser, lo que se dice, un buen director, ni siquiera de su propia música. Es más, el valor de algunas conocidas grabaciones que realizó (por ejemplo, de su Bachiana Nº 5 con la soprano Victoria de los Ángeles) reside únicamente en el hecho de que su presencia las convirtiera en históricas.
Sin embargo, el Villa-Lobos que hoy conocemos no sería tal, si se hubiese quedado en Rio de Janeiro. En 1905, a los dieciocho años de edad, realiza su primer gran viaje al Sertón, al noroeste de Brasil, una inmensa región semiárida de una extraordinaria riqueza musical, en la que pasaría tres años investigando y empapándose del folklore local. Los detalles de esta época son poco conocidos, en gran parte por los relatos que el propio compositor aportó sobre la misma, considerados de poca fiabilidad (pues incluye algunas historias con caníbales un tanto pintorescas). Lo más verosímil es que llevase una existencia un tanto sórdida, pues se veía obligado a vivir de su talento, tocando en lugares no siempre de buena reputación, probablemente pasando numerosas penurias.
Los inicios de un anti-académico
La aventura concluyó con su regreso a Río de Janeiro y la firme decisión de adquirir los conocimientos y la técnica necesarios como para dedicarse a la composición. Así, se inscribió en el Instituto Nacional de Música, pero no tardaría en darse cuenta de que aquello no iba con él. Era un espíritu libre, y como tal, había hallado su propio camino que no necesariamente tenía que seguir las huellas de lo convencional. A partir de ese momento, se declararía enemigo de lo académico, acuñando para su propia música la descripción de que era “natural”, igual que las cascadas que había visto durante su largo viaje. Cánticos Sertanejos es una de sus primeras composiciones correspondientes a su regreso del Suroeste brasileño, y ya en ella trata de recrear la esencia misma de la música popular de su tierra, un esquema que irá perfeccionando con el tiempo.
Alejado, por tanto, de los centros de la burocracia musical, Villa-Lobos volvió a su área de trabajo por naturaleza, el propio pueblo. En 1912 viaja a la cuenca del río Amazonas y vuelve a nutrirse de ritmos, bailes y melodías. Visita Sao Paulo y se deja perder por el Mato Grosso, investigando y haciendo acopio de ideas. En especial, se interesa por la música de los indios mansos del Amazonas.
Su regreso a Río se produjo en 1915 y puede considerarse este año el del verdadero inicio de la carrera del Villa-Lobos compositor. Para entonces había contraído matrimonio con la pianista Lucília Guimaraes, un año mayor que él y autora de algunas obras corales que habían llegado a estrenarse en el extranjero. Este matrimonio se rompería en 1936, sin descendencia. Pero junto a ella el compositor desarrollaría el sistema pedagógico de música y canto que se implantaría en todas las escuelas de Brasil. Lucília sería, además, una pionera en la interpretación de la obra de su marido.
Precisamente, una de las composiciones que la señora de Villa-Lobos tuvo ocasión de tocar por aquella época fue las Danzas africanas, en las que se aprecia la madurez de Heitor como compositor. Otras partituras dignas de mención son dos óperas en un acto, Aglaia y Elisa, que años después serían refundidas en otra ópera, ésta vez de cuatro actos, titulada Izaht.
Es curioso observar que estas primeras composiciones están impregnadas de disonancias y constituyen, desde luego, el germen de una nueva música, sin que hubiera habido contacto entre Villa-Lobos y Schoenberg o Stravinski (de hecho, no conocía las obras de este último), lo que da una idea del carácter audaz e intuitivo del carioca.
Heitor dio a conocer otras en estos años, tales como el ballet Amazonas y las óperas Uirapuru ,Zoe, Jesús y Malzarte, además de los cuartetos N º1 y N º2.
El periplo parisino
Su música comienza a llamar poco a poco la atención y en 1923 se le concedería una beca para estudiar en París. Pero antes ya había tomado contacto con algunos músicos importantes, como el francés Darius Milhaud de llamado “Grupo de los Seis”, quien por esa época se hallaba componiendo sus posteriormente célebres Saudades do Brasil para piano. En 1927, Villa-Lobos escribiría sus propias Saudades das selvas brasileiras, también para piano.
Otra nueva presencia importante dentro de la vida del compositor sería la de Arthur Rubinstein, con el cual tuvo la ocasión de colaborar en varias ocasiones. Sería Rubinstein el que le abriese las puertas de París cuando Villa-Lobos viajase allí gracias a su beca, lo que constituiría el trampolín definitivo para su proyección a nivel mundial. Paradójicamente, a medida que su fama fue creciendo en el extranjero, en Brasil Villa-Lobos era la bestia negra de algunos críticos, como Oscar Guanabarino, que tildó su obra de alocada, exhibicionista y no dudó en considerar que con ella se burlaba del público. Sin embargo, estos juicios respondían probablemente a la ignorancia de lo que estaba produciéndose en el mundo musical fuera de Brasil. De hecho, en vida de Villa-Lobos éste gozaría de mayor reconocimiento en Europa y Estados Unidos que en su propio país.
Pensando en su debut parisino, el compositor concibió, con la velocidad impresionante que le caracterizaba, una obra titulada Rude poema, dedicada a Rubinstein, el Choro Nº 1 para guitarra y el Noneto para conjunto instrumental y coro.
Su primer concierto en la Ciudad de la Luz tuvo lugar en la sala de los Agricultores, pero de las antes citadas partituras únicamente presentó el Noneto, además de Epigramas irónicos e sentimentais, la suite Prole do Bebé y Pensé d´ enfant. El concierto provocó una gran controversia, ya que nada parecido se había escuchado jamás en una sala de concierto parisina. Los compositores estadounidenses que triunfaban por entonces, como Gershwin, bebían esencialmente del jazz, ¿pero de dónde salía este músico latinoamericano que aunaba la música criolla de su país con el folklore más tribal en una suerte de lenguaje que no dejaba de ser extremadamente moderno? El desconcierto, todo hay que decirlo, provocó que las salas de conciertos se llenaran para escuchar esta música y que Jean Weiner, agente musical, contratase inmediatamente a Villa-Lobos para dar a conocer su música por toda Europa.
Entre los músicos que contribuyeron a esto se encontraban Tomás Terán, Souza Lima, y Gina Falvy.
Con esta nueva aureola de compositor cosmopolita, Villa-Lobos regresó a Río donde estrenaría, sin problema alguno, tres conciertos sinfónicos en la Sociedad de Conciertos y de la Cultura Artística.
La serie de los Choros
Siempre inquieto, el compositor proseguiría con sus viajes, y aprovechó su estancia en Buenos Aires para dedicarse a la composición de serestas para piano y orquesta y de su serie de choros, a la que consagrará la década de los 20. El ciclo fue iniciado en 1921, con el Choro Nº 1, de una gran complejidad rítmica, en la que intervienen síncopas y contratiempos. El Choro Nº 2, escrito en la capital argentina, destaca sobretodo por la gran delicadeza de su lenguaje, y consiste en un dúo de flauta y clarinete.
El Choro N º3, Pica Pau, destaca sobretodo por la expresividad del coro. Mientras que el Nº 5, uno de los más difundidos, recibe el nombre de Alma Brasileña. El Nº 7, fue concebido para conjunto instrumental, mientras que el Nº8 es para orquesta y dos pianos, y en el N º10 se vuelve a la raíz popular. Esta variedad de formatos (de toda una orquesta a apenas dos instrumentos, pasando por un coro y varios solistas) y el extraordinario dominio de las posibilidades de los diversos instrumentos y de la voz humana, constituye un antecedente de lo que será su serie más famosa, la de las Bachianas brasileiras, en la que también oscilará entre lo popular y la música ‘pura’.
Apenas regresado de París Villa-Lobos sintió la necesidad de volver y volvió a recurrir a Rubinstein, pues sus posibilidades económicas eran limitadas para reemprender la aventura. El pianista lo remitió al empresario Carlos Guinle, quien le financiaría un nuevo periplo. Así pues, en 1924 el carioca vuelve a París y esta vez se le acoge muy calurosamente, hasta el punto que el director del Conservatorio de París, Robert Duchase le ofrece una plaza como profesor de composición en tan selecta institución. Apartado de las preocupaciones materiales, consagraría parte de sus últimos años parisinos a ultimar los choros, con logros como el Nº 11 para piano y orquesta y el que cierra la serie, el Nº 14, escrito en 1928, para dos orquestas, fanfarria y coro.
En 1930, Villa-Lobos regresó triunfal a Brasil, siendo nombrado de inmediato director de la Superintendencia de Educación Musical y Artística. A partir de ese momento se dedicaría a la formación de profesorado y directores de coro y su huella dejará sentir hasta nuestros días en el sistema educativo brasileño.
La etapa de las Bachianas
La década de los 30 será especialmente intensa para el ya consagrado compositor. Aparte de sus actividades pedagógicas, iniciará sus Bachianas brasileñas. Para un estudio pormenorizado de las mismas, remitimos al lector a la sección “Claves para disfrutar de la música” publicado en el número de Melómano del pasado mes de mayo. Como bien indica el nombre de esta serie, en ellas quiso fusionar el estilo y forma de composición de su admirado Bach con el folklore brasileño. Cada bachiana tiene una formación instrumental diferente, y, dentro de los movimientos, la terminología aplicada es la barroca junto con la brasileña.
La primera de las nueve, iniciada en 1930, está concebida para conjunto de ocho violonchelos (no deja de ser llamativo que la serie se abriese con el primer instrumento que supo hacer sonar Villa-Lobos). La Nº 2 consta de cuatro movimientos y destaca por el último, Trenzinho do Caipira, en el que la música (y especialmente un despliegue de instrumentos populares brasileños) evoca un tren que arranca y comienza a acelerar de forma espectacular. Más de una vez se ha hablado de la similitud de esta obra con Pacific 231 de Honegger.
La Bachiana nº4, original para piano solo y posteriormente orquestada, es en la que más se aprecia la influencia de Bach, mientras que la N º5 es la más famosa del ciclo. Es la única concebida para la voz humana (si bien la Nº 9 para orquesta de cuerda da la posibilidad de emplear un coro, algo que no suele darse), la de la soprano, y un conjunto de ocho violonchelos. Aunque se vincula a la soprano favorita de Villa-Lobos, Bidú Sayao, lo cierto es que fue estrenada por Ruth Valadares Correia, autora de los versos centrales de la obra.
También en estos años Villa-Lobos se divierte escribiendo música para el cine (como por ejemplo, en el film El descubrimiento de Brasil, de 1938) y compone uno de sus más exitosos ballets, Mandú-Cárárá, partitura literalmente descrita como “cantata profana y ballet infantil para coro mixto, coro infantil y orquesta”. Paralelamente a esta obra, dedica el más bello tributo imaginable al otro instrumento que lleva en su corazón junto al violonchelo: la guitarra, con sus Seis preludios, que acabarán por convertirse en una de las páginas veneradas por todos los intérpretes de este instrumento en todo el mundo. En el plano de su vida personal, la década de los 30 no deja de ser movida para Villa-Lobos. Según se constató en el Congreso Internacional Heitor Villa-Lobos celebrado en 2002 en París, al parecer, en 1935 el músico tuvo una hija no reconocida en Alemania con una mujer llamada Thea Robinson. La niña fue llamada Marianka y a día de hoy reside en Bolivia. Este asunto ha sido objeto de profundas controversias, ya que Villa-Lobos murió oficialmente sin descendencia y sus derechos de autor, todavía vigentes durante dos décadas más, hubieran debido corresponderle a Marianka y a sus descendientes, lo que no ha sido así.
En todo caso, no fue esta aventura extra-marital la que rompió el matrimonio de Heitor con Lucília el año siguiente, sino su relación con Arminda Neves d’Almeida, conocida simplemente como “Mindinha”. También músico de profesión, se convertiría en su compañera fiel hasta la muerte. Todos estos acontecimientos tuvieron lugar, curiosamente, en mitad de la composición de las célebres Bachianas.
Un músico barroco del siglo XX
Como en la vida del músico brasileño todo parece ir por ciclos fabricados en serie, a la conclusión de las Bachianas le sigue la necesidad imperiosa, casi alocada, de cultivar los géneros cumbre del llamado repertorio ‘clásico’, a los que no había podido dedicarse más que de forma aislada o con constantes interrupciones. Éstos son, a saber, la sinfonía, el concierto y el cuarteto de cuerda. Conviene llamar la atención sobre el hecho de que esta ‘explosión’ de creatividad se produce a partir de 1944, con su viaje a Estados Unidos, en el que tiene ocasión de ponerse al frente de la Sinfónica de Boston, y es recibido en el Carnegie Hall neoyorquino para dirigir su Rude poema y los Choros Nº 8 y 9. Además, se le honra con el doctorado en leyes musicales del Occidental College de Los Ángeles. A su regreso fundaría la Academia Brasileña de Música y haría mucho más; quizás espoleado por tantos honores el músico se sintiera impelido a dejar un legado impresionante que sirviera de guía a muchas generaciones de compositores brasileños, y se lanzó a crear con la fecundidad de un músico barroco (una vez más es inevitable pensar en el modelo de Bach). De esta manera, si apenas había escrito un concierto para violonchelo en sus inicios, allá por 1915, en 1945 dará forma al primero de sus cinco conciertos para piano, una partitura de unas dimensiones que para nada envidian a las obras concertantes de Beethoven y Brahms. A éste le seguirán obras maestras como su concierto más conocido, el único que escribiría para guitarra, en 1951, cortado a las medidas del talento de Andrés Segovia; además de su Concierto para arpa, para otro músico español, Nicanor Zabaleta (obra en la que destaca un segundo movimiento que evoca una selva donde los ambientes están totalmente dibujados por la música, desde los animales hasta elementos de la propia naturaleza); y el original Concierto para armónica de 1955, probablemente la partitura ‘clásica’ más conocida de las escritas para este peculiar instrumento. Todavía el año de su muerte, metido en su papel de músico barroco del siglo XX, el artesano Villa-Lobos acometerá un apropiado Concerto grosso para cuarteto de viento y conjunto de viento.
Con los cuartetos de cuerda sucederá algo parecido, a partir de ese citado año de 1944. Si hasta entonces había compuesto siete, muy separados entre sí, a partir de ese momento producirá uno nuevo casi por año, cerrando el ciclo dos años antes de su muerte, con el Nº 17. ¡Y todavía dejó esbozos para un decimoctavo!
Los últimos años
Quizás el capítulo de las sinfonías fue el que menos satisfacciones le produjo. Tras dedicar sus primeros años como compositor al género, con nada menos que cinco sinfonías, de las cuales se ha llegado incluso a perder la partitura de alguna, retomó con fuerza este lenguaje con la Nº 6 “Las montañas de Brasil”, en 1944. Sin embargo, y a pesar de completar la Duodécima en 1957, nunca llegaría a imponer ninguna de sus sinfonías en el repertorio estable, como si la frescura de su innovador lenguaje fuese incapaz de aprehender los cimientos de la vieja forma vienesa, que suena aquí forzada y poco convincente. Ahora bien, cuando la somete al tamiz de su particular mestizaje sonoro, y no se empeña en que tenga que tener verdaderamente el aspecto de una sinfonía, los resultados son más interesantes. Ése es el caso de su Sinfonía Nº 10 “Amerindia”, recientemente rehabilitada (nada menos que por Víctor Pablo Pérez) y que merecería ser más interpretada.
En proporción a todo este inmenso corpus, Villa-Lobos se dedica a la ópera con gran sosiego en los últimos años de su vida, regresando a la escena con la liviana Magdalena (1947), tras veintiséis años alejado de este mundo. En 1955 llevaría a cabo una adaptación de Yerma, de Federico García Lorca, que tardaría años en ser estrenada y en 1958 vuelve a la ópera ligera con La niña de las nubes.
Aunque era reclamado en medio mundo para presentar sus obras (en 1953 viajó a Israel, donde se le había encargado su Odisea de la raza) seguía considerando a Río de Janeiro su refugio y fue allí donde lo encontraría la muerte. Aún a pesar de ser aficionado a los dulces y de llevar siempre entre los dientes su sempiterno puro ‘charuto’ los allegados a Villa-Lobos no creen que llevase una vida de excesos. En realidad, todas sus energías eran canalizadas hacia un único objeto: la música. No se descarta que ese nivel de trabajo tan desbordante acabase por colapsar al artista. Hacia finales de 1959 sus numerosos problemas renales derivaron en una uremia que los médicos se vieron ya incapaces de frenar, hasta el punto de que le permitieron abandonar el hospital para que muriese en su hogar, en la calle Araújo Porto-Alegre. Y eso hizo, el 17 de noviembre. Tras ser expuesto en el Aula Magna del Ministerio de Educación y Cultura, a fin de que sus vecinos cariocas le dieran su último adiós, Heitor Villa-Lobos fue sepultado en el cementerio de San Juan Bautista en Río de Janeiro.
Mindinha le sobreviviría todavía veintiséis años más, durante los cuales se convertiría en fiel salvaguarda de su memoria y de su impresionante legado, como directora del Museu Villa-Lobos.